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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La voz de las espadas (82 page)

BOOK: La voz de las espadas
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Logen hizo un último intento.

—Nunca se sabe. Puede que ahora las cosas vayan mejor.

—¿Por qué? —masculló el aprendiz— ¿Por qué?

Logen trataba de encontrar desesperadamente una respuesta, cuando de pronto se abrieron las puertas. Con gesto preocupado, Bayaz inspeccionó la habitación.

—¿Dónde está Maljinn?

Quai tragó saliva.

—Ha salido.

—Ya veo que ha salido. ¡Pero creo que le dije que la retuviera aquí!

—Sí, pero no me dijo cómo —masculló el aprendiz.

Su maestro le ignoró.

—¿Dónde se habrá metido esa endemoniada mujer? ¡Mañana al mediodía zarpamos! ¡Hace sólo tres días que la conozco y ya me tiene hasta las narices! —apretó los dientes y respiró hondo—. Vaya a ver si la encuentra, Logen, ¿quiere? Encuéntrela y tráigala de vuelta.

—¿Y si no quiere volver?

—¡A mí qué me cuenta, cójala y échesela al hombro! ¡Por mí como si la trae hasta aquí a patadas!

Se decía pronto, pero a Logen no le entusiasmaba en absoluto la idea. De todos modos, ya que había que hacerlo para poder zarpar, mejor hacerlo cuanto antes. Exhaló un suspiro, se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta.

Logen se pegó a las sombras del muro y echó un vistazo.

—Mierda —se dijo en un susurro. Ahora tenía que ser, justo cuando estaban a punto de irse. A unas veinte zancadas de él, con un gesto más torvo de lo habitual, se encontraba Ferro. La rodeaban tres hombres. Unos enmascarados vestidos de negro. Junto a las piernas, apenas visibles, llevaban unas estacas; las tenían bajadas, pero Logen no albergaba ninguna duda sobre cuáles eran sus intenciones. Podía oír lo que estaba diciendo uno de ellos, tras su máscara siseaba algo así como que se fuera con ellos sin armar follón. Logen torció el gesto. No armar follón concordaba mal con el carácter de Ferro.

Se preguntó si no sería mejor escabullirse y avisar a los demás. No podía decirse que aquella mujer le cayera demasiado bien, desde luego no lo bastante como para dejarse abrir la cabeza por ella. Pero eran tres contra uno, y si la dejaba a merced de aquellos tipos, por muy dura que fuera, lo más probable es que para cuando estuviera de vuelta la hubieran hecho picadillo y se la hubieran llevado a rastras a saber a dónde. Y entonces puede que no pudiera salir jamás de aquella maldita ciudad.

Se puso a calibrar la distancia, a pensar en la mejor manera de hacerles frente, a sopesar las distintas alternativas, pero llevaba demasiado tiempo inactivo y su mente había perdido agilidad. Aún seguía dándole vueltas al asunto cuando, de pronto, Ferro lanzó un alarido, se abalanzó sobre uno de los hombres y le soltó un golpe que le hizo caer de espaldas. Tuvo tiempo de descargarle dos brutales puñetazos en la cara antes de que los otros dos la agarraran y la levantaran.

—Mierda —farfulló Logen. Ahora los tres estaban enzarzados, dando bandazos en medio de la calle, chocándose contra las paredes, gruñendo, profiriendo maldiciones, lanzando patadas y puñetazos, formando una maraña de brazos y piernas. El momento de abordar el asunto de una forma inteligente había pasado. Logen apretó los dientes y se lanzó a la carga.

El tipo que estaba caído se había puesto de pie, y, mientras los otros dos se esforzaban por amarrar a Ferro, se sacudió la cabeza para quitarse el aturdimiento. Luego alzó la estaca dispuesto a estrellársela a Ferro en el cráneo. Logen soltó un rugido. El enmascarado, sorprendido, volvió la cabeza.

—¿Eh? —El hombro de Logen se estampó contra sus costillas, levantándolo en vilo y arrojándolo por el aire. Logen vio por el rabillo del ojo una estaca que caía hacia él, pero les había cogido desprevenidos y el golpe venía con poca fuerza. Lo paró con el brazo, se coló por debajo de su oponente y descargó sus puños contra la máscara, dos señores puñetazos, uno con cada mano. El enmascarado se tambaleó hacia atrás agitando los brazos. Antes de que se cayera, Logen le cogió los puños de su gabán negro, lo alzó en volandas y lo arrojó bocabajo contra el muro.

Salió rebotado emitiendo un gorgoteo y se desplomó sobre el adoquinado. Logen se volvió en redondo con los puños cerrados, pero el tercer tipo estaba caído de bruces en el suelo y Ferro estaba montada encima de él, con una rodilla hundida en su espalda, levantándole la cabeza por el cabello y golpeándosela contra el suelo mientras profería un torrente de maldiciones ininteligibles.

—¿Qué habías hecho? —gritó Logen cogiéndola de un codo y apartándola del tipo.

Ferro se zafó y se quedó quieta, jadeando, con los brazos caídos, los puños cerrados y la nariz chorreando sangre.

—Nada —gruñó.

Logen, por precaución, retrocedió un paso.

—¿Nada? ¿Y a qué ha venido todo esto entonces?

Ferro retuvo un instante cada una de las palabras y luego se las escupió con su desagradable acento:

—Yo... qué... sé —luego se limpió la sangre de la boca con una mano y, de pronto, se quedó paralizada. Logen volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro. Por la callejuela venían corriendo otros tres enmascarados.

—Mierda.

—¡Mueve el culo, pálido! —Ferro se volvió y salió corriendo. Logen la imitó. ¿Podía hacer otra cosa? Corrió. La angustiosa y jadeante carrera de la presa: los hombros aguardando recibir un golpe por la espalda, el aire entrándole a bocanadas por la boca, el eco de los pasos de sus perseguidores retumbándole en los oídos.

A ambos lados pasaban como una exhalación altos edificios blancos, ventanas, puertas, estatuas, jardines. También gente, que gritaban y se echaban a un lado o se pegaban a las paredes. No tenía ni idea de dónde estaban, no tenía ni idea de a dónde iban. De un portal que tenía justo delante salió un tipo con un fajo de papeles bajo el brazo. Se chocaron, cayeron al suelo, rodaron por una alcantarilla en medio de una nube de papeles.

Intentó levantarse, pero le ardían las piernas. ¡Y no podía ver! Un trozo de papel se le había pegado a la cara. Se lo quitó y sintió que le cogían del brazo y tiraban de él.

—¡Arriba, pálido! ¡Muévete! —Ferro. Aquella mujer ni siquiera jadeaba. Mientras se esforzaba por seguir su ritmo, Logen tenía la sensación de que se le iban a reventar los pulmones, pero ella seguía sin bajar la marcha, la cabeza gacha, los pies volando sobre el suelo.

De pronto, se metió en un pasadizo que había delante, y Logen, dando un patinazo al doblar la esquina, trató de seguirla. Un espacio amplio y sombrío, una elevada estructura de madera, un extraño bosque de vigas cuadradas. ¿Dónde demonios estaban? Al fondo brillaba una luz. Se precipitó hacia fuera y sus ojos parpadearon. Ferro estaba un poco más delante, dándose lentamente la vuelta, respirando entrecortadamente. Se encontraban en medio de un círculo de hierba, un pequeño círculo.

Ya sabía dónde estaba. Era la arena, el lugar donde había estado sentado entre la multitud viendo el juego aquel de las espadas. Las gradas vacías se extendían todo alrededor del perímetro de la plaza. Encaramados a ellas se veían carpinteros, que martilleaban y serraban. Algunas de las gradas de la parte posterior ya habían sido desmontadas y los soportes se erguían en el aire como si fueran el costillar de un gigante. Posó las manos en sus rodillas temblorosas y se agachó tratando de tomar aire, escupiendo saliva.

—¿Y ahora... qué?

—Por aquí —Logen hizo un esfuerzo, se irguió y avanzó detrás de ella a trompicones. Pero Ferro se había dado la vuelta—: No, por aquí no.

Logen los vio. Otro grupo de figuras enmascaradas. La de delante era una mujer, alta, con una mata revuelta de puntiagudos cabellos pelirrojos. Avanzaba en silencio hacia el círculo, caminando sobre la punta de los pies, mientras movía los brazos por detrás indicándole a sus compañeros que fueran por los flancos para rodearles. Logen echó un vistazo a su alrededor, buscando algo que pudiera servirle de arma, pero no había nada, sólo las gradas vacías y los grandes edificios blancos que se alzaban al fondo. Ferro se encontraba a unos cinco metros y retrocedía hacia donde estaba él; un poco más allá otros dos enmascarados, provistos de sendas estacas, avanzaban hacia ellos bordeando sigilosamente los cercados. Cinco. Cinco en total.

—Mierda —dijo.

¿Por qué demonios se están retrasando tanto? —refunfuñó Bayaz mientras daba vueltas por la sala. Era la primera vez que Jezal veía enfadado al viejo, y, aunque no sabía muy bien por qué, le ponía extremadamente nervioso. Cada vez que pasaba a su lado, Jezal sentía el impulso de apartarse—. Me voy a dar un baño, maldita sea. Quizá pasen meses antes de que pueda volver a hacerlo. ¡Meses! —Bayaz salió de la habitación hecho una furia y cerró la puerta del cuarto de baño de un portazo, dejando a Jezal a solas con el aprendiz.

Debían de ser más o menos de la misma edad, pero, aparte de eso, Jezal no veía que tuvieran nada más en común y, mientras lo miraba, no disimulaba su desprecio. Un ratón de biblioteca, uno de esos tipos enfermizos y enclenques. Esa forma de dar vueltas por la habitación con aspecto enfurruñado y abatido resultaba patética. Y grosera, además. Indignantemente grosera. Jezal echaba humo en silencio. ¿Quién se había creído que era ese crío arrogante? ¿Qué razones tenía él para sentirse tan contrariado? No era a él a quien le habían robado la vida.

Claro que, puestos a tener que quedarse con uno de ellos, las cosas podrían haber sido bastante peor. Podría haberle tocado el norteño tarado, con su cháchara trabada y titubeante. O la bruja gurka, que lo único que sabía hacer era mirar fijamente con sus malignos ojos amarillos. Sólo de pensarlo se estremeció. Gente distinguida, había dicho Bayaz. De no haber sido porque estaba a punto de que se le saltaran las lágrimas, se habría puesto a reír a carcajadas.

Jezal se dejó caer en una silla de respaldo alto que tenía varios almohadones en el asiento, pero ni siquiera así consiguió sentirse cómodo. Sus amigos ya estaban camino de Angland y los empezaba a echar de menos. A West, a Kaspa, a Jalenhorm. Incluso al cabrón de Brint. Camino del honor, camino de la fama. La guerra terminaría mucho antes de que él regresara del pozo al que le iba a conducir ese anciano demente; eso si es que regresaba. Quién sabe cuándo volvería a haber otra guerra, otra oportunidad de alcanzar la gloria.

Habría dado lo que fuera por poder ir a combatir contra los Hombres del Norte. O por poder estar con Ardee. Parecían haber pasado siglos desde la última vez que fue feliz. Su vida era un desastre. Un auténtico desastre. Mientras se arrellanaba un poco más en la silla se preguntó si las cosas podían llegar a ser peor.

—Argh —gruñó Logen al sentir un estacazo en el brazo. Luego recibió otro en el hombro, después en un costado. Retrocedía tambaleándose, medio arrodillado, haciendo todo lo posible por esquivar los golpes. Oía a Ferro chillar a sus espaldas, pero no conseguía distinguir si eran gritos de furia o de dolor, estaba demasiado ocupado recibiendo aquella somanta de palos.

Recibió un golpetazo en el cráneo y salió despedido contra las gradas. Cayó de bruces y su pecho se estrelló contra el primer banco, vaciándole de aire los pulmones. Le chorreaba sangre por el cuero cabelludo, por las manos, por la boca. Los ojos le lloraban debido a un golpe que había recibido en la nariz, tenía los nudillos despellejados y llenos de sangre, tan desgarrados casi como sus ropas. Durante un instante, permaneció inmóvil, tratando de hacer acopio de las pocas fuerzas que le quedaban. Detrás del banco, tirado en el suelo, había un largo trozo de madera. Lo agarró por un extremo. Estaba suelto. Se lo acercó. Le gustó su tacto. Pesaba.

Tomó aire y se dispuso a hacer un último esfuerzo. Movió las piernas y los brazos para probarlos. Nada roto, exceptuando tal vez la nariz, pero no era la primera vez. Oyó unos pasos a su espalda. Unos pasos que se acercaban sin prisas, tomándose su tiempo.

Se fue incorporando poco a poco, tratando de aparentar que aún estaba aturdido. De pronto, lanzó un rugido y se volvió de golpe blandiendo en alto su nueva arma. El madero se partió en dos contra el hombro del enmascarado y una de las mitades voló por encima de la hierba y luego rodó por el suelo. El hombre exhaló un gemido sofocado y se vino abajo; los ojos apretados, una mano aferrada al cuello, la otra caída e inerte, abriendo los dedos, dejando caer la estaca. Logen alzó con ambas manos el trozo de madera que le quedaba y le cruzó la cara con él. La cabeza salió rebotada hacia atrás y el tipo se desplomó sobre el césped; bajo su máscara desgarrada manaba un copioso caudal de sangre.

Una lluvia de estrellas inundó la cabeza de Logen. Dio un traspiés y se hincó de rodillas. Le habían dado un golpe en la nuca. Un buen golpe. Se bamboleó un instante tratando de no caer de bruces y, de pronto, sus ojos recuperaron la visión. La mujer pelirroja se alzaba junto a él y se disponía a levantar de nuevo su estaca.

Logen se puso de pie de un salto, se echó sobre ella dando manotazos y trató de sujetarle el brazo, tirando de ella unas veces, apoyándose en ella otras, mientras le zumbaban los oídos y el mundo entero giraba vertiginoso a su alrededor. Daban bandazos por el círculo de hierba, tirando cada uno de un extremo de la estaca, como dos borrachos que se pelearan por una botella. La mujer le golpeaba en el costado con la mano que tenía libre. Fuertes puñetazos dirigidos contra sus costillas.

—Aargh —gruñía Logen, pero ya se le estaba pasando el aturdimiento y la mujer era bastante menos fuerte que él. Le retorció el brazo con el que sujetaba la estaca y se lo puso a la espalda. La mujer le soltó un puñetazo en la cara, un golpe tan fuerte que hizo que por un instante Logen volviera a ver las estrellas; pero, a pesar de ello, consiguió agarrarla de la muñeca y le inmovilizó también el otro brazo. Luego, ayudándose con una rodilla, la dobló hacia atrás.

La pelirroja se retorcía y pataleaba, apretando los ojos hasta dejarlos reducidos a dos centelleantes ranuras, pero Logen la tenía bien sujeta. Liberó su mano derecha de la maraña de miembros, alzó el puño y se lo incrustó en el estómago. La mujer exhaló un suspiro, desorbitó los ojos y quedó inerte. Logen la lanzó lejos de sí. La pelirroja se arrastró por el suelo, se quitó la máscara y se puso a vomitar en la hierba.

Logen se bamboleaba sobre la hierba, sacudía la cabeza, escupía salivazos de sangre mezclada con tierra. Aparte de la mujer, que seguía en el suelo con arcadas, había otros cuatro bultos negros arrebujados en distintos lugares del círculo. Uno de ellos dejaba escapar leves gruñidos mientras Ferro descargaba sobre él una lluvia de patadas. Aunque tenía la cara teñida de sangre, Ferro sonreía.

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