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Authors: Mempo Giardinelli

Tags: #Novela negra, policiaca, erótica

Luna caliente (6 page)

BOOK: Luna caliente
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—Carajo —lo interrumpió Ramiro meneando la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Todo —pasándose la mano por los cabellos, como desesperado—: yo soy amigo de la familia y supongo que ustedes me buscaron por eso. Anoche estuve cenando con ellos. Pero además ese coche me lo habían prestado a mí. Y que a uno lo busque la policía en estos tiempos… ¿Le parece poco?

—Nos interesaría que nos diera algunas informaciones.

—Sí, claro —Ramiro seguía fingiendo azoramiento. Y acaso pena, pensó, dolor, porque después de todo, la situación, la suya, era completamente dolorosa.

—Comprendo su impresión, pero tengo que hacerle unas preguntas.

—Pregunte nomás, señor…

—Almirón. Inspector Almirón.

—¿Qué quiere saber, inspector?

—Tenemos entendido que usted fue la última persona que estuvo con él.

—Supongo que sí. No sé con quién estuvo después.

—Quisiera que me explique, lo más detalladamente, qué hizo usted anoche.

Ramiro hizo silencio, diciéndose que dudar un poco no le venía mal; tampoco era cuestión de desembuchar enseguida su discurso. Almirón agregó:

—Entienda, doctor, que esto es casi rutinario —subrayó el “casi”.

—Sí, sí, estoy recapitulando… Bueno, vea: fui invitado a cenar por los Tennembaum. A eso de la medianoche, me iba a retirar pero el coche, el Ford que usted menciona, que me lo había prestado un amigo, Juan Gomulka, no quiso arrancar. Supongo que se habrá ahogado, no sé. Entonces, me invitaron a dormir en Fontana; el mismo Tennembaum insistió en que podía descomponerse el coche en el camino. Me pareció razonable porque era muy tarde, más de la medianoche. Me quedé, pero no podía dormir. El calor, usted sabe, es infernal también en las noches y yo vengo del invierno europeo… Y no era mi cama, no sé, el caso es que decidí intentar si arrancaba el coche…

—¿Recuerda a qué hora fue eso?

—Sí… Bueno, no exactamente, pero habrán sido como las dos y media o tres de la mañana.

—Continúe, por favor.

—Afuera, justo cuando conseguí poner en marcha el coche, apareció el doctor Tennembaum. Me dio un buen susto, incluso, porque creí que él dormía. Me invitó a tomar un vino, él estaba… bastante, muy borracho, y no acepté pero él se subió al auto y me pidió que lo llevara a Resistencia. No pude negarme, usted sabe, no quise contrariarlo tanto; la gente, cuando está tomada…

—¿Qué sucedió luego? —Almirón no le quitaba los ojos de encima.

—Bueno, yo me descompuse. Del estómago, pero no por el alcohol. Y paré el coche para vomitar. Apareció un patrullero y nos identificamos. No sé a qué hora habrá sido eso. Y después, llegamos a mi casa y Tennembaum me pidió el coche prestado. Otra vez no pude negarme, de lo que ahora me arrepiento. Pero no pude. Él estaba nervioso, pesado. Y se fue.

—El patrullero los abordó a las tres y veinticinco —dijo Almirón, y Ramiro se preguntó si con tal precisión pretendía intimidarlo; hacerle saber que estaban confirmando detalles—. ¿Y dónde lo dejó él?

—En mi casa.

—¿Le dijo adónde pensaba ir?

—A “La Estrella”.

—¿Recuerda a qué hora se despidieron?

—No, pero calculo que habrán sido cerca de las cuatro de la mañana. Quizá un poco más. Yo estuve leyendo un rato, no sé cuánto tiempo, y apagué la luz a las cinco en punto. De eso me acuerdo porque miré…

—Según el forense, Tennembaum murió alrededor de las cinco y media de la mañana. ¿Qué hacía usted a esa hora?

—Dormía, naturalmente —Ramiro sonrió—. No sé si podré probarlo, inspector. ¿Estoy entre sus sospechosos, verdad?

—Yo no dije que Tennembaum haya sido asesinado. Simplemente, estamos comprobando los hechos.

—Entiendo —e inmediatamente agregó—: Inspector, yo sé que el que interroga es usted, pero déjeme hacer un par de preguntas: ¿Cree que esto puede tener que ver con la subversión?

—No. No lo creo —Almirón hizo un gesto de descarte con la mano.

“Entonces, para este cretino no es nada grave”, se dijo Ramiro, “qué país: un asesinado no es importante. Los galones los ganan contra los subversivos”. Almirón lo miró, interrogativo.

—¿Y la otra pregunta?

—¿Qué?

—Usted dijo que me haría un par de preguntas.

—Ah, sí. ¿Cree que Tennembaum pudo haberse suicidado?

—No lo sé. No encuentro el motivo. Pero tampoco me parece un accidente —pensó un momento, como dudando si debía decir lo que iba a decir. Y lo dijo—: Hay huellas de que el coche estuvo estacionado a un costado de la ruta. Ni un suicida se detiene a repensarlo a último momento, ni mucho menos un borracho programa un accidente, cien metros antes de chocar.

—¿Y entonces? La otra opción es que lo hayan asesinado, pero usted dijo que no piensa que Tennembaum haya sido asesinado.

—Tampoco dije que piense lo contrario.

—Entiendo.

Almirón se puso de pie.

—Lo van a llevar a su casa, doctor, y disculpe la molestia. Le ruego que no salga de la ciudad sin avisarnos. Supongo que no tiene nada que agregar, ¿no? Alguien que lo haya visto, alguna otra cosa que haya hecho…

Ramiro pensó un segundo. Recordó al camionero, pero ya no tenía retorno en su mentira.

—No —dijo—. Nada que agregar.

XIV

Antes de las seis de la tarde, Ramiro habló con Juan Gomulka, quien parecía estar de buen humor, escuchando a León Gieco después de dormir la siesta, según le contó. Pero su voz, y su alegría, desaparecieron cuando Ramiro le explicó que su coche debía estar destrozado en un corralón policial. Gritó, insultó, dijo que así se acababa una amistad, que había sido un abuso de confianza. Ramiro lo escuchó lamentarse, respondió a todo que sí y prometió pagarle los daños, en cuanto pudiera. Gomulka juró que no habría dinero en el mundo para pagarle el daño moral, pues ese Ford había sido restaurado con sus propias manos y con piezas originales, no te lo voy a perdonar nunca, me quiero morir.

Ramiro colgó el tubo y se dio una ducha de agua fría. Luego se vistió y caminó hasta la terminal de ómnibus. Tomaría un colectivo que lo llevara a Fontana; no podía dejar de hacerse presente en el velatorio de Tennembaum. Después encontraría alguien que lo trajera de regreso, o tomaría otro ómnibus, y dormiría veinte horas seguidas. No podía hacer otra cosa, respecto del crimen, que cruzar los dedos mentalmente.

Había mucha gente, y todos comentaban la horrible muerte que encontrara el doctor Braulio Tennembaum, ese lugar común. Como si hubiese muertes que no son horribles, pensó Ramiro. No faltaban los que especulaban que podía haber sucedido otra cosa, y con “otra cosa” aludían a las posibilidades de que se tratara de un crimen, o de un suicidio. Todos parecían descartar el accidente y eso los excitaba. Ramiro se sintió realmente incómodo cuando observó que ante su presencia los comentarios disminuían en intensidad. Pero también se dijo que quizá era su propia paranoia la que lo hacía pensar eso.

Y cuando subió la escalera de la casa, bordeando el living donde habían instalado el féretro ya cerrado, con el cuerpo de Tennembaum dentro, se dijo que nunca como en ese momento quería ser un tipo frío y prudente como Minaya Álvar Fáñez, “el que todo lo hace con precaución”. Arriba, no se atrevió a ver a la viuda y pensó “al carajo con Minaya” en el momento en que Araceli lo vio aparecer y se dirigió, resuelta, hacia él. Llevaba un vestido muy liviano, negro, entallado en el torso y de falda acampanada y por debajo de las rodillas. Con el pelo negro, recogido, parecía salida de un cuadro de Romero de Torres. Ramiro se preguntó cómo era posible tanta belleza y, a la vez, tanta malicia en su mirada cuando lo besó. Tenía trece años, pero caray, cómo había crecido en las últimas horas. Sintió miedo.

Cuando se hizo noche cerrada, el calor ya era insoportable. Mucha gente se retiró y, en su dormitorio, la viuda no dejaba de llorar. Ramiro se preguntaba si era ya la hora de irse, cuando Araceli lo tomó de un brazo, con aplomo, y le dijo:

—Llevame a caminar.

Se alejaron de la casa, por el camino de tierra, y Ramiro se obstinó en su silencio, sintiendo algunas miradas en su espalda, diciéndose que era una imprudencia. Pero al mismo tiempo se reprochaba su paranoia, porque la gente no tenía por qué pensar nada malo de una muchacha de sólo trece años a la que se le acababa de morir el padre, ni de él, a quien seguramente veían como un hermano mayor, que había estudiado en París y recientemente retornado al Chaco.

Miró de reojo a Araceli. Esa muchacha era casi una niña, pero a la que no había visto soltar una sola lágrima, ni conmoverse, aunque no le faltaban motivos. No tenía expresiones, parecía. La noche anterior, se había resistido y luchado; ahora era de acero.

—Vino la policía —dijo ella, en voz muy baja y sin mirarlo. Lo dijo, como casualmente, mientras caminaba con la vista fija en sus propios pies.

Ramiro prefirió no hablar.

—Nos hicieron preguntas. A mí, a mamá, a mis hermanos.

Lentamente, Araceli se fue desviando del camino. Ramiro miró hacia atrás; ya no se veía la casa de los Tennembaum. Araceli se acercó a un árbol, donde parecía comenzar un sector de matas y arbustos. Más allá, la vegetación se espesaba y se confundía con la negritud de la noche.

—¿Sobre?

—Querían saber a qué hora salieron ustedes. Vos y papá.

—¿Y?

—Nadie supo decirles.

—¿Vos tampoco?

—Tampoco.

—¿Y qué dijiste, vos?

Araceli se recostó contra el árbol, cuyo tronco tenía una leve inclinación. Respiraba agitadamente.

—No te preocupes.

Se pasó las manos por los muslos, suave, sugerentemente, de arriba hacia abajo. Su respiración se hizo más fuerte; aspiraba con la boca abierta. Ramiro reconoció que se excitaba.

—Vení —dijo ella, alzándose la pollera.

Al leve brillo de la luna, sus piernas aparecieron perfectas, torneadas, de un bronceado mate, y Ramiro sintió que se iba a correr cuando vio que ella no tenía nada bajo el vestido. Su pubis estaba mojado. Flexionó las piernas, y Ramiro penetró en ella, con un ronquido animal, diciendo su nombre, Araceli, Araceli, por Dios, me vas a volver loco, Araceli. Se movieron bestialmente, abrazándose, fundidos como cobre y níquel, con caricias brutales. Las manos de ella se clavaban en su espalda y Ramiro sentía también su lengua y sus dientes mordiéndole una oreja, lamiéndolo, ensalivándole la piel del cuello, mientras gemían de placer.

Cuando acabaron, se quedaron así, abrazados, escuchando sus respiraciones. Ramiro abrió los ojos y vio el tronco del árbol, un enorme lapacho, y en las arrugas de la corteza le pareció encontrar los interrogantes, el terror y la excitación combinados que le inspiraba Araceli. Porque ahí creyó descubrir que estaba abrazado a algo maligno, infausto, execrable. Pero también vio que algo siniestro había en su propia conducta: él había corrompido a la muchacha.

A los treinta y dos años se sentía, súbitamente, acabado, arruinado en su éxito social. Presintió el prematuro fin de su carrera, de su incorporación a la docencia universitaria, de su probable futura nominación como funcionario del gobierno militar, como juez, como ministro. Todos sus sueños se fracturaban. Y esa chica, esa adolescente, era la que lo arrastraba ahora con una determinación diabólica. Y podía ser su hija. Peor aún, podía haberla embarazado. Toda moral se derrumbaba; esto era peor que ser un asesino. No podía contener su propia pasión; todas sus pasiones iban a desbordarse siempre, de ahí en adelante, como el Paraná cada año. Araceli era insaciable; lo sería irrefrenablemente. Y él también. Cualquier maldad era posible, para ellos, si estaban juntos. El crimen era vivir así, tan calientes, como esa luna que atestiguaba ese abrazo.

Se separaron y ordenaron sus ropas, en silencio. Volvieron hacia la casa, caminando con la misma parsimonia con que habían salido.

A mitad de camino, desde las sombras, se les acercó una figura. Ramiro se erizó cuando se dijo que alguien podía haberlos visto. Y se paralizó, espeluznado, cuando reconoció al inspector Almirón.

XV

—Buenas noches —dijo Almirón. Luego se dirigió a Araceli—. Buenas noches, señorita.

Ramiro y ella lo saludaron con bajadas de cabeza.

—Doctor, necesito que nos acompañe.

—¿A esta hora, inspector?

—Sí, por favor —y nuevamente miró a Araceli—. Vaya nomás a su casa, señorita Tennembaum.

Araceli obedeció, sumisa, y se alejó sin despedirse de ninguno. Ni siquiera dirigió una mirada a Ramiro.

—¿Es esto un arresto, inspector? ¿A qué se debe?

—Le pido que nos acompañe y luego hablaremos, en la jefatura.

—¿Una cuestión rutinaria, otra vez?

—Doctor: estamos tratando de ser muy discretos.

—En este país, la discreción no suele ser la característica de la policía, inspector.

—Acompáñenos, por favor.

Almirón se dio vuelta y fue hacia un Falcon de color gris claro. Ramiro observó que no tenía patente. También vio que, del otro lado del camino, salía un sujeto bajo, regordete, enfundado en un lustroso traje de tela sintética azul marino. Los tres subieron al coche, que era manejado por un tercer policía, un moreno enorme que estaba en mangas de camisa y tenía un pañuelo húmedo de sudor en la mano.

Viajaron a Resistencia en completo silencio. Ramiro prefirió no insistir con sus preguntas ni sus ironías. El ambiente en el Falcon era gélido, a pesar del calor de la noche, así que se dedicó a mirar la luna, desde la ventanilla. Estaba caliente; todo el país estaba caliente ese diciembre del 77. Recordó a Araceli, pensó en el lío en que se había metido y sintió pánico.

Cuando arribaron a la jefatura, Almirón y el petiso lo llevaron a la misma habitación en la que habían estado al mediodía. Un foco de cien watts iluminaba brillantemente la estancia y producía mucho calor. Lo hicieron sentar en una silla. Almirón tomó la otra, adelantó el respaldo y empezó a mirarse las manos, como indicando que disponía de todo el tiempo del mundo. El otro se quedó en la puerta, semicerrada.

—Mire, doctor —dijo Almirón, dando un suspiro prolongado, que quiso ser dramático—, le voy a ser claro: en este asunto hay un montón de cosas que no concuerdan. Cuénteme de nuevo, con todos los detalles, qué hizo anoche.

Ramiro obedeció. Durante un largo rato, con voz firme, repitió todo lo que ya había contado. Amplió detalles, narró el encuentro con el patrullero y explicó de qué hablaron con Tennembaum: de la amistad del médico con su padre; de Foucault (Ramiro dio por hecho que Almirón no tenía idea de quién era, pero le sirvió para evocar una vez más su procedencia parisina); y concluyó diciendo que su madre podía certificar a qué hora había llegado a la casa. Cuando terminó, se sintió satisfecho de su relato.

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