Read La Yihad Butleriana Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (3 page)

BOOK: La Yihad Butleriana
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Solo conseguiste que hicieran oídos sordos a tus palabras.

Serena había suavizado el tono del discurso para incorporar el consejo de su padre, pero sin renunciar a sus principios.
Paso a paso
. Ella también aprendería con cada paso. Siguiendo el consejo de su padre, había hablado en privado con representantes que compartían sus puntos de vista, logrado algunos apoyos y unos pocos aliados antes de la hora de la verdad.

Alzó la barbilla, procuró que su expresión fuera más autoritaria que ansiosa y entró en la cámara de grabaciones que rodeaba el estrado como una cúpula geodésica. Su corazón rebosaba de buenas intenciones. Sintió una luz cálida cuando el mecanismo de proyección transmitió imágenes ampliadas de ella al exterior de la cúpula.

Una pequeña pantalla situada sobre el estrado permitía que viera su imagen proyectada: un rostro dulce de belleza clásica, hipnóticos ojos lavanda y pelo castaño de reflejos ambarinos con mechas doradas naturales. Llevaba en la solapa izquierda una rosa blanca procedente de sus jardines, cuidados con mimo. El proyector lograba que Serena pareciera todavía más joven, pues el mecanismo había sido manipulado por los nobles para disimular el efecto de los años sobre sus facciones.

El virrey Butler, ataviado con sus mejores galas doradas y negras, sonrió con orgullo a su hija desde su palco, situado delante del público. El sello de la Liga de Nobles adornaba su solapa, una mano humana abierta ribeteada en oro, que representaba la libertad.

Comprendía el optimismo de Serena, pues recordaba ambiciones similares que había albergado en su juventud. Siempre había sido paciente con las cruzadas de su hija. Ayudaba a la joven a recaudar fondos para los refugiados de ataques robóticos, permitía que viajara a otros planetas para atender a los heridos, o para rebuscar entre los escombros y colaborar en la reconstrucción de los edificios incendiados. Serena nunca había tenido miedo de ensuciarse las manos.

—Las mentes estrechas erigen barreras empecinadas —le había dicho su madre en una ocasión—. Pero contra estas barreras, las palabras constituyen armas formidables.

Los dignatarios hablaban entre susurros. Algunos sorbían bebidas o comían los aperitivos que les habían servido en sus asientos. Un día como otro cualquiera en el Parlamento. Apoltronados en sus villas y mansiones, no recibían de buen grado los cambios. Sin embargo, la posibilidad de herir sus egos no iba a impedir que Serena dijera lo que pensaba.

Activó el sistema de proyección auditiva.

—Muchos de vosotros pensáis que defiendo ideas necias porque soy joven, pero tal vez los jóvenes tienen la vista más aguda, en tanto los viejos se vuelven ciegos poco a poco. ¿Soy necia e ingenua…, o será que algunos de vosotros, engreídos y autosatisfechos, os habéis distanciado de la humanidad? ¿Os inclináis del lado del bien o del mal?

Vio que una oleada de indignación recorría a los reunidos, mezclada con expresiones de rechazo visceral. El virrey Butler le dirigió una penetrante mirada de desaprobación, pero transmitió un veloz recordatorio a la sala, solicitando la atención respetuosa que se concedía a todo orador.

Serena fingió no darse cuenta. ¿Es que no captaban la idea fundamental?

—Si queremos sobrevivir como especie, hemos de trascender nuestro egoísmo. Durante siglos hemos restringido nuestras defensas a un puñado de planetas clave. Aunque hace décadas que Omnius no lanza un ataque a gran escala, vivimos bajo la sombra permanente de esa amenaza.

Serena oprimió varios botones del estrado y proyectó la imagen de la bóveda celeste circundante, como un racimo de joyas en el techo. Indicó con una varita luminosa los planetas de la liga y los Planetas Sincronizados, gobernados por máquinas pensantes. Después, desvió la vara hacia regiones más extensas de la galaxia, libres de la dominación de humanos organizados o máquinas.

—Mirad estos pobres Planetas No Aliados: planetas dispersos como Harmonthep, Tlulax, Arrakis, Anbus IV y Caladan. Debido a dicha dispersión, las colonias humanas no son miembros de nuestra liga, no gozan de nuestra protección militar si en algún momento son amenazadas… por máquinas o por otros humanos. —Serena hizo una pausa, para dejar que el público asimilara sus palabras—. Muchos de los nuestros cometen el error de saquear estos planetas, con el fin de capturar esclavos para algunos planetas de la liga.

Su mirada se cruzó con la del representante de Poritrin, el cual frunció el ceño, porque se estaba refiriendo a él. El hombre contestó en voz alta y la interrumpió.

—La esclavitud es una práctica aceptada en la liga. Como carecemos de máquinas complejas, no nos queda otro remedio que aumentar nuestra mano de obra. —La miró con expresión autocomplacida—. Además, el propio Salusa Secundus mantuvo una población de esclavos zensunni durante casi dos siglos.

—Acabamos con esa práctica —replicó Serena con considerable vehemencia—. El cambio exigió un poco de imaginación y fuerza de voluntad, pero…

El virrey se levantó con la intención de calmar los ánimos.

—Cada planeta de la liga determina sus propias costumbres, tecnología y leyes. Ya tenemos bastante con un enemigo temible como las máquinas pensantes para iniciar una guerra civil entre nuestros planetas.

Su voz poseía un tono levemente paternal, una ligera reprimenda para que volviera al punto principal de su discurso.

Serena suspiró, sin rendirse, y ajustó la vara para que los planetas no aliados brillaran en el techo.

—Aun así, no podemos olvidar a todos esos planetas, objetivos ricos en todo tipo de recursos a la espera de que Omnius los conquiste.

El oficial de orden, sentado en una silla alta a un lado, golpeó el suelo con su bastón.

—Tiempo.

Se aburría con facilidad, y muy pocas veces escuchaba los discursos.

Serena continuó a toda prisa, intentando transmitir sus ideas sin parecer ansiosa.

—Sabemos que las máquinas pensantes quieren controlar la galaxia, aunque hace casi un siglo que nos dejan en paz. Han ido conquistando de manera sistemática todos los planetas de los sistemas estelares sincronizados. No os dejéis engañar por su aparente falta de interés en nosotros. Sabemos que volverán a atacar…, pero ¿cómo y dónde? ¿No deberíamos actuar antes de que Omnius lo haga?

—¿Qué es lo que queréis, madame Butler? —preguntó con impaciencia uno de los dignatarios. Alzó la voz pero no se puso en pie, como ordenaba el protocolo—. ¿Estáis defendiendo una especie de ataque preventivo contra las máquinas pensantes?

—Hemos de trabajar para incorporar los planetas no aliados a la liga, y terminar con la práctica del esclavismo. —Apuntó con la vara a la proyección del techo—. Sumarlos a nuestro bando para aumentar nuestra fuerza, y la de ellos. ¡Todos saldríamos beneficiados! Propongo que enviemos embajadores y agregados culturales con el propósito expreso de formar nuevas alianzas políticas y militares. Tantas como podamos.

—¿Quién pagará todo ese esfuerzo diplomático?

—Tiempo —repitió el oficial de orden.

—Se le conceden tres minutos más como turno de réplica, puesto que el representante de Hagal ha formulado una pregunta —dijo el virrey Butler en tono autoritario.

Serena se estaba enfureciendo. ¿Cómo era posible que aquel representante se preocupara por cantidades de dinero insignificantes, cuando el coste final era tan elevado?

—Todos pagaremos, con sangre, si no hacemos esto. Hemos de fortalecer la liga y la especie humana.

Algunos nobles empezaron a aplaudir: los representantes a los que Serena había cortejado antes del discurso. De pronto, alarmas estridentes resonaron en todo el edificio y en las calles. Las sirenas emitieron un tono conocido estremecedor (que solo se oía durante los simulacros), convocando a todos los reservistas de la milicia salusana.

—Las máquinas pensantes han penetrado en el sistema salusano —dijo una voz por los altavoces. Avisos semejantes estarían sonando por toda Zimia—. Así nos lo han advertido las naves de reconocimiento situadas en la periferia y los grupos de vigilancia en órbita.

Serena leyó los detalles cuando entregaron un resumen urgente y lacónico al virrey.

—¡Nunca hemos vista una flota robot de este tamaño! —exclamó el anciano—. ¿Cuánto hace que enviaron el aviso las primeras naves de reconocimiento? ¿Cuánto tiempo nos queda?

—¡Nos atacan! —gritó un hombre. Los delegados saltaron de sus asientos y se dispersaron como hormigas aterrorizadas.

—Preparaos para evacuar el Parlamento. —El oficial de orden se convirtió en un volcán de actividad—. Todos los refugios blindados están abiertos. Representantes, dirigíos a las zonas que os hayan sido designadas.

El virrey Butler gritó en medio del caos, procurando aparentar serenidad.

—¡Los escudos Holtzman nos protegerán!

Serena percibió la angustia de su padre, aunque la disimulaba bien.

Los representantes de la liga corrieron hacia las salidas. Los enemigos implacables de la humanidad habían llegado.

5

Cualquier hombre que exija más autoridad no la merece.

T
ERCERO
X
AVIER
H
ARKONNEN
,
discurso a la milicia salusana

—La flota robot acaba de atacar a nuestra guardia espacial —anunció Xavier Harkonnen desde su puesto—. El intercambio de fuego es intenso.

—¡Primero Meach! —gritó la cuarto Steff Young desde las pantallas orbitales. Xavier percibió el olor salado y metálico del sudor nervioso de Young—. Señor, un pequeño destacamento de naves mecánicas se ha separado de la flota principal robot en órbita. Configuración desconocida, pero se están preparando para un descenso atmosférico.

Señaló las imágenes e hizo hincapié en las luces brillantes que indicaban un grupo de proyectiles inactivos.

Xavier echó un vistazo a los lectores del perímetro, información en tiempo real transmitida desde los satélites defensivos situados por encima de los campos descodificadores de Tio Holtzman. En la resolución más alta vio un escuadrón de naves piramidales que se adentraban en la atmósfera, en dirección a los campos chisporroteantes.

—Se van a llevar una desagradable sorpresa —dijo Young con una sonrisa desprovista de alegría—. Ninguna máquina pensante puede sobrevivir a ese envite.

—Nuestra principal preocupación será esquivar los restos de las naves destruidas —intervino el primero Meach—. No descuidéis la vigilancia.

Pero los blindados atravesaron los campos descodificadores y siguieron avanzando. No aparecieron señales electrónicas de que hubieran penetrado en el límite.

—¿Cómo han pasado?

El quinto Wilby se secó la frente y apartó el pelo castaño de sus ojos.

—Ningún ordenador podría. —De repente, Xavier comprendió lo que estaba sucediendo—. ¡Son blindados ciegos, señor!

Young levantó la vista de sus pantallas, con la respiración entrecortada.

—Impacto en menos de un minuto, primero. La segunda oleada les pisa los talones. Cuento veintiocho proyectiles. —Meneó la cabeza—. No producen señales electrónicas.

—Rico, Powder —gritó Xavier—, trabajad con equipos de respuesta media y escuadrones de bomberos. Daos prisa. ¡Ánimo, lo hemos ensayado cientos de veces! Quiero que todos los vehículos y equipos de rescate móviles y aéreos estén preparados para intervenir antes de que la primera nave se estrelle.

—Destinad defensas a repeler a los invasores en cuanto aterricen. —El primero Meach bajó la voz y miró a sus camaradas—. Tercero Harkonnen, tome una estación de comunicaciones portátil y diríjase al punto de aterrizaje. Quiero que sea mis ojos en el escenario de los hechos. Presiento que esos blindados contienen algo desagradable.

El caos se había apoderado de las calles, bajo un cielo sembrado de nubes. Xavier, en medio de la confusión, oyó el aullido metálico de la atmósfera torturada cuando los proyectiles inactivos cayeron como balas disparadas desde el espacio.

Una lluvia de blindados piramidales golpearon el suelo. Con un estruendo ensordecedor, las cuatro primeras naves ciegas derribaron edificios, arrasaron manzanas enteras con la dispersión explosiva de la energía cinética, pero sofisticados sistemas de desplazamiento de choque protegieron el cargamento mortal que contenían.

Xavier corrió por la calle con el uniforme arrugado, el cabello sudado pegado a la cabeza. Se detuvo ante el gigantesco edificio del Parlamento. Aunque era el lugarteniente de las defensas salusanas, se encontraba en una posición insegura, pues debía dar órdenes desde tierra. No era exactamente lo que le habían enseñado en los cursos de la academia de la Armada, pero el primero Meach confiaba en su buen juicio y capacidad de actuar con independencia.

Tocó el comunicador fijo a su barbilla.

—Estoy en posición, señor.

Cinco proyectiles más se estrellaron en las afueras de la ciudad, dejando cráteres humeantes. Explosiones. Humo. Bolas de fuego.

En los puntos de impacto, los módulos inactivos se abrieron y revelaron un enorme objeto que cobraba vida dentro de cada uno. Unidades mecánicas reactivadas apartaron los restos de los escudoscarbonizados. Xavier adivinó, aterrorizado, lo que iba a ver, comprendió por qué las máquinas enemigas habían logrado atravesar los escudos descodificadores. No eran mentes electrónicas, sino…

Cimeks.

Horribles monstruosidades mecánicas surgieron de las pirámides destrozadas, impulsadas por cerebros humanos extraídos quirúrgicamente. Sistemas de movilidad cobraron vida. Piernas articuladas y armas potenciadas se pusieron en movimiento.

Los cuerpos cimek emergieron de los cráteres humeantes, gladiadores en forma de cangrejo casi tan altos como los edificios derrumbados. Sus piernas eran tan gruesas como vigas maestras, erizadas de cañones lanzallamas, lanzacohetes y surtidores de gas venenoso.

—¡Soldados cimek, primero Meach! —gritó Xavier por el comunicador—. ¡Han descubierto la forma de atravesar nuestras defensas orbitales!

A lo largo y ancho de Salusa, desde las afueras de Zimia hasta el continente más alejado, las milicias planetarias habían recibido órdenes de actuar. Ya habían despegado naves defensivas diseñadas para combatir en las capas atmosféricas inferiores (kindjals), cargadas con proyectiles capaces de atravesar cualquier blindaje.

La gente huía por las calles, presa del pánico. Algunos ciudadanos estaban paralizados a causa del terror, y se limitaban a mirar lo que ocurría a su alrededor. Xavier describió a gritos lo que estaba presenciando. Oyó la voz de Vannibal Meach.

BOOK: La Yihad Butleriana
12.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dark Light by Julia Bell
Like Mandarin by Kirsten Hubbard
Fairest of All by Valentino, Serena
The Missing Dough by Chris Cavender
DARK REALITY-A Horror Tale by Mosiman, Billie Sue
Rollover by Susan Slater
Remnant Population by Elizabeth Moon
Cause for Murder by Betty Sullivan La Pierre