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Authors: María Dueñas

La Templanza (2 page)

BOOK: La Templanza
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Blindado ante cualquier mirada ajena, en el tránsito de una estancia a otra Mauro Larrea se fue quitando la chaqueta con furia. Se desanudó luego a tirones el corbatón, se desabotonó los gemelos y se arremangó por encima de los codos las mangas de la camisa de cambray. Cuando llegó a su destino, con los antebrazos desnudos y el cuello abierto, inspiró con fuerza e hizo por fin girar el mueble con forma de ruleta que sostenía los tacos en posición vertical.

Santa Madre de Dios, murmuró.

Nada hacía prever que elegiría el que acabó eligiendo. Poseía otros más nuevos, más sofisticados y valiosos, acumulados a lo largo de los años como muestras tangibles de su auge imparable. Más certeros para el tiro, más equilibrados. Y sin embargo, en aquella tarde que desgarró su vida y cuya luz se fue apagando mientras los criados encendían quinqués y candiles por los rincones de su gran casa, mientras las calles seguían rebosantes de pulso, y el país se mantenía obcecadamente ingobernable en contiendas que parecían no tener fin, él rechazó lo predecible. Sin ninguna lógica aparente, sin ninguna razón, eligió el taco viejo y tosco que le ataba a su pasado y se dispuso a batirse rabioso contra sus propios demonios frente a la mesa de billar.

Pasaron los minutos mientras ejecutaba tiros con eficacia implacable. Uno tras otro, tras otro, tras otro, acompañado tan sólo por el ruido de las bolas al rebotar contra las bandas y el sonido seco del choque del marfil. Controlando, calculando, decidiendo como hacía siempre. O como casi siempre. Hasta que, desde la puerta, una voz sonó a su espalda.

—Nada bueno barrunto al verte con ese taco en las manos.

Prosiguió el juego como si nada hubiera escuchado: ahora girando la muñeca para rematar un tiro certero, ahora formando con los dedos un sólido anillo por enésima vez, dejando visible en su mano izquierda dos dedos machacados en sus extremos y aquella oscura cicatriz que le subía desde el arranque del pulgar. Heridas de guerra, solía decir irónico. Las secuelas de su paso por las tripas de la tierra.

Pero sí había oído la voz de su apoderado, claro que sí. La voz bien modulada de aquel hombre alto de elegancia exquisitamente trasnochada que, tras su cráneo limpio como un canto de río, escondía un cerebro vibrante y sagaz. Elías Andrade, además de velar por sus finanzas y sus intereses, también era su amigo más cercano: el hermano mayor que nunca tuvo, la voz de su conciencia cuando la vorágine de los días convulsos le escatimaba la serenidad necesaria para discernir.

Inclinándose elástico sobre el tapete, Mauro Larrea impulsó la última bola de lleno y dio por terminada su solitaria partida. Entonces devolvió el taco a su mueble y, sin prisa, se giró hacia el recién llegado.

Se miraron frente a frente, como tantas otras veces. Para lo bueno y para lo malo, siempre había sido así. A la cara. Sin subterfugios.

—Estoy en la ruina, compadre.

Su hombre de confianza cerró los ojos con fuerza, pero no replicó. Simplemente, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. Había empezado a sudar.

A la espera de una respuesta, el minero levantó la tapa de una caja de fumar y sacó un par de tabacos. Los encendieron con un brasero de plata y el aire se llenó de humo; sólo entonces reaccionó el apoderado ante la tremebunda noticia que acababa de llegarle a los oídos.

—Adiós a Las Tres Lunas.

—Adiós a todo. Al carajo se fue todo a la vez.

Conforme a su vida entre dos mundos, a veces mantenía recias expresiones castellanas y en otras sonaba más mexicano que el Castillo de Chapultepec. Dos décadas y media habían transcurrido desde que llegara a la vieja Nueva España, convertida ya en una joven república tras un largo y doloroso proceso de independencia. Arrastraba él por entonces un tajo en el corazón, dos responsabilidades irrenunciables y la necesidad imperiosa de sobrevivir. Nada hacía prever que su camino se cruzara con el de Elías Andrade, último eslabón de una añeja saga criolla tan noble como empobrecida desde el ocaso de la colonia. Pero, como en tantas otras cosas en las que intervienen los vientos del azar, los dos hombres acabaron por coincidir en la infame cantina de un campamento minero en Real de Catorce, cuando los negocios de Larrea —una docena de años más joven— comenzaban a tomar vuelo y los sueños de Andrade —otros tantos más viejo— habían caído ya hasta lo más hondo. Y pese a los mil altibajos que ambos sortearon, pese a los descalabros y los triunfos y las alegrías y los sinsabores que la fortuna acabó poniéndoles por delante, nunca volvieron a separarse.

—¿Te la jugó el gringo?

—Peor. Está muerto.

La ceja alzada de Andrade enmarcó un signo de interrogación.

—Lo liquidaron los sudistas en la batalla de Manassas. Su mujer y su hermana vinieron desde Filadelfia para comunicármelo. Ésa fue su última voluntad.

—¿Y la maquinaria?

—La requisaron antes sus propios socios para las minas de carbón del valle de Lackawanna.

—La habíamos pagado entera... —musitó estupefacto.

—Hasta el último tornillo, no tuvimos otra opción. Pero ni una sola pieza llegó a embarcar.

El apoderado se acercó a un balcón sin mediar palabra y abrió las hojas de par en par, tal vez con el iluso deseo de que un soplo de aire espantara lo que acababa de oír. De la calle, sin embargo, sólo subieron las voces y los ruidos de siempre: el ajetreo imparable de la que hasta pocos lustros antes fuera la mayor metrópoli de las Américas. La más rica, la más poderosa, la vieja Tenochtitlán.

—Te avisé —masculló con la mirada abstraída en el tumulto callejero, sin girarse.

La única reacción de Mauro Larrea fue una intensa calada a su habano.

—Te dije que volver a explotar esa mina era algo demasiado temerario: que no optaras por esa concesión diabólica, que no invirtieras tal barbaridad de dinero en máquinas extranjeras, que buscaras accionistas para compartir el riesgo… Que te quitaras ese maldito disparate de la cabeza.

Sonó un cohetón cerca de la catedral, se oyó la gresca entre dos cocheros y el relincho de una bestia. Él expulsó el humo, sin replicar.

—Cien veces te reiteré que no había ninguna necesidad de apostar tan fuerte —insistió Andrade en un tono cada vez más áspero—. Y aun así, contra mi consejo y contra el más elemental sentido común, te empeñaste en arriesgar hasta las pestañas. Hipotecaste la hacienda de Tacubaya, vendiste las del partido de Coyoacán, los ranchos de San Antonio Coapa, los almacenes de la calle Sepulcro, las huertas de Chapingo, los corrales junto a la iglesia de Santa Catarina Mártir.

Recitó el inventario de propiedades como si escupiera bilis, después llegó el turno al resto.

—Te desprendiste además de todas tus acciones, de los bonos contra la deuda pública, de los títulos de crédito y de participación. Y no contento con arriesgar todo lo tuyo, te endeudaste además hasta las cejas. Y ahora no sé cómo piensas que hagamos frente a lo que se nos viene encima.

Por fin él le interrumpió.

—Aún nos queda algo.

Abrió las manos como si quisiera abarcar la estancia en la que estaban. Y mediante ese gesto, por extensión, atravesó muros y techos, patios, escaleras y tejados.

—¡Ni se te ocurra! —bramó Andrade envolviéndose el cráneo con los diez dedos de las dos manos.

—Necesitamos capital para pagar las deudas más perentorias primero, y para empezar a moverme después.

Si hubiera visto un espectro, la cara del apoderado no habría mostrado más pavor.

—Moverte ¿hacia dónde?

—Aún no lo sé, pero lo único claro es que tengo que irme. No me queda otra, hermano. Acá estoy quemado; no habrá manera de reemprender nada.

—Espera —insistió Andrade intentando imbuirle serenidad—. Espera, por lo que más quieras. Antes tenemos que valorarlo todo, quizá podamos disimular un tiempo mientras voy apagando fuegos y negociando con acreedores.

—Sabes igual que yo que así no vamos a llegar a ningún sitio. Que, al final de tus cuentas y tus balances, no vas a encontrar más que desolación.

—Ten sosiego, Mauro; témplate. No te anticipes y, sobre todo, no comprometas esta casa. Es lo último que te queda intacto y lo único que quizá pueda servirte para que todo parezca lo que no es.

La imponente mansión colonial de la calle de San Felipe Neri, a eso se refería. El viejo palacio barroco comprado a los descendientes del conde de Regla, el que fuera el mayor minero del virreinato: la propiedad que le posicionaba socialmente en las coordenadas más deseables de la traza urbana. Aquello era lo único que no puso en juego a fin de conseguir la monstruosa cantidad de dinero contante que necesitaba para revivir la mina Las Tres Lunas; lo único que quedaba intacto del patrimonio que levantó con los años. Más allá de su mero valor material, los dos sabían lo mucho que aquella residencia significaba: un punto de apoyo sobre el que mantener —aun precariamente apuntalada— su respetabilidad pública. Retenerla le libraba del escarnio y la humillación. Perderla implicaba convertirlo a ojos de toda la capital en un fracaso.

Entre los dos hombres volvió a expandirse una quietud espesa. Los amigos antaño tocados por la suerte, triunfadores, admirados, respetados y atractivos, se miraban ahora como dos náufragos en mitad de una tormenta, arrojados sin aviso a las aguas heladas por un traicionero golpe de mar.

—Fuiste un pinche insensato —reiteró al cabo Andrade, como si repitiendo una y otra vez sus pensamientos fuera a conseguir atenuar lo tremendo del impacto.

—De lo mismo me acusaste cuando te conté cómo empecé con La Elvira. Y cuando me metí en La Santa Clara. Y cuando La Abundancia y La Prosperidad. Y en todas esas minas acabé dando bonanza y saqué plata por toneladas.

—¡Pero entonces no alcanzabas treinta años, eras un puro salvaje perdido en el fin del mundo y podías arriesgarte, pedazo de loco! Ahora que te faltan tres credos para los cincuenta, ¿crees que vas a ser capaz de empezar desde abajo otra vez?

El minero dejó que su apoderado se desahogara a gritos.

—¡Te han propuesto entrar en consorcios y alianzas con las mayores empresas del país! ¡Te han tentado los liberales y los conservadores, podrías ser ministro con cualquiera de ellos en cuanto mostraras el más mínimo interés! No hay salón que no quiera contar contigo como invitado y has sentado a tu mesa a lo más granado de la nación. Y ahora lo mandas todo al carajo por tu testarudez. ¡Tienes una reputación a punto de saltar por los aires, un hijo que sin tu dinero no es más que un desatino y una hija con una posición a la que estás a punto de deshonrar!

Cuando acabó de soltar sapos por la boca, retorció el habano a medio fumar en un cenicero de cristal de roca y se dirigió a la puerta. La silueta de Santos Huesos, el criado indígena, se perfilaba en ese momento bajo el dintel: en una bandeja llevaba dos vasos tallados, un botellón de aguardiente catalán y otro de whisky de contrabando de la Luisiana.

Ni siquiera le dejó depositarla sobre la mesa. Frenándole el paso, Andrade se sirvió un trago con brusquedad. Se lo bebió de un golpe y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Déjame que repase esta noche las cuentas, a ver si podemos salvar algo. Pero de deshacerte de la casa, por lo que más quieras, olvídate. Es lo único que te queda si esperas que alguien vuelva a confiar en ti. Tu coartada. Tu escudo protector.

Mauro Larrea fingió que le escuchaba, incluso asintió con la mandíbula pero, para entonces, su mente ya avanzaba en otra dirección radicalmente distinta.

Sabía que tenía que empezar de nuevo.

Y para ello necesitaba un capital sonante y poder pensar.

2

      

No encontró sitio en el estómago para cenar después de que Andrade se marchara lanzando maldiciones entre los arcos de la espléndida galería. A cambio, optó por darse un baño, para reflexionar sin la voz de su apoderado lanzándole cuchilladas a la conciencia.

Sumergido en la bañera, Mariana fue la primera imagen que acudió a su mente. Ella sería la única en saber de su boca lo acontecido, como siempre. A pesar de llevar ya vidas separadas, el trato entre ambos era constante. Se seguían viendo prácticamente a diario, raro era que no dieran juntos un paseo por Bucareli o que ella no pasara en algún momento por su antiguo domicilio. Y para el servicio, y más en su nuevo estado, cada vez que cruzaba el zaguán era una fiesta, y le decían lo hermosa que lucía, y le insistían en que se quedara otro ratito, y le sacaban merengues y pan de huevo y dulces de azúcar candí.

Otra cosa iba a ser Nicolás, el peor de sus tormentos. Por suerte para todos, la hecatombe iba a agarrarlo en Europa. En Francia, en las minas de carbón del Pas-de-Calais, a donde le había mandado bajo el ala de un viejo amigo a fin de apartarlo de México temporalmente. Extraña mezcla de sangres, ángel y demonio, ingenioso e irreflexivo, impetuoso, impredecible en todos sus actos. Su propia buena estrella y la sombra protectora de su padre le habían acompañado siempre, hasta que comenzó a sacar los pies del tiesto más de la cuenta. A los diecinueve fue una pasión arrebatada por la esposa de un diputado de la República. Meses después, una monumental francachela en la que acabaron hundiendo el piso de un salón. Para cuando su hijo cumplió los veinte, Mauro Larrea había perdido la cuenta de los desmanes de los que había tenido que arrancarlo. Por fortuna, no obstante, ya tenía convenido un matrimonio prometedor con la hija de los Gorostiza. Y para que acabara de formarse a fin de entrar en los negocios paternos y evitar de paso que siguiera cometiendo tropelías antes del casamiento, consiguió convencerle para pasar un año al otro lado del mar. A partir de entonces, sin embargo, todo sería distinto, y por ello habría que sopesar con suma cautela cada movimiento. En el escalafón de las máximas preocupaciones de Mauro Larrea ante su inminente hundimiento, el puesto de honor lo ocupaba sin duda alguna Nicolás.

Cerró los ojos e intentó vaciar el cerebro de trabas al menos momentáneamente. Abstraerse del gringo muerto, de la maquinaria que ya nunca llegaría a su destino, del monumental fracaso de la más ambiciosa de sus empresas, del futuro de su hijo y del abismo que se abría ante sus propios pies. Lo que ahora necesitaba perentoriamente era moverse, avanzar. Y puestas sus opciones del derecho y del revés, sabía que sólo había una salida segura. Piénsalo bien, cabrón, se dijo. No tienes más opciones por mucho que te pese, le replicó su segunda voz. Nada puedes hacer dentro de la capital sin que se sepa. Salir de ella es la única solución. Así que decídete de una maldita vez.

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