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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (13 page)

BOOK: Madre Noche
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Le conté cómo se había renovado mi notoriedad.

—Y ahora los carnívoros olfatean la guarida recién abierta y están muy cerca, al acecho.

—Márchate a otro país —dijo.

—¿A qué otro país?

—A cualquiera que te guste. Tienes dinero para viajar adonde te plazca.

—A donde me plazca...

Y en aquel momento entró un hombre calvo, gordo y velludo, con una bolsa de compras. Nos desplazó de los buzones con su hombro, mascullando una excusa prepotente.

—...ermiso —dijo.

Leyó los nombres sobre los buzones como un escolar de primer grado, poniendo el dedo debajo de cada uno, estudiándolos durante largo, largo rato.

—¡Campbell! —dijo, por fin, muy satisfecho—. Howard W. Campbell. —Se volvió hacia mí, como acusándome—: ¿Le conoce?

—No.

—No —dijo, radiante, con su malévola expresión—. Usted se le parece mucho, sin embargo.

Sacó un ejemplar del
Daily News
de su bolsa; lo abrió en alguna de las páginas interiores y se lo ofreció a Resi.

—Fíjese: ¿no se parece mucho a este señor que la acompaña?

—Permítame —le dije.

Arrebaté el diario de los reticentes dedos de Resi y vi la fotografía del teniente O'Hare conmigo; aquella en que estábamos de pie delante de la horca de Ohrdruf muchos años atrás.

El artículo bajo la foto decía que el Gobierno de Israel me había localizado después de quince años de búsqueda. El Gobierno de aquel país estaba ahora tramitando ante el de Estados Unidos de Norteamérica mi extradición para que me juzgaran en Israel. ¿Por qué me querían juzgar? Por complicidad en la muerte de seis millones de judíos.

El hombre me golpeó justo a través del diario, antes de que yo pudiera hacer ningún comentario.

Caí cuan largo soy y me golpeé la cabeza contra un cubo de basura.

El hombre me miró desde arriba.

—Antes de que los judíos te encierren en una jaula del zoológico o hagan lo que se les antoje, me gustaría jugar un poco contigo.

Sacudí la cabeza, en un intento de recobrarme.

—Sentiste ese golpe, ¿no? —dijo.

—Sí.

—Pues ése fue en nombre del soldado Irving Buchanon.

—¿Es usted Buchanon? —pregunté. —Buchanon está muerto. Era el mejor amigo que he tenido. A tres kilómetros de la plaza de Omaha, los alemanes le cortaron las bolas y lo colgaron de un poste de teléfonos.

Me dio una patada en las costillas mientras mantenía a Resi a distancia con una mano.

—Y esto es a cuenta de Ansel Brewer, aplastado por un tanque en Aquisgrán.

Volvió a patearme.

—Por Eddie McCarthy, cortado en dos por una ametralladora en las Ardenas. Eddie iba a ser médico.

Preparó su zapatón para patearme la cabeza.

—Y este otro... —dijo.

Y fue lo último que oí. Esa coz era por algún otro muerto en la guerra. Me dejó fuera de combate.

Resi me contó después los pormenores que agregó el hombre y cuál era el regalo que me traía en aquella bolsa.

—Soy el único tipo que no se ha olvidado de la guerra —dijo, aunque yo no podía oírlo—. Todos los demás se han olvidado, por lo que se ve... Yo no. Te traje esto para que le evites el trabajo a otros.

Y se fue.

Resi tiró el lazo corredizo a la lata de la basura. De allí lo rescató al día siguiente un basurero llamado Lazlo Szombathy. Szombathy se ahorcó con él... Pero ésa es otra historia.

En cuanto a la mía:

Volví en mí sobre un astroso canapé en una húmeda, sofocante habitación de cuyas paredes colgaban enmohecidas enseñas nazis. Había una imitación de chimenea, hecha de cartón; una idea barata para pasar una feliz navidad. En ella había troncos de abedul, también imitados en cartón, una lamparilla eléctrica de color rojo y llamas de celofán que ardían eternamente.

Sobre esta chimenea había un cromo de Adolf Hitler, rodeado por una guarda de seda negra.

Me habían despojado de la ropa interior color aceituna, me habían cubierto con un cubrecama imitación piel de leopardo. Gemí y me incorporé. Cohetes espaciales despegaban de sus bases dentro de mi cráneo. Miré la piel de leopardo y mascullé algo.

—¿Qué dijiste, querido? —preguntó Resi.

Estaba sentada junto al catre, pero no me di cuenta de su presencia hasta que habló.

—No me digas que me he unido a los hotentotes —dije, mientras me arropaba mejor en la piel de leopardo.

27. El que lo encuentra se lo queda

Mis asistentes de investigación aquí, jóvenes activos y sagaces, me han proporcionado la fotocopia de un artículo del
New York Times
en el que se cuenta la muerte de Lazlo Szombathy, el hombre que se suicidó con la cuerda destinada a mí. Por consiguiente, tampoco he soñado eso. Szombathy había llegado a Estados Unidos después de actuar como francotirador contra los rusos en Hungría, según el
Times
. Era un fratricida, según el
Times
: había matado a tiros a su hermano Miklos, secretario del Ministerio de Educación en Hungría.

Antes de entregarse al sueño eterno, Szombathy escribió una nota y la sujetó a una pernera de su pantalón. En la nota no decía nada sobre el asesinato de su hermano.

Explicaba que a él, veterinario muy respetado en Hungría, no se le permitía practicar su profesión en Estados Unidos. Pensaba que la libertad estadounidense era ilusoria y tenía amargas quejas contra ella. En un alarde final de paranoia y masoquismo, Szombathy terminaba la nota con la insinuación de que conocía la cura contra el cáncer. Los médicos yanquis, decía, se reían de él siempre que intentaba demostrarles cómo se curaba.

Y basta de Szombathy.

Respecto de la habitación donde me desperté después de recibir la paliza: era el sótano preparado por el finado August Krapptauer para la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana; el sótano del reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología. En algún lugar del piso de arriba, una imprenta completaba el tiraje de
El Miliciano Blanco Cristiano
.

Desde algún otro cuarto del sótano, parcialmente adaptado a prueba de ruidos, llegaba el tableteo, estúpidamente monótono, de la práctica de tiro.

Tras la paliza, el joven médico Abraham Epstein me había prestado los primeros auxilios; se trataba del médico que vivía en mi edificio y que certificara la muerte de Krapptauer. Desde el departamento de Epstein, Resí había telefoneado al doctor Jones para pedirle ayuda y consejo.

—¿Por qué Jones? —le pregunté.

—Era la única persona en el país en quien podía confiar. La única persona que yo sabía con seguridad que estaba de tu parte.

—¿Qué sería la vida sin amigos? —dije.

No recuerdo nada de esto; pero Resi me cuenta que recobré el sentido en el departamento de Epstein. Jones nos recogió a Resi y a mí en su auto, me llevó a un hospital donde me hicieron radiografías y me vendaron las tres costillas rotas. Luego me trasladaron al sótano y me acostaron.

—¿Y por qué aquí?

—Es un lugar donde estarás a salvo —contestó Resi.

—¿A salvo de qué?

—De los judíos.

El Führer Negro de Harlem, el chofer de Jones, entró en ese momento con una bandeja donde había huevos, tostadas y café casi hirviendo. Depositó la bandeja sobre una mesa cercana.

—¿Dolor de cabeza? —preguntó.

—Sí.

—Tómese una aspirina.

—Gracias por el consejo.

—En este mundo casi nada anda bien... —dijo—. Pero la aspirina funciona.

—La... república de Israel, ¿quiere de veras... quiere juzgarme por... por eso que decía el diario? —le pregunté a Resi, todavía tratando de no creerlo.

—El doctor Jones dice que el Gobierno de Estados Unidos no lo permitirá; pero los judíos enviarán agentes para raptarte, como hicieron con Adolf Eichmann.

—Un prisionero tan importante... —murmuré.

—No es lo mismo ser perseguido por un judío aquí que allá —dijo el Führer Negro.

—¿Cómo?

—Quiero decir que ahora los judíos tienen un país. Que tienen barcos de guerra judíos, aviones judíos y tanques judíos. Tienen todo lo judío que necesitan para perseguirlo a usted, menos la bomba de hidrógeno.

—¿Quién demonios está practicando tiro? —pregunté—. ¿No puede esperar un poco hasta que se me pase el dolor de cabeza?

—Es tu amigo —dijo Resi.

—¿El doctor Jones?

—George Kraft.

—¿Kraft? ¿Y qué está haciendo aquí? —pregunté.

—Irá con nosotros —dijo Resi.

—¿Adonde?

—Está todo decidido. Todos están de acuerdo, querido... Lo mejor que podemos hacer es salir del país. El doctor Jones ya está haciendo ciertos arreglos...

—¿Qué clase de arreglos? —pregunté.

—Un amigo suyo que tiene un avión. Tan pronto como estés mejor, querido, tomaremos ese avión, volaremos a algún lugar hermoso donde nadie te conozca... y empezaremos una nueva vida.

28. Blanco

Fui a ver a George Kraft allí mismo, en el sótano de Jones. Lo encontré de pie en un extremo de un largo corredor; el otro extremo estaba lleno de bolsas de arena. Sujeto a las bolsas había un blanco, con silueta humana.

Aquel blanco era la caricatura de un judío fumando un habano. El judío pisaba cruces rotas y minúsculas mujeres desnudas. Con una mano aferraba una bolsa de dinero que llevaba la leyenda: «Banca internacional.» Con la otra, una bandera de la URSS. De los bolsillos de su traje emergían, pidiendo clemencia padres, madres y niños a la misma escala que las mujercitas desnudas bajo sus pies.

Todos esos detalles no se veían desde el extremo de la galería de tiro; pero no era necesario que me aproximara al blanco para distinguirlos.

Yo mismo había diseñado ese blanco allá por 1941.

Se imprimieron millones de ejemplares en Alemania. Mis superiores habían quedado tan encantados con la idea que me dieron una gratificación de cuatro kilos de jamón, cien litros de gasolina y una semana de vacaciones con todos los gastos incluidos para mi esposa y para mí en la
Schreiberhau
de Riesengebirge.

Debo admitir que el blanco en cuestión representaba un exceso de celo, puesto que yo no trabajaba como artista gráfico para los nazis. Lo ofrezco aquí como testimonio para la acusación. Supongo que la autoría que me atribuyo será una novedad hasta para el Instituto de Documentación de Criminales de Guerra en Haifa. Pero también declaro que dibujé ese monstruo para hacerme una reputación más sólida como auténtico nazi. Sobrecargué el diseño con efectos que habrían parecido ridículos en cualquier parte, salvo en Alemania o en el sótano de Jones. Y lo dibujé mucho peor de lo que soy capaz. Sin embargo, tuvo éxito.

Me quedé pasmado con ese éxito. Las Juventudes Hitlearianas y los reclutas de las SS sólo practicaban tiro con ese blanco, y hasta recibí una carta de Heinrich Himmler en agradecimiento por mi idea.

«Mi puntería ha mejorado un cien por cien —me escribió—. ¿Qué ario de pura raza puede mirar ese maravilloso blanco y no disparar a matar?»

Al observar cómo Kraft le disparaba tiro tras tiro entendí por primera vez el éxito del blanco. Las imperfecciones de aficionado que tenía lo hacían parecer uno de esos dibujos que se ven en las paredes de los mingitorios públicos; recordaba, además, el hedor, la enfermiza media luz, la húmeda resonancia y el ruin aislamiento de un compartimiento de baño público... todo lo cual reflejaba exactamente la condición espiritual de un hombre durante la guerra. Mi dibujo era mucho mejor de lo que creía. Kraft disparó de nuevo, sin preocuparse de mí ni de la piel de leopardo con que me cubría. Utilizaba una «Luger» grande como un lanzagranadas, Sin embargo, su recámara sólo admitía balas calibre 22, haciendo de los débiles
¡bangs!
un anticlímax. Kraft disparó otra vez y una bolsa de arena situada a la izquierda de la cabeza del blanco sangró arena.

—Intenta abrir los ojos la próxima vez que dispares —le grité.

—OH. Ya estás de pie y de nuevo en movimiento —dijo, bajando la pistola.

—Sí.

—Qué desagradable, lo ocurrido...

—Así me pareció.

—Aunque quizá sea para bien. Quizá todos terminemos dando gracias a Dios porque ocurriera.

—¿Por qué?

—Nos ha sacudido de la modorra en que estábamos.

—De eso puedes estar seguro.

—Cuando salgas de este país con tu chica, búscate un ambiente nuevo, una identidad nueva... Podrás empezar otra vez. Y escribirás diez veces mejor que antes. Piensa en la madurez que adquirirán tus obras.

—La cabeza me duele demasiado ahora... —dije.

—Pronto se te pasará. No la tienes rota y está repleta de una comprensión terriblemente lúcida de ti mismo y del mundo.

—Humm...

—Y yo también voy a pintar mejor, con el cambio de ambiente. Nunca he estado en el trópico antes... Ese hartazgo brutal de color, ese calor visible, audible...

—¿Qué quieres decir con eso del trópico?

—Pensé que iríamos allá —dijo—. Eso es lo que quiere Resi, también.

—Pero ¿tú vendrás con nosotros?

—¿No te importa?

—Parece que vosotros dos habéis estado muy activos mientras yo dormía —dije.

—¿Y qué hay de malo en eso? ¿Acaso planeamos algo inconveniente para ti?

—George... ¿Por qué quieres unir tu suerte a la nuestra? ¿Por qué te has metido en este sótano con estas cucarachas negras? No tienes enemigos. Si vienes con nosotros, George, mis enemigos también se lanzarán contra ti.

Puso la mano sobre mi hombro. Me miró hondamente a los ojos:

—Howard: cuando mi esposa murió, ya nada me ataba a nada sobre la Tierra. También yo era un fragmento sin sentido de una nación de dos. Y entonces descubrí algo que no había conocido antes: lo que es un buen amigo. Uno mi suerte a la vuestra con toda alegría, amigo. Ninguna otra cosa me interesa. Nada me atrae en lo más mínimo. Si lo permites, mis pinturas y yo quisiéramos ir con vosotros adonde os lleve el destino.

—Eso... eso es la amistad —dije.

—Así lo espero.

29. Adolf Eichmann y yo

Pasé dos días en aquel extraño sótano, convertido en un inválido meditabundo.

Mi ropa había quedado destrozada por la paliza que recibí. Así que me dieron otra elegida entre los haberes de Jones: un par de brillantes pantalones negros del padre Keeley y una camisa de color plateado del doctor Jones (la camisa era parte del uniforme de un extinto movimiento fascista norteamericano llamado por razones obvias «Camisas de Plata»). El Führer Negro me dio una minúscula chaqueta deportiva color naranja que me hacía parecer un mono de organillero.

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