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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (4 page)

BOOK: La tierra silenciada
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Ese día no.

Las luces estaban encendidas, pero todas las mesas permanecían vacías. Un cartel a la entrada del comedor indicaba a los huéspedes que esperasen a que el maître los acompañase a la mesa, pero no había ningún maître, ni camareros. El restaurante estaba plenamente preparado para servir el almuerzo: manteles y servilletas de hilo bien planchados, sólidas copas de cristal, cubiertos de plata, todo presentado impecablemente. El hilo musical ofrecía una suave melodía.

Jake se plantó en jarras. Miró al frente y atrás y luego se encaminó hacia la cocina. Cruzó las puertas de vaivén, seguido por Zoe.

No había personal en la cocina. Sobre las encimeras limpias de acero inoxidable, vieron verduras recién troceadas y carne roja cortada, como si todo estuviera ya listo para preparar el almuerzo. En el extremo opuesto de la cocina, un lavavajillas de acero inoxidable de tamaño industrial contenía los platos sucios del desayuno. Jake abrió la puerta de una enorme cámara frigorífica y lo azotó una ráfaga de aire frío. Después de echar un vistazo al interior, cerró la puerta.

Zoe le tocó el antebrazo.

—¿Crees que deberíamos marcharnos?

—¿Marcharnos?

—Irnos del hotel.

—¿Por qué vamos a irnos?

—Te diré lo que pienso: este hotel se encuentra al pie de la ladera donde se ha producido el alud, justo en plena trayectoria de la nieve. Después del alud de esta mañana, lo han evacuado. Mira alrededor: lo han abandonado en cinco minutos como mucho. Sospecho que aquí corremos peligro. Creo que lo mejor es que nos vayamos.

Jake parpadeó.

—Dios santo. Tienes razón. Vamos a buscar las chaquetas. Iremos al pueblo a pie.

—Y recemos para que no se nos venga todo encima justo ahora.

—Tú puedes rezar si quieres. Yo prefiero preocuparme.

—Calla ya.

Se marcharon, pues, del hotel y se acercaron a pie al pueblo de Saint-Bernard. Normalmente había un servicio de lanzadera: un minibús que salía cada media hora y cubría la distancia en seis o siete minutos. A pie se tardaba unos treinta.

La carretera estaba en silencio. Seguía nevando. La luz había cambiado y en el suelo la nieve presentaba una misteriosa coloración gris azulada. Casi toda huella de pisada o de rueda había quedado cubierta por la nieve reciente, blanda y ligera.

La tarde anterior habían ido a pie al pueblo desde el hotel. Había sido un paseo memorable. Píceas y abetos flanqueaban el camino nevado, exhalando un aroma a savia, y lo iluminaba el tenue resplandor anaranjado de elegantes farolas de hierro forjado, dispuestas a intervalos de cien metros. En el trayecto los había adelantado un trineo tirado por un enorme caballo negro en el que viajaba una pareja de turistas felices pero retraídos. Los flancos del gran caballo despedían vaho y de sus ollares se elevaban columnas de vapor mientras trotaba por la espesa nieve. La pareja del trineo los había saludado con la mano tímidamente.

Pero ese día el camino ofrecía un aspecto peligroso. Caminaron con paso enérgico, sin hablar, aguzando ambos el oído, atentos a los sonidos de la montaña. Porque se oían sonidos amenazadores: un estampido lejano, muy arriba, como la detonación de un arma; un crujido; una especie de lamento, como si la propia montaña desplazara su enorme peso; una brisa que se convirtió en un suspiro a través de la mismísima nieve. Todo podían ser premoniciones de avalancha.

No cruzaron una sola palabra, pero Zoe cogió a Jake de la mano y avivaron el paso. Los chirridos de sus botas para nieve no los reconfortaban. Incluso ese mínimo sonido parecía una afrenta a la montaña, el chillido del ratón ante el elefante. Un desafío.

—¿No sientes la presión? —preguntó Zoe—. ¿En el aire? A mí me parece sentir el peso de la nieve en la montaña.

—Son imaginaciones tuyas. Sigue andando.

—No son imaginaciones mías. Noto el aire espeso. Como si fuera a ocurrir algo.

—No va a ocurrir nada.

—¿Y entonces por qué han evacuado el hotel? ¿Eh, capullo?

—Por precaución. Sería mala suerte, ¿no crees? Sobrevivir a un alud, y que luego te sorprenda otro.

—Sí. Pero la mala suerte existe.

—No, hoy no.

—¿Vas a protegerme, Jake?

—Con uñas y dientes.

De pronto llegó de lo alto un gemido inconfundible, el sonido de la nieve deslizándose, como el ruido de grandes planchas metálicas al plegarse.

Zoe se detuvo en seco.

—¡Santo Dios!

—Tranquila. Sigamos. Solo es un corrimiento de nieve.

—¿Ah sí? Eso es precisamente lo que temo: ¡un corrimiento de nieve! Cuando hay un corrimiento de nieve, se llama alud, ¿no?

—Chist. No levantes la voz. Lo que quiero decir es que la nieve se desplaza continuamente. Por eso pasan quitanieves por las pistas, porque la nieve se desplaza y se acumula. No es señal de que vaya a desprenderse ahora mismo.

—¿Ah, no? Y tú sabes mucho de eso, ¿verdad? Eres veterinario. ¿Cómo es que ahora, así de repente, te has convertido en experto en corrimientos de nieve? No dices más que tonterías.

—Exacto, digo tonterías.

—¿Por qué? ¿Por qué dices tonterías?

Jake se detuvo y se volvió hacia ella.

—Es lo que hago cuando estoy asustado, ¿vale? Digo tonterías. Es una buena manera de hacer ver que las cosas están mejor de lo que están. Ahí tienes: ya me has descubierto. ¿Estás contenta? Ahora que han quedado a la luz mis deficiencias como ser humano, ¿podemos seguir adelante? ¿Sí o no?

Por encima de ellos volvió a gemir la nieve en la ladera de la montaña. Siguió otro ruido inexplicable, como el de unas grandes redes de pesca al lanzarlas al mar. Zoe entrelazó su brazo con el de él y entraron en el pueblo bajo el tenue resplandor anaranjado de las farolas.

No se veía a nadie por las calles. Había bastantes coches aparcados cerca del centro del pueblo, pero estaban todos cubiertos por una capa de nieve endurecida y lisa a causa de las precipitaciones del día. Reinaba un silencio espeluznante. Llegaron a otro pequeño hotel, llamado Petit la Creu. La nieve se había amontonado ante la entrada.

Al empujar la puerta para entrar, oyeron el roce del grueso burlete en el suelo. En la recepción notaron el ambiente caldeado, casi sofocante. Todas las luces permanecían encendidas, pero no había nadie en recepción. Exactamente igual que en su hotel.

—¿Crees que han evacuado todo el pueblo? —preguntó Zoe.

—¿Tienes el número de aquella chica?

—¿Qué chica?

—Aquella mema.

—¿Qué mema?

—La representante. La representante de la agencia. La que estaba en el autobús del aeropuerto. La que no paraba de sonreír. ¿No te dio una tarjeta con su número?

Zoe descorrió la cremallera de su bolso y sacó el billetero. Buscó la tarjeta de la representante entre sus tarjetas de crédito y carnets de clubes.

—No la tengo. Debes de tenerla tú.

—Yo no. Te la dio a ti —insistió Jake.

—No me la dio a mí. Yo no la tengo. Recuerdo que le brillaron los ojos cuando te la entregó. Así que debes de tenerla tú.

—¿Le brillaron los ojos?

—¡La tenías tú!

—¡Vale! ¡No te sulfures! —Jack se desabrochó la chaqueta, descorrió la cremallera de su bolsillo interior y sacó el billetero. Allí, entre las tarjetas de crédito, encontró la tarjeta de la agencia con el número de móvil de la representante.

—¿Lo ves? La tenías tú, ya te lo he dicho. Esa chica te gustó.

—Sí, me encantan las mujeres sonrientes. Por aquí no abundan.

—Dámela.

ELFINDA CARTER, REPRESENTANTE TURÍSTICA

WINTERTOURS HOLIDAYS

TEL.: 07797 551737

—Además, ¿qué nombre es ese? ¿Elfinda? —dijo ella.

—Quizá viene de «elfo».

—Elfinda, el elfo de ojos brillantes, por lo visto.

—Nos abochornaste —recordó Jake.

Cuando Elfinda, la representante, ofreció su tarjeta, pidió a la vez el número de teléfono a Jake. Era simple rutina, por si la agencia necesitaba ponerse en contacto con ellos por alguna excursión o actividad. Zoe, harta de tanto brillo de ojos, se inclinó hacia la sorprendida representante y le colocó en las manos su propia tarjeta.

—¿Os abochorné? Tendría que haberle dado una patada en aquel culo flaco.

Zoe alargó el brazo por encima del mostrador de recepción y descolgó el auricular del teléfono. El tono se oía con toda claridad. Marcó el número impreso en la tarjeta. Sonó el timbre, y Zoe cruzó las piernas mientras esperaba a que alguien respondiera.

El teléfono sonó mucho rato, hasta que por fin dejó de sonar.

—¿No hay nadie?

—Nadie. Ni elfo ni no elfo.

—Hay una comisaría en el pueblo, detrás del supermercado. Deberíamos ir. Para averiguar qué pasa.

Se marcharon del Petit la Creu y atravesaron el pueblo trabajosamente, dejando atrás la preciosa iglesia con su estilizada torre, hasta girar a la derecha por una calle secundaria hacia el supermercado y la comisaría. No se cruzaron con nadie. Tampoco había actividad en ninguno de los comercios. Algunas tiendas estaban iluminadas, otras no. El supermercado tenía todas las luces encendidas, pero no se veía a nadie a través de las vidrieras, ni clientes ni empleados.

Aparcado en el patio había un todoterreno de la policía con cadenas en los neumáticos. La comisaría en sí era un edificio de hormigón pequeño y sin pretensiones, casi oculto detrás del supermercado. Abrieron la pesada puerta de cristal y acero y luego una segunda puerta, que les dio acceso a un reducido espacio sin más mobiliario que un mostrador de melamina blanca y tres sillas de plástico moldeado.

Jake alzó la voz. Esta vez no dijo «¡Ha del castillo!».

Zoe pasó por detrás del mostrador de melamina para acercarse a una puerta cubierta de carteles y avisos. Llamó con los nudillos y, viendo que nadie contestaba, abrió. Dentro encontró un exiguo despacho provisto de un par de escritorios, ordenadores, una impresora, varios archivadores juntos, una cafetera eléctrica. La luz roja de la cafetera estaba encendida, y la jarra, medio llena, seguía caliente. Se veía una antesala con un perchero y en uno de los ganchos el abrigo de un policía.

—¡Hola!

Se quedaron sentados durante media hora ante los escritorios de la comisaría, con las manos hundidas en los bolsillos de las chaquetas, preguntándose qué hacer.

—Bien —dijo Jake—. Han evacuado todo el pueblo. ¿Por qué? Riesgo de aludes. Esa es la explicación. A veces estos aludes… los aludes grandes, no como el que nos ha sorprendido esta mañana… pueden llevarse por delante un pueblo entero de este tamaño. Hace unos años ocurrió cerca de Chamonix, y arrasó veinte chalets. Y con toda la nieve que ha caído, ahora el riesgo es mayor. Así que se ha marchado todo el mundo.

—¿Y cómo es que nos han dejado a nosotros?

—Quizá han pensado que hemos muerto en el alud de esta mañana.

—¿No tendrían que haber venido equipos de rescate?

—Y yo qué sé. Lo único que sé es que esto ha sido evacuado, y que tenemos que salir de aquí cuanto antes.

—Ya. ¿Y cómo? —preguntó Zoe.

—Ahí está… esa es la cuestión. Podemos irnos a pie. Podríamos coger unos esquís de una tienda e intentar bajar por la montaña. Pero eso no me hace mucha gracia, en vista de lo que sabemos y de lo que ha pasado esta mañana.

—A mí tampoco.

—O podemos irnos en coche. Lo que implica coger uno de los coches aparcados en el pueblo. Y conducir despacio para no desencadenar nada.

—De acuerdo. Eso haremos.

—De acuerdo.

—Vamos, pues.

—¿A qué esperamos, Zoe?

—No lo sé. Tengo miedo.

—¿Miedo? No hay nada que temer, miedica. Nada de nada. La verdad es que yo también tengo miedo. Pero da igual. Oye, tenemos que encontrar un coche con las llaves puestas.

—De acuerdo —convino Zoe—. ¿Y no podríamos…?

—No podríamos ¿qué? ¿Hacer un puente en un coche como en las películas?

—Sí.

—¿Tú sabes hacerlo? —preguntó Jake.

—Aquí el que sabe de cuestiones técnicas eres tú. Eres el hombre.

—Bueno, te diré algo gratis, esposa mía. Verás, listilla, no sé hacer el puente a un coche. Como tú bien has señalado, soy veterinario, trabajo con perros y ratones blancos y periquitos, y a lo largo de mi formación y experiencia como veterinario, por alguna razón nunca me he visto en la necesidad de hacer el puente a un coche. Para salvar el pellejo, el tuyo y el mío. Nunca hasta ahora.

—No la tomes conmigo.

—Y te diré otra cosa, también gratis. ¿Has visto cómo lo hacen en las películas? Sencillamente arrancan unos cables debajo del salpicadero, los juntan, y el coche arranca. Un mecánico me dijo que eso es una fantasmada. Ya no funciona así. Me explicó que si haces eso, lo más probable es que te electrocutes.

—Entonces no lo haremos.

—Y él era mecánico de coches. Un mecánico en toda regla.

—Pues buscaremos un coche que tenga las llaves puestas, como tú has dicho. Y nos marcharemos. Con el motor en sordina.

—Eres muy sarcástica, ¿lo sabías?

—Por eso te casaste conmigo. Te encanta.

Pero antes de marcharse de la comisaría intentaron, una vez más, telefonear a Elfinda, la risueña representante de la agencia de viajes. Al igual que en el intento anterior, el teléfono dejó de sonar antes de que contestara nadie.

Fuera nevaba aún más intensamente. Yendo de coche en coche, probaron las puertas del conductor para ver si alguna se abría. Lo intentaron con cincuenta o sesenta vehículos, y encontraron abiertas las puertas de cuatro; pero ninguno tenía las llaves puestas.

Nevaba cada vez más y se había levantado una neblina de color nacarado. Empezaban a pesarles el frío y el cansancio.

—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Jake.

—¿Qué?

—En la comisaría… había un coche patrulla. A lo mejor las llaves están en la oficina.

—¡Cómo! ¿Robar un coche de la policía? Ni por asomo.

—Pero se trata de una situación excepcional, ¿no?

Zoe juntó las cejas pero lo siguió cuesta abajo hacia la comisaría. Allí encontraron las llaves del coche de policía, colgadas de un gancho junto a la puerta.

—¿Seguro que no hay problema en… cogerlo así sin más?

—No.

El coche patrulla arrancó a la primera, despidiendo una bocanada de humo de gasoil. Tuvieron que quitar la nieve del parabrisas y desprender el hielo del cristal. Jake maniobró en el patio de la comisaría para salir a la calle. Tocó el claxon unas cuantas veces; esperaba que una mano lo agarrara del cuello de la chaqueta en cualquier momento, y si la policía al final volvía y descubría que habían robado el coche, quería poder decir que no había actuado precisamente con sigilo.

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