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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (46 page)

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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—Acaso sea obra de Dios —dijo, lanzándose de cabeza.

Philip le miró sorprendido.

—¿Qué quieres decir?

—Nadie ha resultado herido. Los libros, el tesoro y los huesos del santo están a salvo. Sólo la iglesia ha quedado destruida —dijo pensando bien sus palabras—. Tal vez Dios quisiera una nueva iglesia.

Philip sonrió con escepticismo.

—Y supongo que Dios querría que la construyeras tú.

No estaba tan aturdido que no fuera capaz de ver que la sugerencia de Tom tal vez fuera en su propio interés.

Tom siguió en sus trece.

—Es posible —dijo porfiado—. No fue el demonio el que envió aquí a un maestro constructor la noche en que ha ardido la iglesia.

Philip apartó la vista.

—Bueno, habrá una nueva iglesia, pero lo que no sé es cuándo. ¿Y qué hago yo mientras tanto? ¿Cómo puede continuar la vida del monasterio? Todos nosotros estamos aquí para orar y estudiar.

Philip estaba profundamente abatido. Aquel era el momento en que Tom podía darle una nueva esperanza.

—En una semana mi muchacho y yo podemos retirar todos los escombros del claustro y dejarlo en condiciones de uso —dijo con un tono más seguro de lo que se sentía.

Philip se mostró sorprendido.

—¿Podríais hacerlo? —Pero una vez más cambió su expresión, sintiéndose de nuevo desesperanzado—. ¿Y dónde tendríamos la iglesia?

—¿Qué hay de la cripta? Podríais celebrar los oficios divinos en ella.

—Sí, serviría muy bien.

—Estoy seguro de que la cripta no está demasiado dañada —dijo Tom. Era casi verdad, estaba casi seguro.

Philip lo miraba como si fuera el ángel de misericordia.

—No se necesitará mucho tiempo para abrir un camino a través de los escombros desde el claustro a las escaleras de la cripta —siguió diciendo Tom—. Por ese lado ha quedado completamente destruida la mayor parte de la iglesia, lo que por extremo que parezca es una suerte porque eso significa que ya no hay peligro de que se derrumbe la mampostería; tendría que revisar los muros que aún siguen en pie, y quizás fuera necesario reforzar algunos. Luego habría que comprobarlos diariamente por si apareciesen grietas, y aún así no deberíais entrar en la iglesia durante una tormenta. —Todo aquello era importante, pero Tom pudo darse cuenta de que Philip no lo asimilaba. Lo que éste quería en esos momentos de Tom eran noticias positivas, algo que le levantara el ánimo. Y la única manera de que le contratara era darle lo que quería. Tom cambió de tono.

—Si algunos de vuestros monjes más jóvenes trabajaran conmigo, sería posible que arreglara las cosas de manera que pudieseis reanudar la vida monástica, en cierto modo, en dos semanas.

Philip le miraba asombrado.

—¿Dos semanas?

—Dadme comida y alojamiento para mi familia y el salario me lo podéis pagar cuando tengáis dinero.

—¿Puedes devolverme mi priorato en dos semanas? —repitió Philip incrédulo.

Tom no estaba seguro de que pudiera, pero si necesitara tres nadie iba a morirse por ello.

—Dos semanas —repitió con firmeza—, después ya podremos derribar los muros restantes. Tened en cuenta que se trata de un trabajo que requiere experiencia, si ha de hacerse con seguridad. Luego habrá que despejar los escombros, almacenando las piedras para su uso ulterior. Entretanto podremos proyectar la nueva catedral.

Tom contuvo el aliento. Lo había hecho lo mejor que podía. ¡Estaba seguro de que Philip le contrataría!

Philip asintió, sonriendo por primera vez.

—Creo que te ha enviado Dios —dijo—. Vamos a tomar algo de desayuno y luego podemos empezar a trabajar.

Tom lanzó un débil suspiro de alivio.

—Gracias —dijo con cierto temblor en la voz que no pudo contener del todo, y añadió—: No puedo deciros cuánto significa esto para mí.

Después del desayuno, Philip celebró un capítulo improvisado en el almacén de Cuthbert, debajo de la cocina. Los monjes se mostraban nerviosos e inquietos. Eran hombres que habían elegido o se habían acomodado a una vida de seguridad, predeterminada y tediosa, y la mayoría se sentían profundamente desorientados. Su perplejidad conmovía a Philip. Más que nunca se sintió como un pastor cuya tarea consistía en cuidar de unas criaturas inexpertas e indefensas. Sólo que ellos no eran animales estúpidos sino sus hermanos, por quienes él sentía gran afecto. Llegó a la conclusión de que la manera de tranquilizarles era decirles lo que iba a suceder, utilizar su energía nerviosa en trabajo duro, y volver a la rutina normal lo antes posible.

Pese a lo desusado del lugar, Philip no abrevió el ritual del capítulo. Ordenó la lectura del martirologio de ese día, seguida de las oraciones conmemorativas. Versaba sobre qué son los monasterios: oración para la justificación o la existencia. Sin embargo algunos de los monjes se mostraban inquietos, de manera que eligió el capítulo veinte de la regla de san Benito, la sección titulada "De la reverencia durante la oración". Siguió la necrología. El ritual familiar les calmó los nervios y se dio cuenta de que la expresión temerosa en los rostros que le rodeaban se borraba paulatinamente a medida que los monjes iban comprendiendo que, después de todo, su mundo no se había derrumbado.

Al final Philip se dirigió a ellos.

—Después de todo, la catástrofe que nos afligió la noche pasada tan sólo es material —empezó diciendo, procurando dar a su voz el tono más tranquilizador y cálido posible—. Nuestra vida es espiritual, nuestro trabajo la oración, la adoración y la contemplación. —Por un instante paseó la vista en derredor, captando cuantas miradas le fue posible para asegurarse de que tenía toda la atención. Luego añadió—. Os prometo que dentro de algunos días reanudaremos todo ese trabajo.

Hizo una pausa para que sus palabras calaran hondo. El relajamiento de la tensión reinante fue casi tangible. Philip permaneció un momento en silencio, y luego prosiguió:

—Dios, en su sabiduría, nos envió ayer a un maestro constructor que nos ayudará durante esta crisis. Me ha asegurado que si trabajamos bajo su dirección podremos tener el claustro en condiciones para su utilización normal en una semana.

Hubo un murmullo de grata sorpresa.

—Me temo que nuestra iglesia jamás podrá volver a utilizarse para los oficios divinos. Habrá de ser nuevamente construida, y naturalmente eso requerirá muchos años. Sin embargo Tom Builder cree que la cripta no ha sufrido daños. La cripta está consagrada, de manera que podemos celebrar los oficios divinos en ella. Tom afirma que podrá ponerla en condiciones de seguridad en una semana, tan pronto como haya terminado con el claustro. Así que como veis, podremos reanudar nuestros cultos normales para el domingo de Septuagésima.

Una vez más el alivio fue audible. Philip comprendió que había logrado calmarles y darles seguridad. Al principio del capítulo se habían mostrado atemorizados y confusos. Ahora ya estaban tranquilos y confiados.

—Los hermanos que se consideren demasiado débiles para realizar trabajos físicos serán disculpados. A los hermanos que trabajen durante todo el día con Tom Builder, les será permitido la carne roja y el vino —añadió Philip.

Planteada ya la situación, Philip tomó asiento. Remigius fue el primero en hablar.

—¿Cuánto habremos de pagar a ese constructor? —preguntó con suspicacia.

Remigius siempre era el primero en encontrar puntos débiles.

—Por el momento nada —contestó Philip—. Tom conoce nuestra pobreza. Trabajará por la comida y el alojamiento para él y su familia hasta que estemos en condiciones de pagarle su salario.

Philip comprendió que aquello resultaba ambiguo. Parecía significar que Tom no percibiría salario hasta que el priorato pudiera permitírselo, cuando en realidad el priorato le debería el salario de cada día que trabajara a partir de ese mismo momento. Pero antes de que Philip pudiera aclarar el acuerdo establecido, Remigius tomó de nuevo la palabra.

—¿Dónde se alojarán?

—Les he cedido la casa de invitados.

—Pueden vivir con alguna de las familias de la aldea.

—Tom nos ha hecho una oferta generosa —alegó impaciente Philip—. Tenemos suerte de poder contar con él. No quiero que duerma junto con las cabras y los cerdos de otros cuando tenemos una casa decente que está vacía.

—Hay dos mujeres en la familia...

—Una mujer y una niña —le corrigió Philip.

—Está bien, una mujer. ¡No queremos que una mujer viva en el priorato!

Los monjes susurraban inquietos. No les gustaban las objeciones necias de Remigius.

—Es perfectamente normal que las mujeres se alojen en la casa de invitados —afirmó Philip.

—¡Pero no esa mujer! —explotó Remigius aunque de inmediato pareció lamentarlo.

—¿Conoces a esa mujer, hermano?

—Hubo un tiempo en que vivió por estos lugares —admitió reacio.

Philip se sintió intrigado. Era la segunda vez que tenía lugar algo así en relación con la mujer del constructor. Waleran Bigod también se había mostrado inquieto al verla.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó Philip.

Antes de que Remigius pudiera contestar, habló el hermano Paul, el viejo monje que se ocupaba del puente.

—Ya lo recuerdo —dijo como en sueños—. Había una muchacha salvaje de los bosques que solía vivir por aquí... Bueno, de eso debe hacer unos quince años. Ella me la recuerda. Posiblemente será la misma muchacha que se ha hecho mayor.

—La gente decía que era bruja —alegó Remigius—. ¡No podemos tener a una bruja en el priorato!

—De eso no sé nada —dijo el hermano Paul con voz lenta y meditativa—. A cualquier mujer que viva salvaje, tarde o temprano la llaman bruja. Cuando la gente dice una cosa no siempre es verdad. Yo me contento con dejar que el prior Philip, con su sabiduría, juzgue si representa un peligro.

—La sabiduría no siempre llega por el mero hecho de asumir un cargo monástico —afirmó tajante Remigius.

—En verdad que no —dijo el hermano Paul con tono mesurado. Luego, mirando de frente a Remigius añadió—: A veces no llega nunca.

Los monjes rieron ante aquella aguda réplica, tanto más divertida por proceder de una fuente inesperada. Philip hubo de simular sentirse disgustado. Batió palmas reclamando silencio.

—¡Ya está bien! —exclamó—. Estas cuestiones son serias. Hablaré con la mujer. Ahora cumplamos con nuestras obligaciones. Quienes deseen que se les dispense del trabajo físico pueden retirarse a la enfermería para la oración y la meditación. Los demás seguidme.

Salió del almacén, dio la vuelta y se dirigió por detrás de los edificios de la cocina en dirección a la arcada sur que conducía al claustro. Unos pocos monjes se separaron del grupo y se dirigieron hacia la enfermería, entre ellos Remigius y Andrew Sacristán. Ninguno de los dos sufría de debilidad, se dijo Philip, pero probablemente crearían dificultades si se incorporaban a las fuerzas laborales, por lo que se sintió muy satisfecho al ver que se iban. La mayoría de los monjes siguieron a Philip.

Tom había reunido ya a los servidores del priorato y había empezado a trabajar. Se encontraba en pie sobre el montón de escombros en el cuadro del claustro, con un gran trozo de tiza en la mano, marcando piedras con la letra T, inicial de su nombre.

Por primera vez en su vida a Philip se le ocurrió preguntarse cómo podían moverse unas piedras tan enormes. Ciertamente eran demasiado grandes para que un hombre pudiera levantarlas. En seguida tuvo la respuesta. Se colocaban en el suelo dos grandes estacas, una junto a otra, y se empujaba una piedra hasta colocarla sobre las estacas. Luego dos personas cogían los extremos de las estacas y las levantaban. Tom Builder debía de haberles enseñado a hacer aquello. El trabajo se desarrollaba rápidamente, con la mayoría de los sesenta servidores del priorato formando un río humano que se llevaban piedras y volverían a por más.

Al verle, Tom bajó del montón de escombros. Antes de hablar con Philip se dirigió a uno de los servidores, el sastre que cosía los hábitos de los monjes.

—Que empiecen los monjes a llevarse piedras —dijo al hombre—. Asegúrate de que sólo se llevan las marcadas por mí. De lo contrario el montón puede deslizarse y matar a alguien. —Luego se volvió hacia Philip—: He marcado suficientes para mantenerlos ocupados por un tiempo.

—¿Adónde se llevan las piedras? —preguntó Philip.

—Venid y os lo enseñaré. Quiero comprobar si las están amontonando como es debido.

Philip acompañó a Tom. Estaban llevando las piedras al lado este del recinto del priorato.

—Algunos servidores todavía tienen que hacer sus tareas habituales —dijo Philip mientras caminaban—. Los mozos de cuadra han de seguir ocupándose de los caballos, los cocineros deben preparar las comidas, alguien tiene que traer leña, dar de comer a las gallinas e ir al mercado. Pero ninguno de ellos tiene exceso de trabajo, así que puedo prescindir de una media docena. Además podrás disponer de unos treinta monjes.

Tom hizo un ademán de aquiescencia.

—Será suficiente.

Dejaron atrás el extremo este de la iglesia. Los trabajadores estaban amontonando piedras todavía calientes contra el muro este del recinto del priorato, a unas yardas de la enfermería y de la casa del prior.

—Hay que reservar las viejas piedras para la nueva iglesia —dijo Tom—. No serán utilizadas en los muros porque las piedras de segunda mano no aguantan bien la intemperie. Pero servirán para los cimientos. También hay que conservar las piedras rotas. Se mezclarán con argamasa y se introducirán en la cavidad entre las capas interior y exterior de los muros nuevos formando así el núcleo de cascajo.

—Comprendo.

Philip observaba mientras Tom daba instrucciones a los trabajadores de cómo amontonar las piedras, de manera que se trabaran, para que el montón no se viniera abajo. Era evidente a todas luces que se hacía indispensable la pericia de Tom.

Una vez que Tom quedó satisfecho, Philip le cogió del brazo y le condujo, dando vuelta a la iglesia, hasta el cementerio en el lado septentrional. Había parado la lluvia pero las losas de las tumbas todavía estaban mojadas. En el extremo oriental del cementerio estaban enterrados los monjes, y en el occidental los aldeanos. La línea divisoria era el crucero sobresaliente septentrional de la iglesia, en aquellos momentos en ruinas. Philip y Tom se detuvieron frente a él. Un sol tibio rompió las nubes. A la luz del día las ennegrecidas vigas no tenían nada de siniestro, y Philip se sintió casi avergonzado por haber pensado que la noche anterior había visto un diablo.

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