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Authors: Jane Harris

Tags: #Intriga

La verdad de la señorita Harriet (62 page)

BOOK: La verdad de la señorita Harriet
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Siempre se ha cernido sobre mi cabeza ese ambiguo y confuso «no ha sido probado». Lamentablemente, «el veredicto escocés» no está claro, y no dice nada en uno u otro sentido. De hecho, creo que cuando un jurado escocés dictamina que no hay pruebas, lo que quiere decir no es tanto: «No creemos que usted lo hiciera», como: «Creemos que probablemente lo hizo, pero, por suerte para usted, la Corona no tiene suficientes pruebas para demostrarlo».

Por lo mismo podrían haberme declarado culpable.

La teoría de Kemp es que evité que me condenaran solo por medios ilícitos y una de las principales tesis de su panfleto es que logré sobornar a Christina Smith e impedir que compareciera en el juicio. Se supone que contacté con ella desde la prisión y la persuadí para que desapareciera de la sala el día que se le esperaba para testificar. Por supuesto, yo apenas conocía a Christina Smith. Dudo que supiera siquiera dónde vivía en esos momentos. Aun en el supuesto de que la hubiera conocido y hubiera querido ponerme en contacto con ella, habría sido casi imposible hacerlo, ya que toda mi correspondencia era inspeccionada y leída antes de echarla al buzón. Kemp no se da cuenta de lo difícil que es introducir y sacar cartas clandestinamente de la cárcel, una hazaña posible solo si uno tiene amistades entre los altos cargos de la jerarquía de la prisión, y si está dispuesto a sobornar, engañar y mentir. Hay que ser muy listo para concebir la manera de mantener correspondencia ilícita en secreto con alguien del mundo exterior. Sí…, muy listo.

Martes 19 de septiembre. Más pruebas aún para sostener mi teoría de que me estoy purgando de toda la maldad y la angustia engendradas por esa chica. Eso implica una revelación no muy delicada. Últimamente me entran ganas de ir de vientre en mitad de la noche. Esto ocurre varias veces a la semana y me despierto alrededor de las cuatro de la madrugada. Hoy eran las tres y media cuando me he levantado y he recorrido tambaleándome el pasillo hasta el cuarto de baño. He encendido la luz y, cuando he tirado de la cadena después de usar el inodoro, he mirado por casualidad hacia atrás y me he alarmado al advertir que mis heces, en lugar de tener el color habitual, eran negras como el alquitrán. Espero que solo sea un indicio de que estoy expulsando los restos de todo el horror y la vejación que he sentido las últimas semanas. Aun así, por el momento, me he quedado bastante afectada.

He estado despierta desde entonces, concentrada en planificar la última parte de estas memorias. Son casi las nueve de la mañana. Ojalá Lockwood estuviera abierto, ya que quiero hacerle un encargo, pero he llamado varias veces a su número y nadie responde. Me faltan los Muratti y unas cuantas cosas más. Me muero por un cigarrillo.

Viernes 22 de septiembre. Esto es interesante y un poco confuso. Con el correo del mediodía ha llegado una carta de un tal señor William Cuthbertson, que afirma ser el nuevo secretario del sanatorio de Glasgow. Al parecer el anterior secretario, el señor Pettigrew, falleció al final de mes pasado, dejando una gran cantidad de correspondencia sin abrir. El señor Cuthbertson se disculpa por el retraso. Ha consultado los expedientes pertinentes y puede informarme de que, según los archivos, una tal Sibyl Gillespie fue ingresada por primera vez en el sanatorio en el otoño de 1889, salió en diciembre del mismo año y fue reingresada en marzo de 1890, y siguió allí hasta julio de 1918, mes en que murió de gripe.

De 1890 a 1918. Cuesta creerlo. Me pregunto hasta qué punto es exacta esta información. La gente caía como moscas ese verano de 1918. ¿Es posible que se llevara un registro adecuado de los pacientes ingresados durante la epidemia? Cabe que esa persona cuya ficha se ha encontrado no sea siquiera la misma chica. Las fechas de ingreso son parecidas, pero debe de haberse producido algún error administrativo. Seguramente no es la misma persona, porque eso significaría que Sibyl pasó casi treinta años en ese lugar abominable y murió allí.

No quiero ni pensarlo.

Además, yo vi las cicatrices. Estoy casi segura de que las vi.

Sábado 23 de septiembre. Ayer por la tarde, cuando pasé por delante de la sala de estar, me fijé en que la jaula estaba en la mesa en lugar de encima del aparador, donde debería estar. Seguramente es donde la dejó la chica. ¿O tal vez la llevé yo allí cuando cuidé de los pájaros, a comienzos de esta semana? No me acuerdo. Aquí las cosas se mueven solas, al parecer de forma espontánea. Hay salpicaduras negras en la pared junto al piano; no tengo ni idea de qué son o de dónde salen; y parecen estar saliendo hongos en el cuarto de baño. De cualquier modo, uno de los verderones, seguramente Maj, hacía bastante ruido; un grito breve y agudo que nunca había oído. Unas horas después pasé de nuevo por delante de la habitación y, en cuanto me vio, Maj empezó a hacer el mismo ruido insistente. Pensé detenidamente en ello mientras aclaraba mi vaso, y decidí que era la clase de ruido que hace un pájaro cuando sufre. El grito era demasiado urgente, demasiado penetrante. Maj quería que me fijara en él; quería que le prestara atención. Supongo que he estado bastante ocupada estos últimos días con mi planificación.

Cuando regresé al comedor y me acerqué a la mesa, enseguida vi por qué estaba tan alterado. Layla estaba tumbada de lado en el fondo de la jaula, inmóvil. Se la veía muy pequeña y muy muerta. Tenía las plumas revueltas y sucias. Su único ojo a la vista estaba entrecerrado, y sus pequeñas patas, curvadas a lo largo de su cuerpo. Algo gomoso de color verde rojizo la cubría parcialmente. Al principio pensé que podían ser sus pequeñas entrañas que habían explotado. Luego me di cuenta de que era un pedazo viejo —muy viejo— y seco de piel de manzana, de una de las mitades de manzana que dejábamos de vez en cuando en la jaula. Parecía cubrir la parte inferior de su cuerpo. Maj seguía piando, saltando frenético de un palo a otro. De vez en cuando se posaba en el suelo de la jaula, junto a Layla, y luego soltaba un grito agudo y me miraba, como si quisiera asegurarse de que la había visto.

Sin saber qué más hacer, traté de hablar con él con voz tranquilizadora. Me acerqué más a la jaula y miré dentro para ver mejor. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba Layla muerta, pero con ese bochorno no tardaría mucho en descomponerse. El suelo de la jaula estaba repugnante, cubierto de alpiste y excrementos. El bebedero parecía contener alguna clase de caldo espeso y hediondo. Traté de pensar una manera de sacar a Layla sin tocarla. Al final me limité a retirar la base de la jaula, junto con los excrementos, el bebedero y el pájaro muerto, y lo dejé en una esquina.

Luego, con Maj todavía dentro, aferrado a uno de sus palos, llevé la parte superior de la jaula a la habitación contigua, la sala de estar, donde la dejé encima de unas hojas de periódico. Maj no parecía afectado por el traslado. Le cambié el agua y el alpiste. Al final, en la cocina, me serví un trago. Una mosca enorme zumbaba alrededor de un bulto, de modo que cerré la puerta y me llevé el vaso a la sala de estar, donde el olor a podredumbre es menos fuerte.

Me quedé allí sentada, contemplando a Maj y preguntándome cómo la piel de manzana había llegado a rodear a la pobre Layla muerta. ¿La había arrastrado Maj hasta allí para cubrir su cuerpo? Y si era así, ¿por qué? ¿Estaba actuando por instinto, haciendo lo posible por enterrar a su compañera y para protegerla de posibles depredadores? ¿La había envuelto con la piel como una especie de tributo o señal de respeto? ¿O sencillamente le resultaba demasiado doloroso ver el cadáver y quiso esconderlo? Eso parecía poco probable, y sin embargo, teniendo en cuenta su conducta frenética, tal vez no era imposible.

También está la cuestión de qué podría haber causado la muerte de Layla. Era bastante vieja, para un verderón. Pero ¿pudo esa horrible chica hacerle daño al pájaro antes de irse? Tuvo tiempo mientras me encerró en la cocina.

Pobre Maj. El amor de su vida, su única compañera, ya no está. Ahora tendrá que vivir solo, en su jaula de boj. No podrá cantarle más a su amor ni acicalarle las plumas; no podrá darle más de comer cuando ella se lo pida, con la boca abierta, como un polluelo. Dicho esto, parece haberse adaptado bien a su nuevo entorno, aquí en la sala de estar. Ha bebido el agua fresca que le puse, y de vez en cuando me tira algo de alpiste entre las barras de la jaula. Parece menos traumatizado y ya no emite ese grito agudo de advertencia.

En la habitación contigua Layla debe de estar descomponiéndose. Pronto tendré que levantarme y deshacerme de su cuerpo, porque ha empezado a oler, casi tanto como el bulto. Su muerte me ha afectado de un modo sorprendente. Esta noche me siento bastante abrumada, y no me veo capaz de trabajar en el manuscrito. Tendré que empezar la última parte mañana, o dentro de unos días. Tal vez algo en la muerte del pájaro, o en la inevitable soledad de Maj, me ha tocado la fibra sensible.

De vez en cuando, mientras escribo estas notas, levanto la cabeza y paseo la vista por la habitación, hacia Maj, o miro por la ventana el otro lado de la calle, donde las sombras se hacen más profundas sobre el frontón del hotel. A ratos dejo descansar la mirada en el cuadro que cuelga sobre la repisa de la chimenea, un lienzo que siempre me ha reconfortado, porque es el cuadro de Ned, por supuesto, el primero que vi y mi favorito,
El estudio
.

Agradecimientos

Tom Shankland: Nunca podré agradecerte bastante tu ayuda, tu apoyo y tus consejos, en todas las fases de la escritura de este libro; no hay duda de que no habría podido escribirlo sin ti. Estaré eternamente en deuda con Petra Collins por su paciencia, sus conocimientos y su experiencia en derecho escocés; por lo tanto, cualquier error legal que pueda haber es mío. Mi más sincero agradecimiento a Lucy Mulvagh, Jamie Milne y Andrew Binnie por su aliento y sus enriquecedoras observaciones sobre los primeros borradores de la novela. Estoy sumamente agradecida a Catriona y Steward Murray, y a Amanda McMillan por dejarme fisgonear en sus casas de «Stanley Street». Muchas gracias por su amable asesoramiento a Alastair Dinsmor, de la Police Heritage Society de Glasgow, y a Theo van Asperen, del Club de Arte de Glasgow.

Me gustaría asimismo expresar mi agradecimiento a las siguientes personas: el doctor Jonathan Andrews; Jimmy Powdrell Campbell; David Lister; el doctor Mark Godfrey; el profesor Gordon; Robin Campbell; David Stark; el reverendo Kenneth Stewart; Brian Stewart; Ronnie Scott; Kevin Brady; la Biblioteca Mitchell; la Biblioteca de la Universidad de Glasgow; la Biblioteca Británica; www.hiddenglasgow.com.

Estoy también muy agradecida a Jonny Geller y a Angus Cargill, y a todo el personal de Curtis Brown y Faber and Faber.

De la bibliografía consultada habría que mencionar las siguientes publicaciones indispensables:
Public Lives: Women, Family and Society in Victorian Britain
, de Eleanor Gordon y Gwyneth Nair, Yale University Press, 2003;
Glasgow’s Great Exhibitions
, de Perilla Kinchin y Juliet Kinchin, White Cockade Publishing, 1988;
The Glasgow Boys
, de Roger Billcliffe, John Murray (Publishing) Ltd., 1985;
Glasgow Girls
, ed. de Jude Burkhauser, Canongate Books Ltd., 1993;
Sir John Lavery, Photography, Glasgow International Exhibition of 1888
, de Brian Thom McQuade, publicado por TH. A. H. M van Asperen, Glasgow, 2006;
Trial of John Watson Laurie
, editado por William Roughhead, en
Notable British Trials
, William Hodge and Co. Ltd., 1932, reimpreso por Gaunt, Inc., 1995;
The Oscar Slater Murder Story
, de Richard Whittington-Egan, Neil Wilson Publishing Ltd., 2001;
Glasgow in 1901
, de James Hamilton Muir, William Hodge and Co. Ltd., 1901, reimpreso por White Cockade Publishing, 2001;
Tea and Taste, The Glasgow Tea Rooms, 1875-1975
, de Perilla Kinchin, White Cockade Publishing, 1996;
Glasgow Pubs and Publicans
, de John Gorevan, Tempus Publishing Ltd., 2002;
The Buildings of Scotland, Glasgow
, de Williamson, Riches and Higgs, Penguin Books, 1990;
The Godfrey Edition Old Ordnance Survey Maps
, sobre todo el de Hillhead, Glasgow (Lanarkshire Sheet 6.06), publicado por Alan Godfrey Maps, 1998; The National Library of Scotland Ordnance Survey Town Plan of Glasgow © http://geo.nls.uk/maps/towns/glasgow1894/openlayers. html;
The Kenwood Ladies’ Bathing Pond
, de Ann Griswold, York Publishing Services Ltd., 1998;
First Aid to the Injured
, del doctor Friedrich Esmarch, Smith, Elder and Co., 1882 (de Archive CD Books);
Lying Awake
, de Catherine Carswell (1950), reimpreso por Canongate Books Ltd., 1997;
Open the Door
, de Catherine Carswell (1920), reimpreso por Virago/Penguin, 1986.

JANE HARRIS, nació en Belfast, pero se educó en Glasgow. Su primera novela,
Observaciones
, fue seleccionada para el Orange Prize en 2007 y traducida a veinte idiomas.
La verdad de la señorita Harriet
entró en la lista de libros que en 2011 compitieron por el National Book Award. Actualmente la autora vive en Londres con su esposo.

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