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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (12 page)

BOOK: La reina de la Oscuridad
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—No seas cobarde —lo reprendió el kender. Se liberó entonces de la mano que pretendía arrastrarlo y, luchando por deshacerse también de la incómoda sensación que lo atenazaba, irguió sus pequeños hombros y echó a andar de nuevo por la empedrada acera. No había recorrido tres pies cuando advirtió que estaba solo de modo que, exasperado, volvió la cabeza. El enano permanecía inmóvil donde le había dejado, observándolo con destellos de cólera.

—Sólo quiero ir hasta la arboleda que se dibuja en la esquina —arguyó—. Fíjate, no es más que un grupo de robles sin ninguna particularidad. Quizá se trate de un parque donde podamos almorzar.

—¡No me gusta este lugar! —insistió Flint testarudo—. Me recuerda al Bosque Oscuro, aquella espesura donde Raistlin habló con los espectros.

—Aquí no hay más espectro que tú —replicó Tas irritado, resuelto a ignorar el hecho de que él había evocado la misma imagen en su memoria—. Estamos en pleno día, en el centro de una ciudad. ¡Vamos, por Reorx!

—¿Por qué hace tanto frío?

—Porque aún no ha concluido el invierno —respondió el kender elevando la voz. Pero, de pronto, enmudeció, cuando los ecos de sus palabras resonaron de un modo fantasmagórico en las silenciosas calles—. ¿Vienes o no? —acertó al fin a susurrar.

Flint tragó saliva, emitió un gruñido, aferró su hacha de guerra y empezó a avanzar en pos del kender, aunque sin dejar de lanzar furtivas miradas a los edificios como si de un momento a otro fuese a saltar sobre él una aparición demoníaca.

—No es cierto eso que has dicho del invierno —masculló—. Sólo aquí lo es.

—Tardará varias semanas en llegar la primavera —repuso Tas, satisfecho por haber encontrado un tema de discusión que borrase de su mente los fenómenos que se obraban en su estómago, tales como la formación de nudos y otras molestias similares.

Pero Flint no se prestó al altercado, un mal síntoma en él. En silencio y con el mayor sigilo posible, ambos se deslizaron sobre los adoquines hasta alcanzar el final de la calle, donde los edificios daban paso a la arboleda de forma abrupta. Como Tas había sugerido, se trataba de un robledal corriente si bien aquellos especímenes eran los más altos que habían visto tanto el kender como el enano en el curso de sus minuciosas exploraciones por Krynn.

Al acercarse, los dos amigos notaron que se intensificaba su gélida y extraña sensación hasta convertirse en un frío antinatural, más paralizador que el que habían experimentado incluso en el glaciar del Muro de Hielo. ¿A qué se debía un descenso tan brusco de la temperatura? El sol brillaba en un cielo sin nubes, y sin embargo sus dedos se entumecían por momentos. Flint no pudo sostener por más tiempo el hacha y tuvo que colocarla de nuevo en su soporte con manos rígidas y temblorosas, mientras intentaba en vano refrenar el rechinar de sus dientes, y tiritaba violentamente al perder la sensibilidad en sus puntiagudas orejas.

—S-salgamos de aquí —balbuceó el enano a través de sus labios amoratados.

—Estamos bajo la s-sombra de un edificio —Tas casi se mordió la lengua—. Cuando nos dé el sol en el rostro nos calentaremos.

—No hay fuego en Krynn capaz de caldear este ambiente —le espetó Flint agresivo pateando el suelo para avivar la circulación de su sangre.

—U-unos pasos más —se obstinó Tas sin cesar de moverse, pese a que se entrechocaban sus rodillas. Sin embargo, avanzaba en solitario. Al volver la cabeza comprobó que el enano estaba paralizado, con la frente inclinada y un intenso temblor en su barba.

«Debo retroceder», pensó el kender, pero no pudo hacerlo. Su proverbial curiosidad, que contribuía más que ningún otro factor a la extinción de su raza, lo impulsaba a seguir adelante.

Llegó por fin a la linde del robledal y, en ese instante, casi se detuvo el pálpito de su corazón. Los kenders suelen ser inmunes al miedo, por eso sólo uno de ellos podía llegar tan lejos. Pero incluso Tas se sintió ahora presa del más absurdo pánico que había experimentado en toda su vida, y comprendió que el causante de tal sentimiento se ocultaba en aquel bosque de vetustos robles,

« Son árboles normales —se repetía sin cesar, balbuceando hasta las palabras que no pronunciaba en voz alta—. He conversado con espectros en el Bosque Oscuro, me he enfrentado a tres o cuatro dragones y he roto uno de sus Orbes... sólo es un robledal corriente... he estado prisionero en el castillo de un mago, he visto a un diablo de los Abismos... es un robledal como tantos otros».

Despacio, dándose ánimos, Tas se abría camino entre los robles. Sin embargo, no fue lejos, ni siquiera traspasó la hilera que formaba el perímetro exterior del bosquecillo. Ahora veía lo que anidaba en sus entrañas.

Tasslehoff tragó saliva, dio media vuelta y emprendió una veloz carrera.

Al ver que el kender retrocedía a grandes zancadas hacia él, Flint supo que todo había terminado. Alguna criatura espantosa iba a irrumpir entre los árboles de un momento a otro, de modo que giró sobre sí mismo. Tan precipitado fue su acto, que tropezó contra su propio pie y cayó de bruces al suelo. Por fortuna Tas le había dado alcance y acertó a agarrarle por el cinto para incorporarle antes de seguir huyendo despavorido calle abajo, ahora seguido de cerca por el enano que sentía su vida pendiente de un hilo. Casi podía oír gigantescas pisadas sobre el empedrado, cada vez más cerca. No osó volverse a mirar, pero las visiones de un sanguinario monstruo se multiplicaron en su cerebro a un ritmo tan vertiginoso que creyó que su corazón no tardaría en estallar. Al fin llegaron al otro extremo de la calle.

El ambiente se caldeó bajo los benignos rayos del sol.

Oyeron de nuevo las voces de las personas reales en las frecuentadas calles adyacentes. Flint se detuvo exhausto, jadeante, para lanzar una temerosa mirada al lugar que acababan de abandonar. ¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que estaba vacío!

—¿Qué es lo que has visto? —logró preguntar cuando se normalizaron sus latidos.

—U-una torre —balbuceó Tas entre sonoros resoplidos. Su rostro estaba pálido como la muerte.

Flint abrió los ojos de par en par.

—¿ Una torre? —repitió, perplejo—. ¿Hemos huido de una simple torre? ¡Pensar que casi pierdo la vida en el empeño! Supongo —frunció su velludo ceño en actitud de alarma que no nos habrá perseguido una mole de piedra

—No —admitió Tas—. Se erguía inmóvil, majestuosa. Pero era lo más aterrador que he visto nunca —concluyó al fin, aún temblando.

—Sin duda se trata de la Torre de la Alta Hechicería—dijo el Señor de Palanthas a Laurana aquella tarde, sentados en la sala de cartografía del bello palacio, que se alzaba en una colina desde donde se divisaba una espléndida panorámica de la ciudad—. No me extraña que tu pequeño amigo fuera dominado por el pánico. Lo que me sorprende es que fuera capaz de llegar hasta la linde del Robledal de Shoikan.

—Es un kender—le recordó Laurana con una sonrisa.

—Sí, por supuesto, eso explica su temeridad. Y ahora que hablamos del tema, se me ocurre una idea que nunca había considerado: contratar kenders para trabajar en las inmediaciones de la Torre. Tenemos que pagar precios astronómicos cuando, una vez al año, intentamos persuadir a los hombres para que entren en los edificios cercanos a fin de evitar su deterioro. Pero —el Señor pareció desalentarse— dudo que los habitantes acepten complacidos la presencia de un número nutrido de kenders en nuestras calles.

Amothus, Señor de Palanthas, recorrió el pulido suelo de mármol de la sala de cartografía con las manos unidas tras el manto que denotaba su elevado rango. Laurana empezó a caminar a su lado, tratando de no pisar el repulgo del largo y vaporoso vestido que los palanthianos habían insistido en que luciera. Se habían mostrado encantadores al ofrecérselo como obsequio, de modo que no pudo rehusar. Además, sabía que les horrorizaba ver a una Princesa de Qualinesti deambular por su ciudad ataviada con una cota de malla manchada de sangre y ajada por las mil batallas que había librado. No le dieron opción, no podía permitirse ofender a aquéllos cuya ayuda tanto necesitaba. Sin embargo, se sentía desnuda, frágil e indefensa sin la espada colgada del cinto y un entramado de acero rodeando su cuerpo.

Sabía muy bien que eran los generales del ejército de Palanthas —mandatarios provisionales de los Caballeros de Solamnia— y los otros nobles —miembros del Senado— quienes, en realidad, la hacían sentirse más frágil e indefensa. Todos ellos le recordaban con sólo mirarla que no era más que una mujer jugando a los soldados, al menos según su criterio. De acuerdo, había actuado bien, había luchado en su batalla particular y había vencido. Ahora no le restaba sino volver a la cocina...

—¿Qué es la Torre de la Alta Hechicería? —preguntó la muchacha de forma abrupta. Tras una semana de negociaciones con el Señor de Palanthas había aprendido que, pese a ser un hombre inteligente, sus pensamientos tendían a perderse en regiones inexploradas y necesitaba que le recordasen continuamente el tema principal que se estuviera tratando.

—¡Ah, sí! Si lo deseas, puedes verla desde esta ventana —anunció el dignatario, aunque con cierta reticencia.

—Me gustaría —aceptó Laurana.

Encogiéndose de hombros, Amothus desvió el curso de sus pasos y condujo a la joven hasta una ventana en la que ella había reparado por estar oculta tras gruesos cortinajes. Los que adornaban las otras ventanas estaban descorridos ya través de ellas se podía observar una apabullante visión de la ciudad en cualquier dirección que se mirara.

—Sí, ésa es la razón por la que los mantengo echados —dijo el Señor lanzando un suspiro, como si hubiera leído la curiosidad en sus ojos—. Y te aseguro que es una lástima, porque según las antiguas crónicas desde aquí se revelaba una de las más magníficas panorámicas de la ciudad. Sin embargo, entonces la Torre no estaba maldita...

El digno caballero apartó a un lado las cortinas, con mano trémula y el pesar reflejado en su rostro. Sobrecogida al descubrir la emoción que la embargaba, Laurana se asomó... y se quedó sin aliento. El sol se ocultaba tras las nevadas montañas, tiñendo el cielo de rojo y púrpura. Los vibrantes colores del incipiente crepúsculo reverberaban sobre los albos edificios de Palanthas al capturar su luz el raro y translúcido mármol, que con tanta profusión adornaba sus fachadas. Laurana nunca había imaginado que semejante belleza pudiera existir en el mundo de los humanos, rivalizando con su amada Qualinesti.

Pronto atrajo su mirada un espacio umbrío en la perlífera y radiante perspectiva, creado por una solitaria Torre que se elevaba hacia el cielo. Tan alta era que, aunque el palacio se hallaba construido en una colina, su cúspide apenas estaba por debajo de la ventana desde donde ahora la contemplaba. Toda ella de mármol negro, se destacaba en nítido contraste con el níveo mármol de las casas adyacentes. Pensó que, acaso en un tiempo remoto, varios minaretes debieron conferir especial realce a su superficie, mas ahora sus cuerpos aparecían mutilados y en total abandono. Unas oscuras ventanas, semejantes a cuencas oculares vacías, miraban amenazadoras al mundo. Rodeaba la mole una valla, también negra, y Laurana vio que algo revoloteaba en su cancela. Creyó al principio que se trataba de un pájaro inmenso atrapado entre sus rejas, pues se le antojó un ser vivo, pero, cuando se disponía a atraer la atención del Señor de Palanthas sobre la criatura, éste corrió los cortinajes con un escalofrío.

—Lo lamento —se disculpó—. No puedo soportarlo. Y pensar que hemos convivido con
ella
durante siglos...

—A mí no me parece tan terrible —lo interrumpió Laurana con firmeza, evocando en su imaginación la figura de la Torre y la ciudad que la rodeaba—. Esta Torre confiere carácter al lugar. Es una urbe muy hermosa, pero en ocasiones su belleza es tan perfecta, tan fría, que deja uno de advertirla. —Mientras hablaba la muchacha se asomó a las otras ventanas, y se sintió tan embrujada como en el momento de su llegada a la monumental Palanthas—. Después de ver esa... esa oscura mácula, su magnificencia destaca en mi mente con nuevo vigor. No sé si me comprendes...

Quedaba patente por la atónita expresión de su rostro; que el dignatario no comprendía ni una palabra. Laurana suspiró, si bien no pudo reprimir una mirada de soslayo a aquellos cortinajes que ejercían sobre ella una extraña fascinación.

—¿Cómo llegó a convertirse en una Torre maldita? —preguntó en lugar de explicarse.

—Fue durante... pero aquí viene alguien que te contará esa historia mucho mejor que yo —se interrumpió Amothus, al comprobar aliviado que la puerta se abría—. Si he de serte franco, no es un relato que me entusiasme repetir.

—Astinus, de la biblioteca de Palanthas —anunció el heraldo, aunque era evidente que Amothus ya sabía de quién se trataba.

Con gran perplejidad por parte de Laurana todos los presentes se levantaron en actitud respetuosa, incluso los grandes generales y nobles. «¿Tanta ceremonia por un bibliotecario?», se preguntó incrédula la joven. Más aún fue mayor su asombro cuando el Señor de Palanthas y todos sus caballeros se inclinaron en una profunda reverencia al entrar el cronista. También ella bajó la cabeza por pura cortesía, pues como miembro de la familia real de Qualinesti no debía saludar con tal sumisión a ningún habitante de Krynn salvo a su padre, el Orador de los Soles. Sin embargo, cuando se enderezó y estudió a aquel hombre misterioso, comprendió de pronto, que lo más adecuado era recibirle con gesto humilde.

La naturalidad e indiferencia de Astinus la convencieron, sin lugar a dudas, de que no perdería su desenvoltura ni en presencia de toda la realeza de Krynn ni de todo el firmamento. Parecía un hombre de mediana edad, si bien le rodeaba un aura atemporal. Se diría que su rostro había sido cincelado en el mármol de Palanthas y, al principio, Laurana sintió aversión ante la desapasionada calidad que caracterizaba tanto sus rasgos como su andar. Mas, de pronto, advirtió que sus oscuros ojos ardían con el fuego interior de un millar de almas.

—Llegas tarde, Astinus —dijo Amothus en tono festivo, aunque respetuoso. La joven observó que el Señor de Palanthas y sus generales permanecieron de pie hasta que el historiador hubo tomado asiento, una actitud que incluso los Caballeros de Solamnia imitaron. Casi abrumada por un insólito sobrecogimiento, se hundió en su silla en tomo a la enorme mesa redonda cubierta de mapas que ocupaba el centro de la gran sala.

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