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Authors: Lauren Weisberger

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La última noche en Los Ángeles (3 page)

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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La chica de la barra no estaba dispuesta a darse por vencida.

—¡Vamos, que alguien se anime! En la calle está diluviando y a todos nos apetece oír un poco de música. Seré buena y os daré jarras de cerveza gratis si alguien se anima a tocar algo unos minutos…

—Yo tocaré un poco.

Brooke siguió la voz y vio a un tipo de aspecto desaliñado, sentado solo a la barra. Vestía vaqueros y camiseta blanca de algodón, y llevaba puesto un gorro de lana, aunque era verano. Hasta ese momento no se había fijado en él, pero pensó que podría ser razonablemente guapo (quizá) si se duchaba, se afeitaba y perdía de vista ese gorro.

—¡Claro que sí, adelante! —La chica del bar hizo un gesto hacia el piano con ambos brazos—. ¿Cómo te llamas?

—Julian.

—Bueno, Julian, es todo tuyo.

La chica volvió a su puesto detrás de la barra, mientras Julian se sentaba en el taburete del piano. Tocó unas cuantas notas, jugando con el tiempo y el ritmo, y al poco tiempo el público perdió el interés por la actuación y reanudó sus conversaciones. Incluso cuando tocó tranquilamente un tema completo (una especie de balada que Brooke no reconoció), la música no pasó de ser un sonido de fondo. Pero diez minutos después, esbozó los compases iniciales del
Aleluya
de Leonard Cohen y empezó a cantar la letra con una voz asombrosamente clara y potente. La sala entera guardó silencio.

Brooke conocía la canción y le encantaba, porque había estado obsesionada con Leonard Cohen durante un breve período de tiempo, pero el estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo era completamente nuevo. Miró a su alrededor. ¿Sentirían lo mismo los demás? Las manos de Julian recorrían sin esfuerzo el teclado, mientras su voz imbuía cada palabra de un sentimiento intenso. Sólo cuando murmuró el último y prolongado «aleluya», el público reaccionó, y lo hizo con aplausos, gritos y silbidos de entusiasmo, y con toda la sala en pie. Julian pareció aturdido y avergonzado, y después de saludar con una inclinación casi imperceptible de la cabeza, volvió a su banco junto a la barra.

—¡Ostras, es buenísimo! —comentó una chica muy joven a su amigo, en la mesa que había detrás de la de Brooke, con los ojos fijos en el pianista.

—¡Otra! ¡Otra! —gritó una atractiva señora, apretando la mano de su marido. El hombre asintió y se hizo eco del pedido de su mujer. Al cabo de pocos segundos, el volumen de la ovación se había duplicado y la sala entera pedía un bis.

La chica que atendía la barra agarró a Julian de la mano y lo arrastró de vuelta hasta el micrófono.

—Increíble, ¿no os parece? —exclamó, visiblemente orgullosa de su descubrimiento—. ¿Intentamos convencer a Julian para que nos cante otra?

Brooke se volvió hacia Nola, con un entusiasmo que no sentía desde hacía siglos.

—¿Crees que querrá tocar algo más? ¿Te puedes creer que un tipo cualquiera, sentado en un bar cualquiera, en una noche de domingo como cualquier otra (¡un tipo que ha venido a escuchar la actuación de otros!), sea capaz de cantar así?

Nola le sonrió y se le acercó, para hacerse oír por encima del ruido de la gente.

—Es cierto que tiene talento. ¡Qué pena que tenga esa pinta!

Brooke se sintió como si la hubieran insultado.

—¿Qué pinta? Me encanta ese aspecto desaliñado que tiene. ¡Y con esa voz, estoy segura de que algún día será una estrella!

—¡Imposible! Tiene talento, pero hay un millón de tipos que saben desenvolverse mejor que él y están mucho más buenos.

—Es guapo —dijo Brooke, con cierta indignación.

—No está mal para cantar en un bar del East Village. Pero no es guapo como para ser una estrella de rock internacional.

Antes de que Brooke pudiera salir en su defensa, Julian volvió al piano y se puso a tocar. Esta vez fue una versión de
Let's get it on
, y también consiguió, de alguna manera, sonar todavía mejor que Marvin Gaye, con una voz más profunda y sensual, una cadencia ligeramente más lenta y una expresión de intensa concentración en la cara. Brooke estaba tan inmersa en la experiencia que casi no notó que sus amigos habían reanudado la charla, mientras la prometida jarra de cerveza gratis circulaba por la mesa. Se sirvieron, bebieron y se sirvieron un poco más, pero Brooke no podía dejar de mirar al desastrado pianista. Cuando veinte minutos después Julian salió del bar, inclinando la cabeza ante su agradecido público y ofreciéndole la levísima sombra de una sonrisa, Brooke consideró seriamente la posibilidad de seguirlo. Nunca había hecho nada parecido, pero en ese momento no le pareció una mala idea.

—¿Os parece que vaya y le diga algo? —preguntó a los que estaban en su mesa, con suficiente insistencia para interrumpir la conversación.

—¿A quién? —preguntó Nola.

—¡A Julian!

Era exasperante. ¿Nadie había notado que acababa de irse y que pronto se perdería para siempre?

—¿El del piano? —preguntó Benny.

Nola puso los ojos en blanco y bebió un sorbo de cerveza.

—¿Qué piensas hacer? ¿Perseguirlo y decirle que no te importa que sea un vagabundo sin techo, siempre que acepte hacerte el amor encima del piano?

Benny empezó a cantar:

—Ésta es la historia de un sáb… eh… de un domingo de no importa qué mes, y de un hombre sentado al piano, de no importa qué viejo café…

—Toma el vaso y le tiemblan las manos, apestando entre humo y sudor, y se agarra a su tabla de náufrago… y también a mi amiga Brooke —terminó Nola entre risas, mientras brindaba entrechocando los vasos con los demás.

—Sois muy graciosos —dijo Brooke, poniéndose en pie.

—¡Ni lo sueñes! ¡No se te ocurra seguirlo! ¡Benny, ve con ella! ¡El del piano puede ser un asesino en serie! —exclamó Nola.

—No voy a seguirlo —replicó Brooke.

Pero se abrió paso hasta la barra y, después de clavarse las uñas en las palmas de las manos y de cambiar cinco veces de idea, reunió coraje y le preguntó a la chica de la barra si sabía algo más acerca del pianista misterioso.

La chica le respondió sin levantar la cabeza, mientras preparaba una remesa de mojitos:

—Lo he visto antes por aquí, por lo general cuando toca algún grupo de blues o rock clásico, pero nunca habla con nadie. Siempre va solo, si es eso lo que te interesa…

—No, no, yo… No, no eso… Es sólo curiosidad —tartamudeó Brooke, sintiéndose estúpida.

Ya volvía a la mesa, cuando la chica de la barra la llamó:

—Me dijo que toca todos los martes en un local del Upper East Side, un sitio llamado Trick's, o Rick's, o algo parecido. Espero que te sirva de algo.

Brooke podía contar con los dedos de una mano las veces que había ido a ver actuaciones en vivo. Nunca había rastreado ni seguido a un extraño, y exceptuando los diez o quince minutos que podían pasar mientras esperaba a alguien, nunca había estado sola en un bar. Pero nada de eso le impidió hacer media docena de llamadas telefónicas para localizar el sitio, ni meterse en el metro un bochornoso martes de julio por la noche, después de tres semanas intentando reunir coraje, para plantarse delante del bar llamado Nick's.

En cuanto se sentó en una de las últimas sillas libres que quedaban en un rincón del fondo, supo que había merecido la pena. El bar era uno más entre cientos de locales parecidos a lo largo de la Segunda Avenida, pero el público era asombrosamente variado. En lugar de la clientela habitual de recién licenciados que disfrutaban bebiendo una cerveza antes de aflojarse el nudo de las corbatas nuevas Brooks Brothers, el público de esa noche parecía una mezcla algo extraña de estudiantes de la Universidad de Nueva York, parejas de treintañeros que bebían martinis cogidos de la mano y hordas de modernos con zapatillas Converse, en concentraciones que no era corriente ver fuera del East Village o de Brooklyn. Muy pronto, el Nick's se llenó por encima de su aforo, con todas las sillas ocupadas y otras cincuenta o sesenta personas más, de pie detrás de las mesas; todos estaban allí por una sola y única razón. Fue una sorpresa para Brooke descubrir que lo que había sentido un mes antes, al oír tocar a Julian en el Rue B, no le había pasado solamente a ella. Muchísima gente lo conocía y estaba dispuesta a atravesar la ciudad sólo para verlo actuar.

En cuanto Julian se sentó al piano y empezó a hacer comprobaciones para asegurarse de que el sonido funcionaba bien, el público vibró de expectación. Cuando empezó a tocar, la sala pareció acomodarse a su ritmo, mientras parte del público se balanceaba ligeramente, algunos con los ojos cerrados y todos inclinados hacia el escenario. Brooke, que hasta ese momento no había sabido lo que significaba perderse en la música, sintió que todo su cuerpo se relajaba. Ya fuera por el vino tinto, por la sensualidad de la música o por la sensación extraña de encontrarse inmersa en una masa de desconocidos, se volvió adicta a aquellas actuaciones.

Fue al Nick's todos los martes durante el resto del verano. Nunca invitaba a nadie para que fuera con ella, y cuando sus compañeras de piso insistieron en averiguar adónde iba todas las semanas, se inventó una historia muy verosímil acerca de un club de lectura con amigos del colegio. Con sólo mirarlo y escuchar su música, empezó a sentir que lo conocía. Hasta ese momento, la música había sido algo secundario, una simple distracción mientras corría en el gimnasio, una manera de divertirse en una fiesta o una forma de matar el tiempo cuando conducía. Pero aquello… ¡aquello era increíble! Sin necesidad de intercambiar una sola palabra, la música de Julian podía afectar su estado de ánimo, hacerla cambiar de forma de pensar y despertar en ella sensaciones completamente ajenas a su rutina diaria.

Hasta que empezó a pasar esas veladas sola en el Nick's, todas sus semanas habían sido iguales: primero, trabajar, y después, muy de vez en cuando, salir a tomar una copa con el mismo grupo de amigos de la universidad y las mismas entrometidas compañeras de piso. No le parecía mal, pero a veces le resultaba agobiante. En cambio, Julian era sólo suyo, y el hecho de que no hubiera entre ellos ni un intercambio de miradas no la molestaba en absoluto. Le bastaba con verlo. Después de cada actuación, Julian daba una vuelta por las mesas (un poco a disgusto, le parecía a ella), estrechando manos y aceptando con modestia los elogios que todos le prodigaban; pero Brooke no pensó ni una vez en acercársele.

Habían pasado dos semanas desde el 11 de septiembre de 2001, cuando Nola la convenció para que aceptara una cita a ciegas con un tipo que había conocido en un acto relacionado con el trabajo. Todos sus amigos se habían marchado de Nueva York para ver a la familia o recuperar antiguas relaciones, y la ciudad seguía paralizada por un humo acre y un dolor abrumador. Nola había buscado refugio en un amigo nuevo y pasaba casi todas las noches en su piso, y Brooke estaba nerviosa y se sentía sola.

—¿Una cita a ciegas? ¿Lo dices en serio? —preguntó, sin apenas levantar la vista de la pantalla del ordenador.

—El chico es una monada —dijo Nola después, mientras las dos veían
Saturday Night Live
, sentadas en el sofá—. Seguro que no es tu futuro marido, pero es superencantador, es bastante guapo y te llevará a algún sitio agradable. Y si dejas de ser una frígida estrecha, igual hasta se lía contigo.

—¡Nola!

—Es sólo una idea. No te iría mal, ¿sabes? Y ya que ha salido el tema, tampoco te vas a morir si te duchas y te arreglas las uñas.

Brooke se miró las manos y, por primera vez, notó que tenía las uñas mordidas y las cutículas despellejadas. Era cierto que estaban horribles.

—¿Quién es? ¿Uno de tus descartes? —preguntó.

Nola resopló.

—¡He acertado! Tuviste un lío con él y ahora me lo quieres pasar. Eso es muy ruin, Nol, y hasta me parece asombroso. ¡Ni siquiera tú sueles ser tan mala!

—Ahórrate el discurso —replicó Nola, mientras levantaba la vista al cielo—. Lo conocí hace un par de semanas en un acto benéfico al que tuve que asistir por el trabajo. Él había ido con uno de mis colegas.

—¡Entonces es cierto que te liaste con él!

—¡No! Me habría liado con mi colega…

Brooke gruñó y se tapó los ojos.

—… pero ésa es otra historia. Su amigo era guapo y no tenía pareja. Creo que es estudiante de medicina. Aunque si te digo la verdad, tú no estás en condiciones de ser muy exigente al respecto. Mientras respire…

—Gracias, amiga.

—Entonces ¿irás?

Brooke volvió a coger el mando a distancia.

—Si con esto consigo que te calles ahora mismo, me lo pensaré —dijo.

Cuatro días después, Brooke se encontró sentada en la terraza de un restaurante italiano, en MacDougal Street. Tal como Nola le había prometido, Trent resultó ser una monada: bastante guapo, extremadamente educado, bien vestido y aburrido como el demonio. Su conversación era más sosa que los linguini con tomate y albahaca que había pedido para los dos, y su actitud grave le inspiraba a Brooke un deseo abrumador de hundirle el tenedor en un ojo. Sin embargo, por una razón que no pudo comprender, cuando le propuso seguir la velada en un bar cercano, ella aceptó.

—¿De verdad? —preguntó él, aparentemente igual de sorprendido que Brooke.

—Sí, ¿por qué no?

Y era cierto. ¿Por qué no? No tenía nada más que hacer esa noche, ni siquiera ver una película con Nola. Al día siguiente tendría que empezar a escribir un trabajo que debía entregar dos semanas más tarde; aparte de eso, sus planes más emocionantes eran la visita a la lavandería, el gimnasio y un turno de cuatro horas en la cafetería. ¿Para qué iba a volver corriendo a casa?

—¡Fantástico! Conozco un sitio estupendo.

Con mucha amabilidad, Trent insistió en pagar la cuenta y al final salieron.

No habían andado dos calles, cuanto Trent se cruzó delante de ella y abrió la puerta de un bar muy estridente, frecuentado por gente de la Universidad de Nueva York. Posiblemente era el último lugar del bajo Manhattan al que alguien habría invitado a una chica en una cita, a menos que pensara llevársela a la cama drogada, pero Brooke se alegró de ir a un sitio donde el ruido impedía cualquier intento de conversación coherente. Bebería una cerveza o quizá dos, escucharía buena música de los ochenta en la máquina de discos y a eso de las doce se metería en la cama, sola.

Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse, pero de inmediato reconoció la voz de Julian. Cuando finalmente pudo ver el escenario, se quedó mirando sin acabar de creérselo. Ahí estaba él, con su conocida postura delante del piano, los dedos volando sobre el teclado y la boca apoyada contra el micrófono, cantando uno de sus temas propios, el que más le gustaba a Brooke: «Ella está sola en su habitación, / un silencio sepulcral en el salón. / Él cuenta las joyas de su corona; / ya no puede haber nadie que se la ponga». No habría podido decir cuánto tiempo pasó clavada en el suelo de la entrada, absorta al instante y por completo en su actuación, pero fue suficiente para que Trent hiciera un comentario al respecto.

BOOK: La última noche en Los Ángeles
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