La travesía del Explorador del Amanecer (5 page)

BOOK: La travesía del Explorador del Amanecer
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—Bueno —dijo Pug—. ¿Dónde se habrá visto un caballero en este tipo de trabajo que trate mejor a su mercadería de lo que lo hago yo? Bien, pues yo los trato como si fueran mis propios hijos.

—Es bien probable que sea cierto —dijo el otro, fríamente.

Había llegado el momento que todos temían. Caspian fue desatado y su nuevo dueño dijo:

—Por aquí, muchacho.

Lucía se puso a llorar y Edmundo parecía sumamente confundido. Pero Caspian los miró por encima del hombro y dijo:

—Tengan valor. Estoy seguro de que al final todo resultará bien. Hasta pronto.

—Ya pues, señorita —dijo Pug—, no empieces a llorar, porque vas a echar a perder tu belleza para el mercado de mañana. Sé buena niña y no tendrás por qué llorar, ¿ves?

Luego fueron llevados en un bote hasta el barco de esclavos, y, una vez allí, los condujeron abajo, a un lugar amplio, oscuro y no demasiado limpio, donde encontraron a muchos otros desafortunados prisioneros. Pug era, sin lugar a dudas, un pirata y regresaba de un crucero por las islas, donde capturó a todos los que pudo. La mayoría de los prisioneros eran galmianos y terebintianos, por lo que los niños no encontraron a nadie conocido. Se sentaron en un montón de paja preguntándose lo que había ocurrido con Caspian, y tratando de hacer callar a Eustaquio, que reclamaba como si todos tuviesen la culpa, menos él.

Mientras tanto, Caspian vivía momentos bastante más interesantes. El hombre que lo había comprado lo condujo por un pequeño sendero entre dos casas, hasta que llegaron a un lugar abierto detrás del pueblo. Allí se volvió y lo miró.

—No debes tenerme miedo, muchacho —le dijo—, te voy a tratar bien. Te compré por tu cara, porque me recuerdas a alguien.

—¿Puedo preguntarte a quién, mi Lord? —dijo Caspian.

—Me recuerdas a mi Señor Caspian, rey de Narnia —contestó el hombre.

Entonces Caspian decidió jugarse el todo por el todo.

—Mi Lord —le dijo—. Yo soy tu Señor. Yo soy Caspian, Rey de Narnia.

—Lo dices con mucha seguridad —dijo el otro—. ¿Cómo podré saber que eso es verdad?

—Primero, por mi cara —repuso Caspian—. Segundo, porque sé, sin hacer adivinanzas, quién eres tú. Eres uno de los siete lores de Narnia a quienes mi tío Miraz envió a navegar, y a quienes yo he venido a buscar. Sus nombres son Argoz, Bern, Octesiano, Revilian, Restimar, Mavramorn y... y... Me he olvidado del otro nombre. Finalmente, si su Señoría me presta una espada, le probaré en el cuerpo de cualquier persona, en una limpia batalla, que yo soy Caspian, hijo de Caspian, legítimo Rey de Narnia, Señor de Cair Paravel y Emperador de las Islas Desiertas.

—¡Santo Cielo! —exclamó el hombre—. Es la misma voz de su padre, y su misma forma de hablar. Mi Señor, su Majestad.

Y allí, en el campo, se arrodilló y besó la mano del rey.

—Las monedas que su Señoría pagó por nuestra persona, le serán devueltas de nuestro propio tesoro —dijo Caspian.

—Esas monedas no están aún en la bolsa de Pug, Señor —dijo Lord Bern, ya que de él se trataba—, y confio en que jamás lo estarán. He solicitado a su Suficiencia, el gobernador, un centenar de veces que termine con ese vil comercio de seres humanos.

—Mi estimado Lord Bern, es necesario que hablemos sobre el estado de las islas. Pero antes quisiera conocer tu propia historia.

—Es muy corta, mi Señor —dijo Bern—. Llegué hasta este lugar tan lejano con mis seis compañeros; me enamoré de una muchacha de las islas y pensé que ya había tenido suficiente de mar. No tenía ninguna intención de regresar a Narnia mientras el tío de su Majestad llevara las riendas, así es que me casé y he vivido aquí desde entonces.

—Y ¿qué tal es ese gobernador Gumpas? ¿Reconoce aún al Rey de Narnia como su Señor?

—De palabra, sí. Todo se hace en el nombre del Rey, pero creo que no le gustará nada encontrarse con un Rey de Narnia vivo y real, que le salga al paso. Y si su Majestad se presenta ante él solo y desarmado... Bueno, seguramente él no le negaría su lealtad, pero fingiría no creerle. Y la vida de su Gracia correría peligro. ¿Qué séquito tiene su Majestad en estas aguas?

Mi barco está dando la vuelta al cabo —dijo Caspian—, y a bordo tenemos alrededor de treinta espadas por si fuera necesario pelear. ¿No deberíamos hacer entrar el barco a puerto y dejarnos caer sobre Pug, para liberar a mis amigos que tiene prisioneros?

—Yo no se lo aconsejaría —dijo Bern—, ya que si hay lucha, dos o tres barcos zarparían de Cielo Angosto para rescatar a Pug. Lo que su Majestad debe hacer es demostrar más poder del que en realidad tiene, y lograr que el nombre del rey cause terror. No será necesario llegar a franca batalla, ya que Gumpas es un cobarde y se le puede intimidar fácilmente.

Caspian y Bern continuaron con su conversación un rato más, y luego bajaron a la playa, un poco al norte del pueblo. Allí Caspian hizo sonar su cuerno (no se trataba del gran cuerno mágico de Narnia, el cuerno de la reina Susana; lo dejó en casa para que Trumpkin, su regente, lo utilizara si lo necesitaba ante un ataque al reino, durante la ausencia del Rey).

Drinian, que estaba vigilando en espera de alguna señal, reconoció de inmediato el sonido del cuerno real y el
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comenzó a tomar rumbos a la playa. Luego el barco dejó la costa otra vez y, pocos minutos después, Caspian y Lord Bern estaban en cubierta y explicaban la situación a Drinian. Este, al igual que Caspian, quería poner la quilla del
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contra el barco de esclavos y abordarlo. Bern se opuso nuevamente:

—Navega derecho por este canal, Capitán, y luego da vuelta hacia Avra, donde están mis dominios. Pero antes, iza la bandera real, saca a relucir los escudos y envía tantos hombres como puedas a la cofa de combate, y, a unos cinco tiros de ballesta de aquí, cuando a proa tengas mar abierto a babor, haz rápido unas cuantas señales.

—¿Señales? ¿A quién? —preguntó Drinian.

—¡Vaya! A todos los barcos que no tenemos, pero que sería bueno que el señor Gumpas creyese que tenemos.

—¡Ah!, ya veo —dijo Drinian, frotándose las manos—, y ellos descifrarán nuestras señales. ¿Qué es lo que debo decir?
¿Una flota completa rodea el sur de Avra y se congregará en...?

—En la finca de Bern —dijo Lord Bern—. Eso nos viene muy bien. Si es que hubiesen más barcos no podrían ser avistados desde Cielo Angosto durante toda su travesía.

Caspian se compadecía de sus amigos que languidecían en la bodega del barco de esclavos de Pug; pero no pudo dejar de encontrar muy agradable el resto de aquel día. Ya tarde (pues tuvieron que hacer todo el trayecto a remo), habiendo virado a estribor para bordear el extremo noreste de Doorn, y girando nuevamente a babor, alrededor de la puntilla de Avra, entraron por fin a un buen puerto en la costa sur de Avra, donde las acogedoras tierras de Bern bajaban hasta la orilla del mar.

La gente de Bern, a muchos de los cuales se podía ver trabajando en los campos, eran personas libres y aquel era un feudo feliz y próspero. Allí desembarcaron y, en una casa baja, sostenida por pilares y con vista a la bahía, fueron magníficamente agasajados. Bern, junto a su amable esposa y sus alegres hijas, los hizo comer como reyes. Pero cuando ya estuvo oscuro, Bern envió un mensajero que cruzó en bote a Doorn con el fin de hacer algunos arreglos para el día siguiente (no dijo de qué se trataba exactamente).

Lo que Caspian hizo en ese lugar

A la mañana siguiente, muy temprano, Lord Bern despertó a sus invitados y, después del desayuno, pidió a Caspian que hiciera formar a todos sus hombres con su armadura completa.

—Y lo más importante —añadió— es que todo esté tan ordenado y limpio como si ésta fuese la mañana de la primera batalla en una gran guerra entre nobles reyes, y el mundo entero estuviera observando.

Así se hizo; luego, Caspian con su gente y Bern con algunos de los suyos, en tres viajes del bote zarparon rumbo a Cielo Angosto. La bandera del Rey flameaba en la popa de su bote y lo acompañaba su trompeta.

Al llegar al muelle en Cielo Angosto, Caspian vio a una muchedumbre inmensa que se había reunido para recibirlos.

—Este es el mensaje que envié anoche —dijo Bern—. Todos son amigos míos y gente honesta.

Y tan pronto como Caspian pisó tierra, la multitud rompió en alegres vítores y gritos: “Narnia, Narnia” y “Viva el rey”. Al mismo tiempo, y también gracias a los mensajeros de Bern, comenzaron a repicar las campanas en diversos lugares del pueblo. Caspian ordenó que avanzara su estandarte y que se hiciera sonar su trompeta. Todos los hombres desenvainaron sus espadas y, adoptando un aire de alegre severidad, marcharon calle arriba, haciéndola temblar. Y sus armaduras relucían de tal manera (aquella era una mañana asoleada) que apenas se podía mirarlas mucho rato. Al principio, los únicos que avivaban eran aquellos que habían sido advertidos por los mensajeros de Bern, que sabían lo que estaba ocurriendo y que querían que eso ocurriese. Pero pronto todos los niños se les unieron, porque les encantaban los desfiles y habían visto muy pocos.

Luego se les unieron los colegiales, a los que también les gustaban los desfiles, y pensaban que mientras más ruido y desorden hubiera, menos posibilidades había de que tuvieran clases esa mañana. Y todas las ancianas asomaron la cabeza por puertas y ventanas, y empezaron a charlar y a vitorear, pues se trataba de un rey... Y ¿qué es un gobernador comparado con un rey? Luego se les unieron todas las muchachas jóvenes por la misma razón, y también porque Caspian, Drinian y todos los demás eran muy buenos mozos. Y también los jóvenes se acercaron a ver qué era lo que miraban las muchachas. Así, cuando Caspian llegó a las puertas del castillo, casi todo el pueblo estaba gritando, y Gumpas podía oír el ruido desde el lugar donde se encontraba sentado dentro del castillo, enredándose y perdiendo el tiempo con cuentas y formularios, reglas y reglamentos.

Frente a las puertas del castillo, el trompeta de Caspian dejó oír un toque y gritó:

—¡Abran al Rey de Narnia, que ha venido a visitar a su fiel y bienamado servidor, el gobernador de las Islas Desiertas!

En aquellos días, en la isla todo se hacía en forma descuidada y floja. Sólo se abrió un pequeño postigo y salió un hombre despeinado, que llevaba un sombrero viejo y sucio en lugar de casco, y una lanza oxidada y vieja en sus manos. Parpadeó al ver a los deslumbrantes personajes que tenía ante sí, con ojos entreabiertos.

—No pue... ver... fiencia —masculló (era su modo de decir “No pueden ver a su Suficiencia”)—. No entrevistas sin citas, cepto tre nueve y diez p.m. segundo sábado del mes.

—¡Descúbrete ante el Rey de Narnia, perro! —vociferó Lord Bern y le dio un golpe seco con su guantelete, haciendo volar su sombrero.

—¿Qués esto? —comenzó el portero, pero nadie le hizo caso.

Dos de los hombres de Caspian saltaron por el postigo y, después de forcejear un momento con barras y cerrojos (ya que todo estaba oxidado), abrieron de par en par las dos hojas de la puerta. Entonces el Rey y su séquito entraron a grandes pasos en el patio. Allí encontraron a muchos de los guardias del gobernador sentados haraganeando, y de los portales salieron varios más tambaleándose (la mayoría de ellos iba limpiándose la boca). A pesar de que sus armaduras estaban en condiciones vergonzosas, eran tipos que habrían peleado si se les hubiera empujado o si hubieran sabido lo que pasaba; era el momento peligroso. Caspian no les dio tiempo para pensar.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó.

—Soy yo, más o menos, si entiendes lo que quiero decir —dijo lánguidamente un joven muy acicalado que no llevaba armadura alguna.

—Es nuestro deseo —dijo Caspian—, que nuestra visita real a nuestro reino de las Islas Desiertas sea, en lo posible, una ocasión de alegría y no de terror para nuestros leales súbditos. Si no fuese por esta razón, tendría algunas críticas que hacer sobre el estado de la armadura y las armas de sus soldados, pero en este caso, lo perdonaré. Ordena que abran un tonel de vino para que tus hombres lo beban a nuestra salud. Pero mañana al mediodía quiero verlos reunidos aquí, en este patio, luciendo como hombres de armas, y no como vagabundos. Preocúpate de que así sea, bajo pena de causarnos un gran disgusto.

El capitán se quedó boquiabierto, pero inmediatamente Bern gritó: “Tres vivas por el Rey” y fue secundado por los soldados, que habían comprendido perfectamente lo del tonel de vino, aunque no entendieron nada más. Luego Caspian ordenó a la mayoría de sus propios hombres que permanecieran en el patio, y él, junto a Bern, Drinian y otros cuatro, entró en la sala.

Al otro lado de la habitación, sentado tras una mesa y rodeado de varios secretarios, se encontraba su Suficiencia, el gobernador de las Islas Desiertas. Gumpas tenía la apariencia de un hombre malhumorado, y su cabello, que antes fue rojo, estaba casi totalmente gris. Al entrar los desconocidos, les echó un vistazo y luego volvió a sus papeles diciendo de manera automática:

—No hay entrevistas sin haber pedido cita, excepto los sábados entre las nueve y diez p.m.

Caspian hizo una seña con la cabeza a Bern y se quedó a un lado. Bern y Drinian avanzaron un paso y cada uno tomó un extremo de la mesa, la levantaron y la lanzaron a un rincón de la sala, donde se dio vuelta desparramando una cascada de cartas, expedientes, tinteros, lápices, lacre y documentos. Después, sin rudeza pero con tal firmeza que sus manos parecían tenazas de acero, sacaron de un tirón a Gumpas de su silla, y lo depositaron al frente, a poco más de un metro de distancia. En el acto Caspian se sentó en el sillón y puso sobre sus rodillas la espada desenvainada.

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