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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Luto de miel (22 page)

BOOK: Luto de miel
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—Menudo degenerado…

—Aún no le tenemos, pero con los rastros que hay ahí dentro, pronto tendremos su perfil genético completo y su grupo sanguíneo. En cuanto a las huellas dactilares, tenemos más de las que hacen falta.

—¡Pero hacen falta sospechosos o que tenga antecedentes! Cosa que dudo.

—En cuanto a los sospechosos, nos espabilaremos. El procurador ha lanzado una operación de envergadura en la iglesia de Issy. Estamos a domingo; en cuanto salgan los fieles, iremos a recoger las identidades y proceder a un filtro. El camarero del Ubus nos indicará los clientes potenciales.

—¿Pero piensa que va a acudir a la misa? ¿Y ese… Opium? ¿Lo habéis trincado?

—Volatilizado, con todos sus macarras, los compradores y los vendedores. ¡Un fracaso total, en definitiva!

Tuvo un gesto de violencia sorda.

—La entrada estaba bajo la tienda africana, colindante al bar, pero la salida «oficial» se llevaba a cabo por el patio trasero de un restaurante, a más de un kilómetro de ahí. Huyeron como ratas, nuestros equipos no se enteraron de nada…

Se quemó los labios con el café.

—¡Mierda! Es… ese Opium se llama Seal Bouregba, un estafador al que ya detuvieron por robo de coches de lujo. Con su pequeño equipo, organizaba la logística, el acceso a la estación, la subida, las retiradas de dinero. Un negocio que permitía también a los jefes respectivos de los establecimientos ganarse un dinero extra. De todas formas, interrogaremos a los que tenemos a mano, a la espera de obtener algo mejor. Camareros, responsables. Quizás obtengamos elementos que nos permitan hacer un retrato robot del asesino.

Levanté los hombros.

—Había un montón de gente ahí abajo… Todo esto puede tomar tiempo y recursos.

Se levantó bruscamente y estranguló su vaso entre las manos.

—¡Lo sé, lo sé! ¡Sale en todas direcciones! ¡Me pierdo con tanto papeleo, me caen encima de todas partes, hasta el ministro de Salud, que llama a mis superiores por lo menos una vez al día!

Un silencio se alargó. Un deseo repentino de respirar, de olvidar un poco. Tan difícil como cavar en mármol.

—Tres de las cinco cubas ya no contenían mosquitos —dije sin despegar la mirada del agua, donde se reflejaba mi rostro cansado—. La plaga… Quizás hemos llegado demasiado tarde…

El comisario de división intentaba conservar el aplomo, pero yo notaba que la situación lo desestabilizaba, como a todos nosotros.

—Por ahora, ninguna señal de alerta en los hospitales del sector —dijo—. Pero la canícula no nos ayuda. Las urgencias de los centros hospitalarios regionales están saturadas de insolaciones, el personal médico está desbordado. Llega realmente en mal momento.

—Quizás está hecho aposta…

Miré fijamente a Leclerc a los ojos.

—A esa chica, la violó, ¿verdad?

—Van de Veld es categórico —replicó reajustándose la corbata—. Han encontrado esperma y sangre cerca de las esposas, en la vagina, y también en… el ano. La violó regularmente… y por detrás…

Torturada, humillada, violada sin piedad. Mi odio crecía, esa rabia incontrolable, esas ganas de matar. Tras haber inspirado profundamente, bajé los párpados y anuncié:

—Había tres pares de cadenas, cada uno en un rincón de la sala… El padre, la madre, Maria… El asesino quería que los padres lo viesen actuar…, pero no de forma directa… Así que… coloca una sábana e… instala un espejo en el techo…

Leclerc golpeó con la palma de las manos la barandilla.

—Ese desgraciado quizás está frustrado o se avergüenza… ¡Joder! ¡Ni siquiera es capaz de asumir sus actos!

Recobró una aparente calma.

—El forense afirma que, a primera vista, el asesino, al mutilar a la hija, no había seccionado ninguna vena ni arteria vital. Cada herida, por sí misma, no era mortal. Quería prolongar el calvario el mayor tiempo posible. Es la subida de la temperatura y la simultaneidad de los sangrados lo que provocó la defunción.

Me latían las sienes, cada vez con más fuerza, mientras la cabeza me zumbaba.

—Hay que… analizar esos dibujos… Entender… Por qué… Por qué… Voy… voy a volver a casa… a descansar unas horas… Sí, unas horas… Se… me nubla la vista…

Cuando me disponía a subirme a una Zodiac, Houcine Courbevoix surgió de la cabina corriendo, se inclinó por encima de la barandilla y señaló las mariposas.

—¡Me ha venido a la mente de golpe, así! —se desgañitó con grandes gestos desordenados—. ¡Mírelas!

Leclerc también se inclinó, con expresión de indiferencia.

—¿Y?

—¡No hemos descubierto ninguna en la bodega! ¡Mosquitos sí, e incluso he encontrado los vestigios de un hormiguero, pero ni un solo lepidóptero! Así que, dígame, ¿qué han venido a buscar aquí estos machos?

Volví a subir los pocos peldaños, desconcertado.

Exacto. No se habían movido ni un milímetro desde mi llegada con Del Piero. Batían las alas sobre el casco, sin parar, con la voluntad férrea de atravesar el caparazón de acero.

Leclerc apuntó un dedo autoritario hacia el piloto de la lancha.

—¡Polo! ¡Intenta coger uno!

El inspector se las apañó sin siquiera despeinarse, en equilibrio sobre una defensa, para atrapar una mariposa. No sin daños, pues le destrozó el ala derecha. La esfinge gritó. Un largo grito desesperado.

—¿Hace… falta otro? —preguntó el policía, tendiendo su presa asustada.

—¡Debería bastar, pero permanezca cerca! —dijo Courbevoix mientras recuperaba por el abdomen al insecto gritón. Bueno… Vamos a ayudar un poco a este gran bobo a orientarse…

El entomólogo se precipitó al interior de la cabina y soltó al bicho que, un pelín traqueteante, levantó su calavera en dirección a la bodega antes de desaparecer en la primera cámara.

—¡Dejad pasar al animal! —vociferó Leclerc.

El altar de la matanza, con sus cadenas, sus climatizadores, apagados, su sábana, su espejo, se iluminaba bajo el fuego de potentes lámparas de batería. Van de Veld, cerca de su maletín, proseguía su trabajo de registro mórbido, exigiendo al fotógrafo primeros planos de las heridas. Detrás de él, dos técnicos con guantes hacían surgir lo invisible con productos químicos. El luminol, un reactivo al hierro de los glóbulos rojos, transformaba cualquier marca de sangre, incluso borrada, en un vistoso rastro fluorescente. Detectaron sangre en las paredes, cerca de los arañazos, en los cierres de las esposas, sobre los eslabones, en el suelo. El cianoacrilato de metilo desvelaba montones de huellas dactilares, crestas, lagos, bifurcaciones papilares que pronto serían devorados por los ordenadores, que los compararían con otros miles.

La mariposa, en su embriaguez sexual, se desentendió de esas actividades mortíferas y se precipitó hacia la siguiente cámara.

Ahí también batían los flashes. Fotografiaban los dibujos al carboncillo, colocaban números cerca de cada cuerpo del delito, encerraban varios materiales pequeños (bolis, gomas, tijeras) en bolsitas preparadas. Empaquetaban la muerte.

La esfinge cambió bruscamente de dirección, atravesó la luz de un halógeno antes de precipitarse en línea recta hacia la mesa. Su cabalgada amorosa acababa ahí, sobre el pecho desnudo de una mujer agonizando, en medio del mar furioso y las olas gigantescas.

De lleno sobre la escena del Diluvio… Sus minúsculas patas chirriaban, sus largas antenas curvadas se desenrollaban, como radares alocados. Desde lo más profundo de su cerebro unicelular, debía de preguntarse qué estaba haciendo ahí.

—¡Mierda! ¿Qué significa esto? —vociferó Leclerc—. El Arca de Noé…

—¡Esta reproducción debe de estar plagada de feromona! ¡Una lámpara! ¡Una lámpara de luz ultravioleta! —reclamó Courbevoix, chasqueando los dedos.

—¡Voy a buscar una! —dijo un técnico.

Del Piero se reunió con nosotros y se inclinó sobre la imagen, un rasgo interrogativo en la mirada.

—He visto el original en alguna parte…

Me puse un par de guantes de látex y cogí una vieja Biblia con la tapa cubierta de salitre, posada justo al lado. Un marcapáginas me llevó al lugar correcto. «El Génesis…».

—En el Louvre —dije recorriendo versículos con el dedo—. Se trata de una reproducción de un cuadro de Théodore Géricault,
El Diluvio
… Dios mío… Escuchad estos pasajes, que ha subrayado:

Dijo luego Jehová a Noé: entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti te he visto justo delante de mí en esta generación…

… De todo animal limpio tomarás siete parejas, macho y su hembra…

… Y murió toda carne que se mueve sobre la tierra, así de aves como de ganado y de bestias, y de todo reptil que se arrastra sobre la tierra, y todo hombre… Todo lo que tenía aliento de espíritu de vida en sus narices, todo lo que había en la tierra, murió…

Cerré el libro, los labios fruncidos.

—Sigue delirando —espetó Leclerc acercando la nariz—. ¿Qué sentido tienen esas mariposas?

—Son mensajeros… Creo que las utiliza como mensajeros… La feromona las guía y ellas nos guían a su vez… Quería conducirnos a esta visión del Diluvio.

—¿Quieres decir que pretendía traernos aquí, tarde o temprano?

—Puede ser. Y quizás hemos llegado antes de lo previsto… No ha tenido tiempo de… sacarlo todo…

—¡Esto es una locura, joder! —repitió el comisario de división.

El técnico reapareció con la lámpara, que Houcine Courbevoix acercó al póster. Nos apretujábamos los cuatro alrededor, hombro con hombro, el corazón en la punta de los labios.

Luz. El velo violeta despertó entonces filamentos blanquecinos, indetectables a simple vista. Unos filamentos que formaban letras y letras, palabras. Tinta invisible, sobre la que se dispersaban rastros de feromona.

—¡Madre de Dios! —exclamó Leclerc, tapándose la boca.

Del Piero se mordió los labios; se me petrificó la mandíbula, como fraguada en un gel instantáneo. La inmundicia nos golpeaba el rostro.

En cada centímetro cuadrado de la reproducción, el asesino había apuntado nombres y la primera letra del apellido. Identidades, montones de identidades amontonadas las unas bajo las otras.

Frédéric T… Jeanne P… Odette F… Michel O… Mujeres, hombres, quizá niños… ¿Y ahí, sucesivamente? Renée M… Guy M… Damien M… Fabien M… ¿Toda una familia?

Una lista. Ese cuadro ocultaba una lista de víctimas. Veía esas olas furiosas surgir de la obra y aniquilar bajo su espuma vidas y más vidas. También pensaba en las cubas vaciadas de sus insectos. La máquina asesina estaba en marcha, una gran mano asesina capaz de las peores atrocidades.

Leclerc levantó los ojos hacia esos trazos dementes, esos torbellinos de furia, antes de apoyar las dos manos bien abiertas sobre su rostro.

—Tan sólo estamos al principio… —susurró—. Tan sólo estamos al principio…

—He contado… —susurró Courbevoix—. Cincuenta y dos… Hay cincuenta y dos…

Los nombres se arremolinaban, bajo los rayos inquisidores. Fantasmas de existencias, que reclamaban ayuda, ahí, bajo nuestros ojos, tan cercanos y sin embargo tan lejanos. Leclerc dejó caer los puños sobre la mesa, en un doloroso suspiro de impotencia. Del Piero se giró hacia el entomólogo.

—Hemos descubierto mariposas al lado de la víctima. El confesionario, el local de submarinismo. Cada vez, había feromona. Pero ¿no observasteis nada, ni textos, ni nombres disimulados?

Courbevoix sacudió la cabeza.

—Los técnicos de la científica lo examinaron todo con rayos UVA y lo comprobé luego, al nivel de las marcas de hormona. Ninguna inscripción peculiar. Lo siento…

—¡Mierda! ¿Qué hacían esas putas esfinges en las escenas de los crímenes? ¡Ese desgraciado las utiliza para hacernos descubrir pistas ocultas! Así que ¿por qué no hemos encontrado nada? Tengo la impresión de que hemos pasado por alto algo. ¿Pero qué?

Del Piero rechinó los dientes, mientras yo me erguía, la cabeza pesada, vacía.

—Voy… voy a volver a casa… Ya no consigo pensar… Mantenedme… al tanto, si hay novedades…

—¿No vas a dejarnos ahora? —vociferó Leclerc—. ¿Con cincuenta y dos víctimas potenciales en brazos?

—Lo siento, comisario… No me encuentro… nada bien… Un maldito dolor de cabeza. No sería… buena idea que…

Me puso una mano en el hombro.

—Perdóname. Hace no sé cuánto tiempo que no has dormido. Vete a descansar un poco.

—Alguien… va a tener que llevarme… No tengo… coche…

—Polo se encargará de eso.

Antes de irme, con la punta, pero realmente con la punta de los labios, le pedí al fotógrafo que me enviase por correo electrónico, en cuanto fuese posible, todas las fotos y dibujos. Me prometió que me las haría llegar durante la tarde.

Mientras me alejaba en Zodiac, en la sombra de los monstruos curiosos y de ese metal demasiado denso, me sorprendí dirigiendo unas palabras al cielo, por esas personas que no conocía… Esas cincuenta y dos personas…

Capítulo 23

Nunca había sentido tal alivio de regresar por fin a mi hogar. El cansancio había sobrepasado cualquier forma de energía y de melancolía. Una única cosa iba y venía delante de mis ojos. Una bonita almohada de una blancura angelical…

Crucé con paso triste el pequeño cuadro florecido, y luego subí por las alamedas rectas y ordenadas que se colaban entre los inmuebles de la residencia. Los domingos de verano, el barrio se animaba con una forma de embriaguez popular. Unos bajaban a hacer footing, otros paseaban a su perro por el parque, niños jugando a la pelota, con gorra y crema en la cara… Todo respiraba la alegría de vivir. Casi todo.

Cuarenta y ocho escalones antes de mi caverna, antes de ese invierno perpetuo que sólo los impulsos ferroviarios venían a estremecer. Entre esas cuatro paredes era donde más solo me sentía, donde vivía en una forma de transparencia, a imagen de mis trenes, que tenían como única distracción dar vueltas. Triste castigo, en definitiva. Pero todo eso importaba poco. Dormir. Tan sólo quería dormir…

Ahí, en alguna parte en el aire, el leve olor de la marihuana se alzaba, un rincón de horizonte cubierto sobre la Guayana y mi vieja vecina, a la que tanto había querido. A ella también, balanceándose en sus grandes conjuntos de madrás, la echaba de menos.

—¡Uau, tío! ¡No sabía que estabas tan cachas! ¡Menudos bíceps!

—¡Oh, no!… Él no…

Me giré con indolencia. Apalancado contra la puerta número treinta y uno, Willy chupaba a medio gas un cigarrillo, las volutas cubrían su aspecto indiferente de rasta apacible. Vestido con un pijama de topos, disimulaba en sus ojos amarillo ceroso los estigmas de una noche terriblemente zen.

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