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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (173 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Como Richard nunca tuvo hijos, era heredero su sobrino. El rey, anonadado y debilitado por el escándalo Becket, había optado por la línea de menor resistencia, confirmando rápidamente a Tommy como conde. Aliena había renunciado gustosa en favor de la generación más joven. Había logrado con el Condado lo que se propuso. De nuevo era rico y próspero, una tierra de ovejas gordas, verdes campos y activos molinos. Algunos de los terratenientes más importantes e innovadores habían adoptado las novedades que ella introdujo, arando con caballos, alimentándolos con la avena obtenida con el sistema de rotación triple de cosechas. En consecuencia la tierra podía proporcionar alimentos a más gentes todavía que durante el sabio gobierno de su padre.

Tommy sería un buen conde. Había nacido para eso. Durante mucho tiempo Jack se negó a comprenderlo. Quería que su hijo fuera constructor; pero, al final, se vio obligado a admitir la realidad. Tommy nunca fue capaz de cortar una piedra en línea recta y por el contrario era un líder natural. A los veintiocho años se mostraba ya decidido, firme, inteligente y de mente abierta. Ahora solían llamarle Thomas.

Al hacerse él cargo del gobierno, las gentes esperaban que Aliena siguiera viviendo en el castillo, dando la lata a su nuera y jugando con sus nietos. Aliena se rió de ellas. Le gustaba la mujer de Tommy; era una muchacha bonita, una de las hijas pequeñas del conde de Bedford, y adoraba a sus tres nietos, pero a lo que no estaba dispuesta era a retirarse a los cincuenta y dos años. Jack y ella habían tomado una gran casa de piedra cerca del priorato de Kingsbridge y Aliena había vuelto al negocio de la lana, comprando y vendiendo, comerciando con toda su antigua energía y ganando dinero en abundancia.

El grupo de ahorcamiento llegó a la plaza sacando a Aliena de su ensoñación. Miró atentamente al prisionero mientras avanzaba tropezando al final de una cuerda, con las manos atadas a la espalda. Era William Hamleigh.

Alguien frente a él le escupió. La plaza estaba abarrotada de gente, ya que eran muchos los que se sentían satisfechos de ver desaparecer a William. Incluso a quienes no tenían motivos de rencor contra él les resultaba algo fuera de lo común ver colgar a un antiguo sheriff. Pero William se había visto implicado en el más escandaloso asesinato que jamás tuvo lugar.

Aliena nunca había ni imaginado una reacción semejante a la que se produjo ante el asesinato del arzobispo Thomas. La noticia se había propagado como fuego por toda la Cristiandad, desde Dublín a Jerusalén, y desde Toledo hasta Oslo. El Papa había guardado luto. La mitad continental del imperio del rey Henry había sido puesta bajo interdicción, lo que significaba que todas las iglesias se mantendrían cerradas y no habría oficios sagrados, salvo el bautismo. En Inglaterra las gentes empezaban a peregrinar a Canterbury, igual que si se tratara del sepulcro de un santo como Santiago de Compostela.

Y hubo milagros. El agua teñida con la sangre del mártir y jirones del manto que llevaba cuando le asesinaron, curaban a gente enferma no sólo en Canterbury sino en toda Inglaterra.

Los hombres de William habían intentado robar el cuerpo conservado en la catedral. Pero los monjes ya lo habían previsto, y se apresuraron a ocultarlo. Ahora se encontraba a buen recaudo en el interior de una bóveda de piedra y los peregrinos habían de introducir la cabeza por un hueco en el muro para besar el sarcófago de mármol.

Fue el último crimen de William. Había regresado a hurtadillas a Shiring. Pero Tommy le había detenido acusándole de sacrilegio. Fue considerado culpable por el tribunal del obispo Philip. En circunstancias normales nadie se hubiera atrevido a condenar a un sheriff por tratarse de un funcionario de la corona. Pero en ese caso la situación era a la inversa. Nadie, ni siquiera el rey, se atrevería a defender a uno de los asesinos de Becket.

William iba a tener un mal final.

Tenía los ojos desorbitados, con la mirada fija, la boca abierta y babeante, gemía incoherencias y tenía una mancha en la delantera de su túnica por haberse orinado.

Aliena observó a su viejo enemigo avanzar casi a ciegas y a trompicones hacia la horca. Recordó al muchacho joven, arrogante y cruel que la violó hacía treinta y cinco años. Resultaba difícil creer que se hubiera convertido en semejante ser infrahumano, quejumbroso y aterrado. Ni siquiera se asemejaba al viejo caballero gordo, gotoso y defraudado que fue en los últimos tiempos. A medida que se acercaba al patíbulo empezó a forcejear y a chillar. Los hombres de armas tiraban de la cuerda como si se tratara de un cerdo que llevaran al matadero. Aliena no pudo encontrar piedad en su corazón, lo único que sentía era alivio. William jamás volvería a aterrorizarla.

Mientras le subían a la carreta de bueyes empezó a patalear y a berrear. Parecía un animal, con la cara congestionada, montaraz y sucio; Aunque por otra parte se asemejaba a un niño, balbuceando y sin parar de llorar. Se necesitó la ayuda de cuatro hombres para sujetarle mientras un quinto le echaba el dogal al cuello. Hasta tal punto luchaba, que el nudo se apretó antes de que él cayera, siendo sus propios esfuerzos los que empezaron a estrangularlo. Los hombres de armas retrocedieron. William se contorsionaba, ahogándose mientras su gorda cara adquiría un color púrpura. Aliena miraba espantada. Ni siquiera en los momentos de mayor furia y odio le había deseado una muerte semejante.

No se escuchó ruido alguno cuando ya estaba ahogado. El gentío permanecía inmóvil. Incluso los chiquillos quedaron mudos ante aquel espantoso espectáculo.

Alguien golpeó al buey en el flanco y el animal caminó hacia delante. William cayó al fin; pero la caída no le rompió el cuello y permaneció colgado del extremo de la soga asfixiándose lentamente.

Sus ojos seguían abiertos. Aliena tuvo la sensación de que la estaba mirando. La mueca de su rostro, mientras colgaba retorciéndose en la agonía, le resultaba familiar. Era la misma que tenía cuando la estaba violando, justo antes de tener el último orgasmo. Aquel recuerdo fue como si la apuñalaran, pero se obligó a no apartar la mirada.

Se prolongó durante mucho tiempo; sin embargo, el gentío permanecía allí sin moverse durante todo el proceso. La cara de William se oscurecía más y más. Sus agónicas contorsiones se convirtieron en débiles sacudidas. Finalmente los ojos se le hundieron, los párpados se cerraron y se quedó quieto. De repente y de manera espeluznante, apareció, entre los dientes la lengua, negra e hinchada.

Estaba muerto.

Aliena se sintió exhausta. William había cambiado su vida, hubo un tiempo en que habría dicho que la había destrozado. Pero ahora estaba muerto, imposible ya de volver a hacer daño a ella ni a nadie más.

El gentío empezó a disolverse. Los chiquillos remedaban los unos a los otros las angustias de la muerte, poniendo los ojos en blanco y sacando la lengua. Un hombre de armas subió al patíbulo y descolgó a William.

Aliena encontró la mirada de su hijo. Parecía sorprendido de verla. Se acercó a ella de inmediato y se inclinó para darle un beso.

Mi hijo
, se dijo Aliena.
Mi formidable hijo, el hijo de Jack.

Recordó lo aterrada que se había sentido ante la posibilidad de tener un hijo de William. Bueno, al fin y al cabo algunas cosas salían bien.

—Pensé que no querrías venir aquí —dijo Tommy.

—Tenía que hacerlo —contestó ella—; tenía que verle muerto.

Tommy pareció sobresaltado. No lo comprendía, en verdad que no. Aliena se alegró. Esperaba que su hijo jamás tuviera que comprender esas cosas.

Tommy le echó el brazo por los hombros y juntos salieron de la plaza.

Aliena no volvió la vista atrás.

Un caluroso día de pleno verano Jack comía con Aliena y Sally a la fresca del crucero norte, en la parte superior de la galería sentados sobre la argamasa cubierta de garabatos de su suelo de dibujo. El cántico de los monjes en el presbiterio, durante el oficio de sexta, era como un murmullo sordo semejante al ímpetu de una cascada lejana.

Comían chuletas de cordero frías con pan tierno de trigo y bebían de un cántaro de cerveza dorada. Jack había pasado la mañana diseñando el trazado de un nuevo presbiterio que empezaría a construir el próximo año. Sally miraba el dibujo mientras hincaba sus bonitos dientes blancos en una chuleta. Jack sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que emitiera algún juicio crítico sobre ello. Miró a Aliena. Ella también había estado leyendo en la expresión de Sally y sabía lo que se avecinaba. Intercambiaron una mirada de entendimiento y sonrieron.

—¿Por qué quieres que el extremo este sea redondeado? —preguntó Sally a su padre.

—Lo basé en un dibujo de Saint-Denis —repuso Jack.

—Pero, ¿tiene alguna ventaja?

—Sí. Puedes mantener a los peregrinos en movimiento.

—Y para ello has colocado esa hilera de pequeñas ventanas.

Jack sabía que pronto saldrían a colación las ventanas siendo Sally una vidrierista.

—¿Pequeñas ventanas? —exclamó simulando indignación—. ¡Esas ventanas son inmensas! Cuando por primera vez puse en esta iglesia ventanas de este tamaño, la gente pensó que todo el edificio se vendría abajo por falta de apoyo estructural.

—Si la parte posterior del presbiterio fuera cuadrada, tendrías un muro completamente plano —insistió Sally—. Y entonces sí que podrías poner ventanas realmente grandes.

La idea de Sally parece excelente
, se dijo Jack. Con el trazado del ábside redondeado, todo el presbiterio había de tener alrededor una misma elevación continua dividida en las tres tradicionales hiladas de arcada, galería y trifolio. Un extremo cuadrado ofrecería la oportunidad de cambiar el diseño.

—Es posible que haya otra forma de mantener en movimiento a los peregrinos —dijo pensativo.

—Y el sol naciente brillaría a través de las grandes ventanas.

Jack podía ya imaginarlo.

—Podría haber una hilera de altos arcos apuntados semejantes a lanzas en un bastidor.

—O una gran ventana redonda como una rosa.

Era una idea deslumbrante. Para quien estuviera en la nave mirando a lo largo de la iglesia hacia el este, la ventana redonda semejaría un inmenso sol explotando en infinitos fragmentos de maravillosos colores.

Jack podía verlo ya.

—Me pregunto qué tema querrían los monjes.

—La ley y los profetas —dijo Sally.

Jack se quedó mirándola con las cejas enarcadas.

—Eres una astuta zorrilla. Ya has discutido sobre la idea con el prior Jonathan ¿verdad?

Sally parecía sentirse culpable, pero la llegada de Peter Chiser, un joven tallista en piedra, le evitó la respuesta. Era un hombre tímido y desmañado. El rubio pelo le caía sobre los ojos, pero esculpía cosas hermosas, y Jack estaba contento de tenerlo.

—¿Qué puedo hacer por ti, Peter? —le preguntó.

—En realidad vengo buscando a Sally.

—Pues ya la has encontrado.

En ese momento, Sally se levantaba y sacudía las migas de pan de la delantera de su túnica.

—Nos veremos luego —dijo.

Peter y ella salieron por la puerta baja y descendieron la escalera de caracol.

Jack y Aliena se miraron.

—¿Se ha ruborizado? —preguntó Jack.

—Espero que sí —repuso Aliena—. Va siendo hora de que se enamore de alguien, caramba. ¡Tiene veintiséis años!

—Bien, bien. Había perdido toda esperanza. Creí que pensaba convertirse en una solterona.

Aliena meneó la cabeza.

—Eso no va con Sally. Es fogosa como la que más. Pero también es selectiva.

—¿De veras? —preguntó Jack—. Las jóvenes del Condado no hacen cola para casarse con Peter Chiser.

—Las jóvenes del Condado se enamoran de hombres guapos y vigorosos como Tommy, que son magníficos jinetes y llevan la capa forrada de seda roja. Sally es diferente. Necesita a alguien inteligente y sensitivo. Peter es ideal para ella.

Jack asintió. Nunca había pensado en ello, pero sabía de manera intuitiva que Aliena tenía razón.

—Es como su abuela —dijo—. Mi madre se enamoró de un hombre fuera de lo corriente. Alguien especial.

—Sally es como tu madre y Tommy como mi padre —dijo Aliena.

Jack le sonrió. Aliena estaba más hermosa que nunca. Tenía mechas grises en el pelo y la piel de su garganta no mostraba la lisura de mármol como en otros tiempos; había perdido las redondeces de la maternidad, los finos huesos de su rostro encantador se habían hecho más prominentes y había adquirido una belleza casi estructural. Jack alargó la mano y trazó una línea de su mandíbula.

—Como mis arbotantes —dijo.

Aliena sonrió.

Le hizo una fugaz caricia en el cuello y el pecho. Sus senos también habían cambiado. Los recordaba enhiestos, como ingrávidos, con los pezones duros. Luego al quedarse encinta se le habían hecho más grandes, así como los pezones. Ahora los tenía más bajos y blandos y se le movían de una forma atrayente cuando andaba. Jack los había amado a través de todos los cambios. Se preguntó cómo serían cuando Aliena fuera vieja. ¿Se encogerían y arrugarían?
Probablemente también los amaré entonces
se dijo; sintió que el pezón de Aliena se endurecía bajo su tacto. Se inclinó y la besó en los labios.

—Estamos en la iglesia, Jack —murmuró ella.

—¡Qué importa! —repuso él bajando la mano desde el vientre hasta la ingle.

Se oyeron pasos en las escaleras.

Jack se apartó con actitud culpable.

Aliena hizo una mueca sonriente ante su desconcierto.

—Castigo de Dios —le dijo sin el menor respeto.

—Ya te veré más tarde —musitó Jack con tono burlonamente amenazador.

Las pisadas alcanzaron el final de la escalera y apareció el prior Jonathan, saludó a ambos con solemnidad. Su gesto parecía grave.

—Hay algo que quiero que escuches, Jack —le dijo—. ¿Querrías venir al claustro conmigo?

—Claro. —Jack se puso en seguida en pie.

Jonathan se dirigió de nuevo a la escalera de caracol. Jack, deteniéndose en la puerta, apuntó con un dedo amenazador a Aliena.

—Más tarde —dijo.

—¿Prometido? —inquirió ella con una sonrisa.

Jack siguió a Jonathan por las escaleras y a través de la iglesia hasta la puerta del crucero sur que conducía al claustro. Tras recorrer el paseo norte, dejando atrás a los estudiantes con sus tablillas de cera, se detuvieron en un ángulo. Con un ademán de cabeza Jonathan indicó a Jack un monje que estaba sentado solo en un saliente de piedra a mitad de camino del paseo oeste. El monje llevaba echada la capucha de modo que le cubría la cara, pero al detenerse ellos, el hombre se volvió, levantó los ojos y apartó rápidamente la mirada.

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