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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Los presidentes en zapatillas (10 page)

BOOK: Los presidentes en zapatillas
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Tras el mensaje del Rey para comunicar a los españoles que el intento de golpe de Estado había fracasado y su claro posicionamiento a favor del proceso democrático, Alberto Aza consideró controlada la situación y nos permitió marchar a casa.

Un dato curioso que unía de nuevo los destinos de Adolfo Suárez y del cardenal Enrique y Tarancón sucedía también el 23-24 de febrero. Mientras se celebraba en el Congreso la votación que sustituiría a Adolfo Suárez al frente del Ejecutivo, interrumpida por el intento de golpe, los obispos se encontraban igualmente reunidos en la Casa de Ejercicios del Pinar de Chamartín, con el fin de proceder a la elección del sustituto de Tarancón, que había dejado la presidencia de la Conferencia, en este caso de forma reglamentaria. El día 24 por la mañana, mientras toda España estaba pendiente de la resolución del golpe, era elegido para el cargo, Gabino Díaz Merchán, obispo de Oviedo.

A la mañana siguiente, las verjas de la Presidencia del Gobierno permanecían cerradas; decenas de periodistas se agolpaban en las inmediaciones con el fin de captar imágenes o declaraciones de las personas que entrábamos o salíamos, previa identificación y autorización de los agentes encargados de controlar el acceso. Más o menos de esta forma transcurrió el resto de la jornada, mientras el Congreso de los Diputados se vaciaba con un goteo incesante.

Con el paso de los años, el 23-F se ha convertido en un suceso mitad violento, mitad esperpéntico de una España que se encontraba también a medio camino entre un pasado refractario y un futuro desconocido. En realidad, aquellas diecisiete horas de miedo e incertidumbre se han reducido en la memoria colectiva a unas cuantas imágenes, por otra parte imborrables: la zancadilla inútil de Tejero a Gutiérrez Mellado, la serenidad de Adolfo Suárez o Santiago Carrillo, que permanecieron sentados en sus escaños durante el tiroteo, o la imagen del Rey, como capitán general de los Ejércitos, transmitiendo un comunicado para llevar la tranquilidad a los hogares de España.

Pero de todas las situaciones, por muy adversas que sean, hay que extraer las consecuencias positivas y, sin duda, la más importante fue la reafirmación de la mayoría de los españoles en su decisión inamovible de seguir viviendo en democracia y libertad. Vimos las orejas al lobo y una posibilidad más que real de volver a retroceder el camino andado, de perder de nuevo en una tarde todo lo conseguido en los últimos cinco años, de regresar a los exilios y las cárceles, dejando escapar una vez más la oportunidad histórica de superar el sambenito de las dos Españas. Creo que las generaciones venideras no nos lo hubieran perdonado.

Una vez de vuelta en el Palacio de la Moncloa, el presidente en funciones fue recibido en audiencia por Su Majestad el Rey y, por la tarde, se celebró un Consejo de Ministros extraordinario. Comenzó con la lectura de un informe sobre los hechos ocurridos, poniéndose de manifiesto el agradecimiento del Gabinete al Monarca por su serenidad y firmeza en la resolución de tan grave crisis. Además, se dispuso el cese de Jaime Milans del Bosch como capitán general de la III Región Militar y se nombró a su sustituto, llevándose a cabo varios nombramientos más en el ámbito militar. Igualmente, y bajo la presidencia de Su Majestad el Rey, se celebró otra reunión extraordinaria en La Zarzuela, en esta ocasión de la Junta de Defensa Nacional, a la que también asistió el presidente del Gobierno en funciones.

Finalmente, el 25 de febrero de 1981, Leopoldo Calvo-Sotelo fue investido presidente del Gobierno por ciento ochenta y seis votos a favor, ciento cincuenta y ocho en contra y ninguna abstención. Fueron precisamente las diecisiete abstenciones de la primera votación las que ahora otorgaban la mayoría absoluta al nuevo presidente.

Paralelamente, y aprovechando el fin de semana, se convocaron manifestaciones en toda España en defensa de las libertades democráticas. En Madrid, tras una inmensa pancarta en la que se leía «Por la libertad, la democracia y la Constitución», caminaron juntos dirigentes de todas las ideologías y los líderes de los principales sindicatos españoles. El ejemplo cundió entre la ciudadanía y la marcha se convirtió en una de las demostraciones multitudinarias más importantes de nuestra historia reciente.

«¿Y ahora qué hacemos, Lito?», preguntó Suárez a su cuñado Aurelio un par de días después de todo lo acontecido. «Pues volver a casa y montar un despacho de abogados». Y así fue. Los Suárez regresaron a su antigua casa de la calle San Martín de Porres, pero sus cinco hijos parecían no caber en aquel piso, por lo que los duques de Suárez decidieron construirse un chalé en La Florida. Dos meses después, el despacho de abogados, cuatrocientos metros en la calle Antonio Maura, la calle de los grandes bufetes de Madrid, estaba listo para empezar a recibir clientes.

Pero esta historia estaría incompleta sin la mención de un personaje, una mujer, que ejerció una extraordinaria influencia en la vida de Adolfo Suárez. Los destinos de ambos comparten el estigma de la enfermedad y el sufrimiento. Hablo de Carmen Díez de Rivera e Icaza, la «musa de la Transición», como la bautizó Francisco Umbral. Mujer bellísima, inteligente, culta y de origen aristocrático, dicen de ella que era, además, responsable y solidaria. Trabajó con Suárez en RTVE, y cuando accedió a la Presidencia del Gobierno, él la nombró directora de su Gabinete, primera y única mujer que ocupó ese puesto en el Gobierno, desencadenando todo tipo de especulaciones sobre la verdadera naturaleza de su relación con Suárez.

Llevó personalmente el peso de la negociación con Santiago Carrillo con vistas a la legalización del Partido Comunista. Un año después dejó su puesto a Alberto Aza. Como siempre dio muestras de ser una mujer decididamente independiente y no sujeta a ningún tipo de disciplina de partido, su carrera política no discurrió en la lógica progresión. Desde 1987 fue diputada del Parlamento Europeo, primero por el Centro Democrático y Social (CDS) y luego por el PSOE, hasta su muerte en 1999, a los cincuenta y siete años. El aplauso de la Eurocámara fue unánime cuando se despidió, sabiendo inminente su final debido al cáncer.

Aunque personalmente solo la conocí de forma fugaz, no puedo por menos que dedicarle un breve párrafo, porque siempre me impresionó su dramática historia, digna de un folletín del siglo XIX.

Hija de los marqueses de Llanzol, su familia tenía una sólida amistad con Ramón Serrano Súñer, el «cuñadísimo», a su vez casado con la hermana menor de Carmen Polo, esposa de Franco. Ya en la adolescencia, ella y el tercer hijo de Serrano Súñer vivieron un apasionado y sólido amor, que les llevó con el tiempo a decidir unirse en matrimonio. Cuando fijaron la fecha y comenzaron los preparativos de la boda, el cura, amigo de la familia, les comunicó que no podían casarse porque eran hermanos. Carmen había nacido de la relación de Serrano Súñer y su madre, Sonsoles de Icaza. Ella, deshecha, se recluyó un tiempo en un convento de clausura y después se marchó como cooperante a Costa de Marfil. Cuando regresó a España, la convivencia con su madre resultó imposible y esta la echó de casa. Se dedicaba a vender seguros cuando su camino se cruzó con el de Adolfo Suárez.

Indudablemente, hay personas destinadas a encontrarse en el discurrir de la vida, porque la mutua influencia enriquece sus respectivas existencias y, por extensión, las de los que les rodean. Creo que este es el caso que nos ocupa e, independientemente de otras consideraciones, Adolfo Suárez y Carmen Díez de Rivera formaron un sólido equipo político y humano.

Me consta que Suárez era un hombre muy familiar, adoraba a su esposa, mujer de gran fortaleza y discreción, y le brillaban los ojos cuando hablaba de sus hijos. Sé que veneraba a su madre, doña Herminia, que murió en 2006, a los noventa y seis años, en Ávila, donde residía con su hija Menchu Suárez y el marido de esta, Aurelio Delgado. Tuvo muchos amigos, pero conserva muy pocos. Sus hijos, yernos y nueras se mantienen a su lado, proporcionándole ese cariño, al que él parece responder como un autómata. Es la consecuencia de la enfermedad degenerativa que padece. El diagnóstico no está claro, pero, en cualquier caso, sea alzhéimer o demencia senil, el resultado es primordialmente una pérdida absoluta de memoria y la respuesta a ciertos estímulos, como el cariño, aunque sin la capacidad de identificar a la persona de los que proceden.

En el programa de TVE Las Cerezas, que presentaba Julia Otero, en julio de 2005, Adolfo Suárez Illana habló del profundo dolor de su padre ante las enfermedades de su madre y hermana. Además, desveló con gran pesar que el ex presidente había sufrido muchísimo, porque durante un tiempo fue consciente de su pérdida de facultades. Visiblemente emocionado, finalizó la entrevista diciendo: «Sus hijos tuvimos la fortuna de que cuidara de nosotros y ahora la vida nos devuelve la oportunidad de cuidar de él».

Uno de los que le visitan es el cardenal Antonio Cañizares, que fue su confesor y su guía espiritual durante un tiempo. Cuentan que en una de esas visitas, siendo ya presa de la enfermedad, el cardenal intentó transmitirle consuelo según la fórmula ritual, y le preguntó: «Adolfo, ¿quieres que te administre el perdón?». Y él respondió: «Yo siempre estoy dispuesto a dar y pedir perdón». Esta frase encierra la profunda generosidad de un hombre que, a pesar de que su cerebro no funciona con normalidad, conserva los valores y principios que le convirtieron en uno de los garantes más importantes de la concordia y la paz de nuestra historia reciente.

En 1981 el Rey le concedió el título de duque de Suárez, por su importante contribución a la Transición española a la democracia, de la que se le considera el gran artífice. Por este mismo motivo, en 1996, le fue concedido el premio Príncipe de Asturias de la Concordia. El 8 de junio de 2007, con motivo del trigésimo aniversario de las primeras elecciones democráticas, Su Majestad el Rey le nombró caballero de la insigne Orden del Toisón de Oro, galardón que fue recogido por su hijo Adolfo, quien pronunció el discurso de aceptación en nombre de su padre.

Enfermo y cansado, aún hoy permanecen junto a él Pepe Higueras, el fiel mayordomo, y María Elena Nombela, ama de llaves de toda la vida, que cuidó de sus hijos como si fueran suyos y no se permitió jamás un solo día de descanso.

La memoria del que fuera principal protagonista de la Transición es hoy un encefalograma plano, pero los que conservamos intacta la nuestra no debemos caer en la tentación de privar del homenaje de la Historia a quienes lo merecen. Y Adolfo Suárez lo merece, aunque los españoles, injustos e ingratos, hayamos tardado décadas en dar al César lo que es del César.

Él nos prometió un país libre, democrático y moderno. Cumplió su promesa y nos proporcionó una Constitución que nos acogiera a todos como garantía de convivencia y tolerancia. También nos prometió un sistema económico más equitativo en el reparto y puso las bases para que así fuera. Por supuesto, con sus promesas cumplidas, allanó el camino para que los que le siguieran en sus responsabilidades nos integraran en Europa y en el mundo y España formara parte de una comunidad internacional donde los derechos humanos son respetados. Sumando voluntades y con las manos de todos, consiguió construir una muralla fuerte y resistente, una pared infranqueable a dictaduras y totalitarismos. Ilusionó, con su buen hacer y su carisma, a un país entero que dejó de mirar al pasado para caminar hacia delante, en la seguridad de que juntos podríamos hacer grandes cosas.

Adolfo Suárez fue un político, no un intelectual. No leía libros y jamás escribió nada. Sus acólitos siempre le trataron con la condescendencia prepotente y desdeñosa de quienes se consideran grandes figurones de la política, mientras apoyan como mecenas a un chico de medio pelo que nadie sabe muy bien por qué suerte de intrincados caminos consiguió llegar hasta allí.

Adolfo Suárez es hoy patrimonio nacional, nos pertenece a todos. Es, sin duda, el personaje más importante de la Transición española, cuya forma de gobernar a través de la conciliación y el consenso es su herencia más valiosa, sin olvidar el legado moral y la lección de humildad que supuso su renuncia, cuando consideró que él mismo era un lastre para España y para los que le eligieron.

Todos menos Adolfo Suárez saben hoy quién es Adolfo Suárez. Él ha olvidado quién fue y lo que hizo..., pero algunos no le olvidaremos jamás.

Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo

España, camisa blanca de mi esperanza...

Estoy segura de que se batieron récords. En una semana, de lunes a viernes, se dieron cita en el Congreso de los Diputados un intento de golpe de Estado, dos sesiones de investidura, se firmaron decretos de ceses y nombramientos, se juraron cargos y el Consejo de Ministros celebró dos reuniones, una del Gobierno saliente y otra del entrante. Los Suárez recogieron sus cosas y volvieron a su casa, y los Calvo-Sotelo hicieron igualmente su mudanza. Y todo sin interferir en la vida cotidiana de los ciudadanos y apenas en la rutina del Palacio. Los acontecimientos discurrieron con una naturalidad difícil de creer.

Efectivamente, el 26 de febrero de 1981, tras jurar su cargo en La Zarzuela, el segundo Presidente del Gobierno de la democracia, Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo tomaba posesión de su cargo y de su nuevo despacho, y la familia al completo de la vivienda presidencial.

En La Moncloa siempre ha habido niños, pero los Calvo-Sotelo rompían moldes. Ocho hijos: Leopoldo, María Pilar, Juan Víctor, Pedro José, Víctor María, José María, Andrés y Pablo. ¡Pobre muchacha! Único espécimen del género femenino frente a siete hombres... ¡Pero al menos tendría una habitación para ella sola!

Con la llegada de los nuevos inquilinos, apenas se alteraron algunos detalles estructurales, pero los funcionales se convirtieron en perentorios. Hubo que habilitar las buhardillas de la tercera planta del edificio con más habitaciones para la nueva tropa. El presidente, además, rescató una pequeña salita para instalar su piano, instrumento en el que era casi un virtuoso. Fue esta una de las pocas licencias que se permitió.

El panorama nacional en aquellos días era desolador, a prueba de fortaleza moral sin fisuras para cualquiera que tuviera que hacerse con las riendas. España era un país en el que casi nadie creía. Tras el abandono de Suárez, los ecos del sainete representado en las Cortes, aún en la retina de todos, el desmoronamiento imparable de la UCD, los crímenes de ETA que se contabilizaban semanalmente de tres en tres, una crisis económica de dimensiones colosales y la renovada desconfianza internacional como consecuencia del Tejerazo. Ciertamente, había pocos motivos que invitasen al optimismo.

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