Los papeles póstumos del club Pickwick (7 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Tuve tiempo de observar estos nimios detalles y de fijarme en la respiración fatigosa y febriles sobresaltos del enfermo antes de que advirtiera mi presencia. En uno de los innumerables intentos que hacía para buscar un sitio en que reclinar su cabeza sacó una mano del lecho, que cayó en la mía. Se incorporó sorprendido y me miró con avidez a la cara.

»–Mr. Hutley, Juan –dijo su esposa–; Mr. Hutley, al que has llamado esta noche, ya sabes.

»—¡Ah! –dijo el inválido, pasándose la mano por la frente—. Hutley... Hutley... quiero verte.

»Pareció esforzarse en recoger por unos segundos sus pensamientos y, agarrándome nerviosamente por la muñeca, dijo:

»–No me abandones... no me abandones, amigo. Va a asesinarme. Sé que va a asesinarme.

»—¿Hace tiempo que está así? –dije, dirigiéndome a la esposa, que lloraba.

»–Desde anoche –replicó ella—. Juan, Juan, ¿no me conoces?

»–No la dejes que se acerque a mí –dijo el hombre, estremeciéndose al verla inclinarse hacia él—. Sácala fuera; no puedo sufrir que esté a mi lado.

»La miró espantado, produciendo un gesto de terror, y luego murmuró en mi oído:

»–La pego, Juanillo; la pegué ayer tarde y otras muchas veces. La he matado de hambre a ella y al chico; y ahora que me encuentro débil e indefenso, Juanillo, me va a asesinar; sé que ha de hacerlo. Si le hubieras visto llorar como yo la he visto, también lo temerías tú. Llévatela fuera.

»Abandonó la mano mía, y con las fuerzas agotadas se hundió en la almohada. Yo sabía perfectamente lo que todo esto significaba. Si por un instante hubiera abrigado la menor duda, la contemplación de la demacrada y pálida faz de aquella mujer me hubiera dado explicación suficiente del caso.

»–Lo mejor es que no permanezca usted a su lado –dije a la pobre mujer—. La presencia de usted puede hacerle daño; tal vez se calme si no la ve.

»Se apartó de la vista del hombre. Él abrió sus ojos al cabo de algunos segundos y miró ávidamente a su alrededor. »

—¿Se ha marchado? –preguntó afanosamente.

»–Sí... sí —le dije—; no le hará a usted ningún mal.

»–Le diré a usted, Juanito –me dijo el hombre en voz baja—, lo que en ella me hace daño. Hay algo en sus ojos que despierta en mi corazón un espanto tan horroroso, que me vuelvo loco. Durante toda la noche pasada sus grandes ojos inquisidores y su pálido rostro estuvieron frente a los míos; allí donde yo me volvía, volvíanse ellos; y cuando quiera que yo despertaba de mi sueño, aquí, junto a mi cama, la veía mirarme.

»Me atrajo hacia sí y me dijo en tono de murmullo, que denotaba profunda alarma:

»–Juanito, por fuerza tiene que ser una malvada..., ¡una infame! ¡Chist! Sé que lo es. Porque de haber sido una mujer, hace mucho tiempo que hubiera muerto. Ninguna mujer podría haber sufrido lo que ella.

»Me sobrecogí al pensar en la interminable serie de crueldades y desdenes que tenían que haber ocurrido para producir en tal hombre tal impresión. No pude replicarle, porque, ¿quién podría proporcionar esperanza o consuelo a aquel ser hambriento que ante mí se hallaba?

»Más de dos horas permanecí allí sentado, y durante aquel tiempo no cesó de moverse inquieto, murmurando exclamaciones de impaciencia o de dolor, tendiendo sus brazos en tregua a un lado y a otro, y volviéndose constantemente para mirar en toda dirección.

»Por fin cayó en ese estado de parcial inconsciencia en el que la mente vagaba jadeante de escena a escena y de lugar en lugar, desprovista del gobernalle de la razón, mas sin llegar a perder la sensación actual de un padecer indescriptible. Advirtiendo que tal era el caso por lo incoherente de sus desvaríos y comprendiendo que, según las probabilidades, no había de aumentar la fiebre por el momento, me separé de él, prometiendo a su mujer volver a la noche siguiente y aun pasar allí la velada, si era necesario.

»Cumplí mi ofrecimiento. Las últimas veinticuatro horas le habían producido una horrible alteración. Los ojos, aunque hundidos y cansados, brillaban de un modo espantoso. Los labios estaban resecos y agrietados por algunas partes; la piel, enjuta y tirante, mostraba un lustre ardoroso, y había en la cara del hombre un aire casi extraterreno, que revelaba más que nada los estragos de la dolencia. La fiebre estaba en su apogeo.

»Ocupé el mismo asiento que la noche anterior, y allí permanecí horas y horas escuchando ruidos capaces de conmover profundamente a la más embotada de las humanas criaturas: los terribles estertores de un moribundo. Por lo que había oído acerca de la opinión del médico, no había esperanza. Yo estaba sentado junto a un lecho de muerte. Veía yo las extenuadas piernas, que unas horas antes se retorcieran para solaz y regodeo de una alborotada galería, contraídas por la tortura de una fiebre abrasadora, y creía oír la risa desgarrada del clown, entreverada con los apagados murmullos del agonizante.

»Es siempre conmovedor observar cómo trabaja en la remembranza de las ocupaciones y quehaceres de la salud el cuerpo exangüe de un ser que yace ante nosotros; mas cuando esas ocupaciones son de una índole rudamente dispar de cuanto pueda referirse a ideas de tumba y postrimerías, la impresión se hace infinitamente penosa y opresora. El teatro y la taberna eran los temas constantes de los desvaríos de aquel desgraciado. Llegaba la noche, pensaba él, y tenía que tomar parte en la función; era tarde, y era preciso que saliera de casa sin perder instante. ¿Por qué se le retenía y se le impedía salir? Iba a perder el sueldo...; tenía que salir. ¡Nada, que no le dejaban! Escondía el rostro en sus manos ardorosas y lamentaba con débil acento su propia debilidad y la crueldad de sus perseguidores. Luego de una breve pausa empezó a balbucir unas rimas, las últimas que había aprendido. Se incorporó en el lecho, sacó sus piernas escuálidas y adoptó diversas posturas grotescas...; estaba trabajando... estaba en escena. Al cabo de un minuto de silencio murmuró el estribillo de una canción chocarrera. Llegaba a la antigua morada. ¡Qué caliente encontraba la estancia! Había estado enfermo, muy enfermo; pero ya se sentía bien y feliz. ¡Llenad mi copa! ¿Quién era el que apartaba el vaso de sus labios? Era el mismo que antes le persiguiera. Cayó en su almohada y gruñó. Después de un corto período de inhibición comenzó a vagar por una serie de lúgubres aposentos techados por bajas arcadas; tan bajas, que le era preciso arrastrarse a gatas para seguir su marcha. Era estrecho y oscuro el camino, y por todos lados hallaba obstáculos que le impedían avanzar. Había insectos también, cosas asquerosas reptantes con ojos que le seguían; seres que llenaban el aire y que brillaban horriblemente en las espesas tinieblas del lugar. Los muros y el techo, cuajados de reptiles, parecían vivos. La bóveda alcanzaba enormes proporciones...; por doquier agitábanse formas espantosas, y entre ellas se abrían paso caras conocidas, desfiguradas horriblemente por siniestras gesticulaciones; torturaban su cuerpo con hierros candentes y ataban su cabeza con cuerdas, que apretaban hasta hacerle saltar la sangre; él defendía fieramente su vida.

»Al final de uno de estos paroxismos, cuando a duras penas había yo conseguido reducirle al lecho, cayó en lo que parecía un profundo sopor. Rendido yo por la vigilancia y el esfuerzo desplegado, había cerrado mis ojos por algunos minutos, cuando sentí un zarpazo en el hombro.

»Desperté instantáneamente. Habíase incorporado hasta quedar sentado en la cama...; un horrible cambio se advertía en su rostro; mas había recobrado la conciencia porque era evidente que me conocía. El niño, al que desde algún tiempo antes inquietaban los arrebatos de su padre, saltó de su camita y se abalanzó hacia él gimiendo espantado...; la madre le tomó en brazos a toda prisa, temerosa de que el moribundo le hiciera daño por la violencia de su insensata disposición; pero aterrada por la alteración que veía en los rasgos del marido, quedó suspensa junto al lecho. Agarró el moribundo mi hombro convulsivamente, y golpeando su pecho con la otra mano, hizo un desesperado esfuerzo para hablar. Mas fue vano el intento. Extendió el brazo hacia ellos y tentó otro brusco movimiento. Hubo un ronco gemido en su garganta... un relámpago en sus ojos... un rugido ahogado aún... y cayó... ¡muerto!

Hubiéranos complacido altamente poder registrar la opinión formada por Mr. Pickwick sobre la anécdota precedente. Y hubiéramos logrado ofrecerla a nuestros lectores, a no ser por una malhadada ocurrencia.

Dejaba Mr. Pickwick sobre la mesa el vaso que había conservado en su mano durante las últimas frases de la narración, y disponíase a hablar –pues el libro de notas de Mr. Snodgrass nos permite afirmar que en aquel instante abría la boca—, cuando entró el criado diciendo:

—Unos caballeros, sir.

Apuntamos la conjetura de que Mr. Pickwick se preparaba a emitir algunos comentarios que hubieran incendiado el mundo, ya que no el Támesis, al ser interrumpido de esta suerte, porque miró severamente al criado y a su alrededor, como inquiriendo noticias acerca de los recién llegados.

—¡Oh! –dijo Mr. Winkle levantándose—. Serán amigos míos...; hágales pasar. Simpáticos señores –prosiguió Mr. Winkle cuando hubo salido el criado—; oficiales del 97º, a quienes conocí esta mañana de un modo bien extraño. Les agradarán mucho a ustedes.

Recobró Mr. Pickwick su ecuanimidad. Volvió el criado e introdujo en la estancia a tres caballeros.

—El teniente Tappleton –dijo Mr. Winkle—. Teniente Tappleton, Mr. Pickwick... Doctor Payne, míster Pickwick... Mr. Snodgrass, usted ya le ha visto antes... Mi amigo Mr. Tupman, doctor Payne... Doctor Slammer, Mr. Pickwick... Mr. Tupman, doctor Slam...

Calló de repente Mr. Winkle, al notar una brusca demudación en los rostros de Mr. Tupman y del doctor.

—A
este
señor le he visto antes de ahora –dijo el doctor con énfasis marcado.

—¡Ah! —dijo Mr. Winkle.

—Y.. y a ese sujeto también, si no estoy equivocado –dijo el doctor, dirigiendo una mirada escrutadora al desconocido de la chaqueta verde—. Me parece haber hecho a ese sujeto una apremiante invitación la pasada noche, invitación que ha juzgado oportuno declinar.

Diciendo lo cual, el doctor miró al intruso con ceño magnánimo y empezó a murmurar al oído de su amigo el teniente Tappleton.

—No puede ser –dijo el teniente al fin del secreto coloquio.

—Pues es –replicó el doctor Slammer.

—No tiene usted más remedio que darle un puñetazo aquí mismo –murmuró con solemnidad el propietario de la silla de campo.

—Calma, Payne –terció el teniente—. ¿Me permite usted que le pregunte, sir? –dijo, dirigiéndose a Mr. Pickwick, al que había picado considerablemente aquel juego verdaderamente impolítico—. ¿Me permitirá usted que le pregunte si este sujeto pertenece a la partida de usted?

—No, sir —respondió Mr. Pickwick—; es un compañero de hospedaje nuestro.

—¿Es miembro del Club de usted, o estoy yo equivocado? –dijo el teniente en tono inquisitivo.

—Desde luego, no –replicó Mr. Pickwick.

—¿Y no lleva nunca el botón de su Club? –dijo el teniente.

—¡No, nunca! –repuso atónito Mr. Pickwick.

El teniente Tappleton se volvió hacia su amigo el doctor Slammer con un encogimiento de hombros apenas perceptible y en cierto modo indicador de duda acerca de la exactitud de los recuerdos de éste. El pequeño doctor le miró encolerizado, pero perplejo, mientras que Payne contemplaba con gesto feroz el rostro maravillado del inconsciente Pickwick.

—Sir —dijo el doctor, dirigiéndose bruscamente a Mr. Tupman en un tono que hizo estremecerse al caballero tan violentamente como si se le hubiera clavado un alfiler en el magro de la pantorrilla—, ¡usted estuvo anoche en el baile de aquí!

Mr. Tupman insinuó un gesto afirmativo, sin dejar de mirar muy fijamente a Mr. Pickwick.

—Este sujeto estuvo en su compañía –dijo el doctor, señalando al desconocido, que seguía impertérrito.

Mr. Tupman asintió.

—Ahora, sir –dijo el doctor al intruso—, yo le pregunto una vez más, en presencia de estos caballeros, si tiene usted a bien darme su tarjeta y ser tratado como un caballero, o si, por el contrario, va usted a obligarme a castigarle personalmente aquí mismo.

—¡Alto, sir! —dijo Mr. Pickwick—. Yo no puedo consentir que esto siga adelante sin algunas explicaciones. Tupman, puntualice las circunstancias.

Mr. Tupman, conjurado de este modo solemne, relató el caso en pocas palabras: aludió ligeramente al préstamo de la chaqueta; se extendió ampliamente en lo de que aquello se había hecho «después de comer»; mostróse arrepentido por su parte, y dejó que el intruso se sincerase como pudiera.

Tal iba a hacer, a lo que parecía, cuando el teniente Tappleton, que le había estado mirando con gran curiosidad, dijo con inmenso desdén:

—¿No le he visto yo a usted en el teatro, sir?

—Ciertamente –replicó el imperturbable desconocido.

—Es un cómico ambulante –dijo el teniente con aire despreciativo, volviéndose al doctor Slammer—. Trabaja en la función que los oficiales del 52.° dan mañana por la noche en el teatro de Rochester. No puede usted llevar adelante este asunto, Slammer... ¡imposible!

—No puede ser –dijo dignamente Payne.

—Lamento haber traído a ustedes a esta situación tan enojosa –dijo el teniente Tappleton, dirigiéndose a Mr. Pickwick—. Permítanme decirles que la manera mejor de evitar en lo sucesivo tales escenas será seleccionar mejor sus compañías. Buenas noches, sir.

Y el teniente abandonó la estancia.

—Y permítame a mí decir, sir –dijo el irascible doctor Payne—, que yo, en el caso de Tappleton, o en el de Slammer, le hubiera arrancado a usted la nariz y se la hubiera arrancado a todos los señores que están en su compañía. De fijo, sir, a todos. Me llamo Payne, sir... el doctor Payne, del 43.° Buenas noches, sir.

Terminada la arenga, y después de haber pronunciado las tres últimas palabras en tono agudo, siguió a su amigo majestuosamente, saliendo acto seguido el doctor Slammer, que, sin decir palabra, se contentó con aplastar con una mirada a la concurrencia.

Rabia creciente y honda extrañeza se despertaron en el noble pecho de Mr. Pickwick, casi hasta el punto de hacer estallar su chaleco, durante la proclamación del mencionado reto. Quedó estupefacto en su sitio mirando en éxtasis. Al cerrarse la puerta volvió en sí. Se abalanzó con furioso ademán y ojos de fuego. Ya estaba su mano sobre el picaporte; un momento más, y hubiera caído sobre la garganta del doctor Payne, del 43.°, de no haber atrapado Mr. Snodgrass por el faldón a su venerado jefe y obligándole a retroceder.

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