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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 2 - La perla verde (9 page)

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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Cuando Aillas había escapado del castillo Sank en compañía de Cargus y Yane, se había vuelto un momento para mirar atrás, y había murmurado: «¡Tatzel, un día nos encontraremos de nuevo, y en otra situación!». Tal era el fantasma que rondaba la mente de Aillas.

2

Tras pernoctar en el puerto de Hag, y de cruzar la Brecha del Hombre Verde a mediodía, Aillas y Tristano atravesaron por la tarde el puente levadizo y llegaron a los establos de Watershade. Dhrun y Glyneth salieron corriendo a saludarlos, seguidos por Weare, Flora y otros criados, mientras Shimrod
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esperaba en la sombra del pasillo que conducía a la terraza.

Los viajeros se retiraron a sus aposentos para refrescarse y luego bajaron a la terraza, donde Weare sirvió la mejor cena que podía brindar su despensa, y el grupo permaneció allí largo rato, hasta que el atardecer dio paso a la noche.

Tristano habló de la perla verde y de su siniestra influencia.

—Estoy desconcertado por el poder de ese objeto. Parecía una perla auténtica, salvo por el color, que era verde como el agua de mar. Shimrod, ¿qué opinas de ella?

—Me avergüenza admitirlo, pero en el reino de la magia hay para mí más cosas desconocidas que conocidas. No sé qué es esa perla verde.

—Pudo haber sido la piedra-cerebro de un demonio —reflexionó Glyneth—. O un huevo de duende.

—O el ojo de un basilisco —sugirió Dhrun.

—He aquí una valiosa lección —dijo pensativamente Glyneth— para un joven que se está educando, como Dhrun. ¡Nunca robes objetos de valor, especialmente si son verdes!

—¡Buen consejo! —declaró Tristano—. En estos casos, la honestidad es la mejor política.

—Me habéis convencido —dijo Dhrun—. No robaré nunca más.

—A menos, desde luego, que se trate de un bonito objeto para mí —intervino Glyneth. Esa noche, quizá para complacer a Flora, llevaba un vestido blanco y se sujetaba el cabello con una cinta plateada con margaritas blancas; estaba encantadora, y Tristano no dejó de advertirlo.

—Al menos mi conducta fue ejemplar —dijo Tristano con modestia—. Cogí la perla sólo como un servicio público, y la entregué de buen grado a alguien cuyo nacimiento era menos afortunado que el mío.

—Aquí te refieres al perro —comentó Dhrun—, pues ignoramos el linaje del salteador.

—Tu modo de tratar a ese perro fue realmente despiadado —observó Glyneth severamente—. Tendrías que haberle traído la perla a Shimrod.

—¿Para dármela en una salchicha? —preguntó Shimrod—. Celebro que no se le ocurriera semejante idea.

—¡Pobre Shimrod! —murmuró Aillas—. ¡Soltando espuma por la boca, corriendo velozmente por el camino, deteniéndose sólo para morder a los caminantes!

—Shimrod habría podido librarse de esa cosa —declaró Glyneth—. El perro carecía de poder para ello.

—Ahora comprendo mi error —admitió Tristano—. Cuando el perro quiso morder los talones de mi caballo, no fui amable con él, lo admito. Actué por un impulso que casi en seguida lamenté.

—No comprendo —murmuró Glyneth—. ¿Casi en seguida lamentaste tu crueldad?

—Bien, no del todo. Recuerda que indemnicé al perro con una salchicha por el riesgo que corría.

—¿Entonces?

Tristano agitó los dedos con fastidio.

—Ya que insistes, me explicaré con la mayor delicadeza posible. Durante la noche anterior la perla había vuelto a mí de una manera inquietante. Al ver al perro muerto, al principio pensé en marcharme deprisa dejándolo allí. Luego pensé en la noche siguiente: específicamente, en la medianoche, cuando yo estaría dormido. A esa hora la perla habría avanzado por el tubo digestivo del perro…

Glyneth se tapó las orejas.

—Basta. Ya me has contado más de lo que quiero oír.

—Parece que el tema carece de más interés —comentó Aillas.

—En efecto —reconoció Tristano—. Sólo deseaba despertar la compasión de Glyneth por los problemas a los que me enfrenté.

—Lo has conseguido —dijo Glyneth.

Hubo un momento de silencio, y Glyneth miró a Aillas.

—¡Estás callado esta noche! ¿Qué te preocupa? ¿Asuntos de estado?

Aillas miró hacia las oscuras aguas.

—Miraldra parece haberse quedado muy lejos. Ojalá no tuviera que regresar nunca.

—Tal vez asumes demasiadas responsabilidades.

—Como mis consejeros y ministros son hombres mayores que me vigilan para sorprenderme en un error, no tengo más remedio que andar con cuidado. En Ulflandia del Sur hay un caos que debo organizar, y quizá deba habérmelas con los ska, a menos que cambien de actitud. Entretanto Casmir no deja de conspirar.

—¿Y por qué no conspiras contra Casmir, hasta que él desista?

—¡Si fuera tan fácil! Los complots astutos son la especialidad de Casmir. No puedo derrotarlo como intrigante. Sus espías están por todas partes. El descubriría mis intenciones antes que yo mismo.

—¿No podemos localizar a los espías y ahogarlos a todos en el Lir? —exclamó Dhrun irritado.

—Nada resulta sencillo. Comprenderás que deseo localizarlos, pero luego prefiero facilitarles la vida y embrollarlos con falsos informes. Si los ahogara a todos, Casmir simplemente enviaría a un grupo nuevo. Así que me arreglaré con los que tengo y trataré de no asustarlos.

—Ese embrollo parece una idea astuta —comentó Glyneth—. ¿Es eficaz?

—Lo sabré mejor después de identificar a los espías.

—Supongo que nuestros espías vigilan a Casmir —se interesó Glyneth.

—No tanto como los suyos a nosotros. Aun así, no nos supera abrumadoramente.

—En cierto sentido, parece una ocupación interesante —suspiró Glyneth—. Me pregunto si sería una buena espía.

—Sin duda —rió Aillas—. ¡Las mujeres hermosas son excelentes espías! Pero deben consagrarse a su trabajo y aceptar lo bueno y lo malo, pues los datos más interesantes suelen revelarse en la oscuridad.

Glyneth soltó un sonido desdeñoso.

—¡Y ellas son las espías que embrollas todas las noches, facilitándoles la vida, en vez de colgarlas!

—¡Ja! ¡No tengo tanta suerte! ¡Casmir no es tan considerado! En cambio subvierte a uno de mis más íntimos asesores. Huelga decir que no debéis contar esto a nadie.

—Debe resultar extraño mirar las caras de los amigos y preguntarse cuál oculta al espía —dijo Dhrun.

—Vaya si lo es.

—¿Cuántos sospechosos hay? —preguntó Tristano.

—Son mis seis augustos e intachables ministros: Maloof, Langlark, Sion-Tansifer, Pirmence, Foirry y Witherwood. ¡Cada uno de ellos es un señor del reino! La lógica indica que deberían ser tan leales como la luna al sol. No obstante, uno de ellos es un traidor. Digo esto con vergüenza, pues hiere mi autoestima.

—¿Y cómo lo descubrirás?

—Ojalá lo supiera.

Mientras las estrellas se desplazaban en el cielo, pasaron un rato comentando planes para desenmascarar al traidor. Al fin, cuando las velas se apagaron, se levantaron bostezando y fueron a acostarse.

3

Los visitantes se prepararon para regresar a Domreis. Glyneth y Dhrun se apenaron al observar los preparativos; Watershade se quedaría silenciosa y solitaria cuando el grupo se hubiera marchado. Además ambos estaban intrigados por el misterio de ese espía de alto rango. A último momento decidieron unirse al grupo que regresaba a Domreis, y se apresuraron a realizar sus propios preparativos.

El grupo, ahora de cinco, atravesó el Ceald. Al llegar a la Brecha del Hombre Verde se detuvieron, según la costumbre, para dirigir una última mirada a Watershade, luego cabalgaron por el valle del río Rundle hasta el puerto Hag y pernoctaron en la Posada del Coral Marino. Al día siguiente partieron temprano, haciendo tintinear los arneses en el frío del alba. Llegaron a Cabo Bruma cuando los primeros rayos del día les alumbraban las espaldas, y entraron en Dorareis por la tarde.

Aillas no se engañaba en cuanto a los propósitos de Dhrun y Glyneth. Los llevó aparte y les advirtió que fueran discretos.

—¡Esto no es un juego de astucia y amistad! ¡Hay vidas en peligro y a Casmir no le importa destruirlas!

—Ha de ser un hombre extraño y cruel —comentó Dhrun.

—Lo es, y uno de sus espías nos vigila de cerca, tal como nosotros observaríamos a los pollos de un corral.

—Este espía es desde luego un traidor, pero ¿qué se propone? —preguntó Glyneth—. ¿Qué beneficio obtiene?

Aillas se encogió de hombros.

—Quizá nos espíe por capricho, por la emoción de participar en un juego peligroso. Sin duda ha de ser el más suspicaz de los hombres, alerta ante cada mirada y cada susurro, así que sed sutiles.

—Creo que puedes confiar en nosotros —declaró Dhrun—. No somos tan estúpidos. No nos proponemos mirarnos y codearnos, ni dar rápidas ojeadas y ponernos a cuchichear.

—Lo sé muy bien —dijo Aillas—. En realidad, tengo curiosidad por conocer vuestra opinión —y pensó: «Quién sabe. Uno de ellos podría captar discordancias o incoherencias que los demás han pasado por alto». Por tales razones, Aillas organizó un banquete al cual invitó a sus ministros y a otras personas. Se celebró una tarde triste en que el viento soplaba en un cielo duro y azul. Con atuendos ondeantes y la mano en el sombrero, los dignatarios cabalgaron por la ruta de Miraldra. En el vestíbulo fueron recibidos por Este, el senescal, quien los condujo a la sala de banquetes más pequeña. Allí, Aillas esperaba a los invitados junto con Dhrun y Glyneth.

En esta ocasión informal los ministros se sentaron por orden de llegada, tres a cada lado de la mesa, sin prestar atención al rango. Más allá estaban Tristano y dos nobles extranjeros. El primero de ellos era un caballero alto y enjuto, de cara malhumorada y mandíbula larga, llamado Catraul de Cataluña. Lucía un atuendo extraño y lujoso y se empolvaba la cara al estilo de la corte de Aquitania. Dhrun y Glyneth apenas podían contener la risa al ver a Shimrod con semejante indumentaria.

Frente a Shimrod estaba Yane, quien se había oscurecido la tez y ocultaba el mentón bajo una barba negra y el cabello bajo un turbante. Se hacía llamar Hassifa de Tingitana, y casi no hablaba.

En cuanto los invitados estuvieron sentados, Aillas se puso en pie.

—Hoy doy la bienvenida a mi primo, a dos nobles de tierras lejanas, y a seis caballeros que no sólo son mis asesores sino también mis más sinceros y leales amigos. Deseo presentaros a mi hijo, el príncipe Dhrun, y a mi protegida, la princesa Glyneth. Primero, de Dascinet, el señor Maloof de la casa Maul.

Maloof, que era bajo y robusto, con cabello negro y rizado y una barba gruesa y corta que le enmarcaba la cara redonda y pálida, se puso en pie. Saludó a Glyneth con un ademán galante y se sentó.

—¡El señor Pirmence del castillo Lutez! —continuó Aillas.

Pirmence se levantó y saludó: un caballero algo mayor que Maloof, delgado y apuesto, con cabello cano, cejas desdeñosas, barba corta y gris, y gestos de puntillosa distinción.

—¡El señor Sion-Tansifer de Porthouse Faming!

Sion-Tansifer, el más viejo de los ministros, y sin duda el más brusco y antipático, se irguió en un ademán rígido. Su especialidad era la estrategia militar, en sus fases más conservadoras y ortodoxas, y sus opiniones resultaban más interesantes que útiles para Aillas. Sion-Tansifer era valioso por otra razón: sus opiniones, a menudo expresadas como perogrulladas dogmáticas, fastidiaban a los demás, lo cual les impedía criticar a Aillas. Sion-Tansifer era partidario del ideal caballeresco y en esta ocasión informal se inclinó primero ante la princesa Glyneth, luego ante el príncipe Dhrun, permitiendo que la galantería prevaleciera sobre los dictados del rango.

—¡El señor Witherwood de la casa Witherwood!

Witherwood era un caballero maduro, pálido y delgado, con mejillas demacradas, ojos intensamente negros y la boca fruncida como para dominar una desbordante energía interior. Era de convicción apasionada e impaciente con la ortodoxia, un rasgo que no le granjeaba el afecto de Sion-Tansifer ni de Maloof, al primero de los cuales Witherwood consideraba un ordenancista de mente estrecha y al segundo una gallina molesta y puntillosa. Cabeceó lacónicamente y se sentó.

—¡El señor Langlark del castillo Espinazo Negro!

Langlark, como para reprochar veladamente a Witherwood su conducta brusca, se levantó despacio y se inclinó cortésmente a derecha e izquierda. Caballero corpulento de aspecto anónimo, Langlark aportaba humor, moderación y sentido práctico a las deliberaciones del consejo. Aillas lo consideraba su ministro más útil.

—El señor Foirry de Suanetta.

Foirry hizo un par de reverencias cortés pero rápido. Era delgado y de hombros encorvados. Aunque no tan viejo como Maloof, estaba calvo salvo por un par de rizos negros. Sus rápidos gestos y sus inquietos ojos castaños, con la nariz delgada y ganchuda y la boca cínica, le daban un aire de vigilancia implacable. Foirry era un hombre mercurial, y también lo eran sus puntos de vista, pues le agradaba examinar un asunto desde todos los aspectos, y solía discutir con los demás para poner a prueba la solidez de sus conceptos.

—Desde luego todos conocéis a Tristano. Más allá, Catraul de Cataluña y Hassifa de Tingitana.

El banquete continuó: al principio tranquilo y cauteloso, con Sion-Tansifer guardando un pétreo silencio. Pirmence intentó conversar con Catraul y con Hassifa, pero sólo recibió miradas inquisitivas y gestos de incomprensión, así que decidió probar suerte en otra parte.

Entretanto, Glyneth y Dhrun observaban atentamente a los ministros. Descubrieron que cada uno era un especialista, con su propio campo de conocimientos. Maloof controlaba el erario y aconsejaba acerca de impuestos, tasas, rentas y gravámenes. Witherwood se dedicaba a organizar los sistemas judiciales de la comarca, conciliando las diferencias regionales y confeccionando leyes universales, válidas para personas de toda condición. Sion-Tansifer, una reliquia de tiempos del rey Granice, asesoraba sobre organización y estrategia militar. Foirry era experto en el campo de la ingeniería naval. Pirmence, que había viajado mucho, desde Irlanda hasta Bizancio, era ministro de Asuntos Exteriores, mientras que Aillas había encargado a Langlark que fundara una universidad de letras, matemáticas, geografía y varias ciencias más en Domreis.

Aillas, que también estudiaba a los seis ministros, sentía una escalofriante sensación de misterio y desconfianza, quizá incluso de terror. Uno de los seis hombres que compartían plácidamente su mesa, comían su comida y bebían su vino, era un traidor: alguien que trabajaba para destruirle.

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