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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres (42 page)

BOOK: Matahombres
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—Promesas, promesas —gruñó Gotrek, que avanzaba a través de las filas de cañones.

Por una vez, Félix tenía razones para compartir el escepticismo de Gotrek. Por enorme y horrible que fuera aquella cosa, había visto al Matador acabar con demonios más grandes sin demasiados problemas. Las torres de asedio demoníacas que habían amenazado las murallas de Praag durante la invasión de Arek Corazón de Demonio, por ejemplo, habían estallado literalmente al más leve toque de su hacha. Esa cosa parecía insignificante en comparación.

Gotrek cargó contra ella y le abrió un tajo descomunal en el torso. El horror aulló de dolor y su gelatinosa sangre se retiró, hirviendo, ante el contacto del hacha. Félix retrocedió de un salto, esperando una explosión de sangre y fuego rosado.

No se produjo. La herida se fundió y cerró como si nunca hubiera existido.

Gotrek parpadeó, perplejo. Un brazo como un saco lleno de arena mojada le dio un revés en la cara. Salió volando hacia atrás, empapado en coagulado moco rojo, y se estrelló contra el carro de un cañón. Félix corrió hacia él, espantado. ¿Qué había sucedido? El demonio debería haberse desvanecido en un estallido de azufre.

—¿Estás bien, Gotrek?

El Matador alzó la cabeza. Un maloliente moco rojo le corría por la cara. Gruñó salvajemente y miró a la cosa con expresión colérica en su único ojo.

—Nada es como debe ser en esa inmundicia.

—¡No la expulsarás tan fácilmente de este plano, Matador! —gritó Lichtmann desde detrás del ser—. No, cuando la fortalece la piedra de disformidad de los cañones. ¡No, cuando las almas de los más grandiosos hechiceros de la era la obligan a quedarse!

—¿Hechiceros? —Félix no entendía. Miró a su alrededor, casi esperando ver salir una falange de brujos de detrás de las cajas, como los villanos de una pantomima—. ¿Qué hechiceros son ésos?

Gotrek se limpió la cara ampollada con el dorso de una mano.

—Están dentro de los cañones, humano. Más inmunda brujería. —Se levantó con lentitud.

—¿Dentro de los cañones? —preguntó Félix.

Lichtmann rió.

—¿Piensas que ensuciaríamos unas armas tan excelentes con los huesos de meros soldados? Algunos de los más poderosos hechiceros de Tzeentch se sacrificaron para unirse con estos cañones. Fueron sus cenizas las que vertimos en el hierro fundido. Es su voluntad la que volverá a los artilleros de Middenheim contra sus propios hermanos y derrotará a la Fauschlag desde el interior.

Mientras Lichtmann hablaba, el burbujeante horror extendió los enormes brazos que mutaban constantemente hacia cuatro de los relumbrantes, palpitantes cañones, al mismo tiempo que del pecho le brotaba un grueso tentáculo que se dirigía hacia un mortero. Cuando las goteantes extremidades tocaron las armas, la fluida carne roja se derramó sobre ellos, los cubrió y los ingirió. Los brazos y el tentáculo se tensaron e hincharon. Las cadenas que retenían a los cañones se partieron, y el horror los levantó de los carros como si fueran enormes guanteletes acorazados. El largo tentáculo se retrajo y situó el mortero entre los poderosos hombros del ser. Entre el mortero y los cuatro cañones corrieron crepitantes arcos de verde fuego funesto que formaron una jaula de poder arcano en torno al horror. Rugió un desafío a través de una docena de bocas que se fundían, a la vez que el mortero giraba hacia Gotrek y Félix como el ojo de un cíclope. Félix sintió el odio de aquel ser como el fuego de un horno.

Gotrek corrió hacia él. Félix tragó y lo siguió, rezándole a Sigmar para pedirle fuerzas. El demonio los atacó con un brazo de hierro, y ellos lo acometieron al mismo tiempo. La espada de Félix rebotó, ineficaz, y las manos le palpitaron dolorosamente al correr por ella la energía verde, pero el hacha del Matador le dio de lleno. El hacha rúnica hizo saltar, como una piedra que cae al fango, la gruesa capa de sulfurosa sustancia roja y viscosa que cubría el cañón, y se vio una brillante herida en la pulimentada superficie del arma, antes de que la sustancia volviera a fluir y se cerrara al instante.

Los atacaron otros dos brazos de hierro. Félix retrocedió de un salto, justo a tiempo, pero Gotrek se agachó y los esquivó a ambos, para luego dirigir un tajo al torso del ser. El hacha penetró profundamente y halló costillas blancas por debajo de la carne roja.

El horror aulló y retrocedió. Detrás de él, Lichtmann adelantó el brazo deforme y una bola de fuego estalló en torno a Gotrek. El Matador se tambaleó en medio de las llamas, y un tercer cañón le rozó la parte superior de la cabeza y lo derribó. Rodó para alejarse, humeando, en el momento en que otros dos brazos descargaban golpes y dejaban profundas abolladuras en la cubierta metálica. Retrocedió gateando para ponerse fuera de su alcance y situar el bulto del enorme horror entre Lichtmann y su persona.

—Mata al brujo, humano —dijo por un lado de la boca—. El demonio es mío. —A la izquierda de la cresta se le estaba extendiendo una contusión por el cuero cabelludo.

—Sí —dijo Félix, aunque no le entusiasmaba mucho la idea de enfrentarse con Lichtmann cara a cara.

Miró en derredor con la esperanza de que los otros pudieran ayudarlo, de que Malakai se hubiera recuperado, tal vez. Pero no. Petr y los otros estudiantes transportaban el cuerpo del ingeniero a través de la entrada, hacia el hangar. A Félix lo recorrió un escalofrío de miedo. ¿Podría estar muerto Makaisson?

Gotrek volvió a cargar contra el horror. Félix reunió todo su valor y corrió hacia Lichtmann, con la esperanza de atropellado antes de que pudiera concluir otro hechizo. No tuvo esa suerte. El brazo carbonizado del brujo relumbró, y una flor de llamas salió disparada hacia él.

Félix gritó y se lanzó hacia un lado, cayó junto a una pila de cajones y se cubrió la cara mientras el fuego ondulaba por encima de él. La nube de fuego se evaporó, y levantó la cabeza. Los cajones que lo rodeaban estaban ardiendo. ¿Cómo se suponía que tenía que matar a Lichtmann si no podía acercársele?

Al otro lado de los cajones, Gotrek volvió a esquivar los brazos de hierro cubiertos de viscosidad roja del horror, y le asestó un tajo, pero esa vez no lo dirigió al torso, sino que cortó un brazo justo por encima de uno de los cañones. El hacha atravesó la viscosidad como si fuera agua, y el cañón cayó sobre la cubierta con estrépito, destellando y chisporroteando.

El demonio aulló de dolor, y durante un brevísimo instante su carne roja se tornó translúcida e insustancial, y todos los otros cañones que tenía sujetos cayeron como si se hubieran vuelto demasiado pesados para el ser. El nimbo verde que los rodeaba parpadeó y siseó, y Gotrek continuó la acometida, con los ojos febrilmente brillantes.

Lichtmann chilló, horrorizado, y comenzó a trazar signos en el aire.

Félix cargó hacia él, con la espada en alto. ¡Por la sangre de Sigmar! Iban a conseguirlo.

Lichtmann lo vio venir. Trazó un círculo con la mano negra, y de repente surgió a su alrededor una rugiente anilla de llamas. Félix derrapó para detenerse, y alzó las manos cuando una ola de calor pasó sobre él.

Gotrek cortó una de las piernas del horror; luego, otra. La carne se le volvió casi transparente. Cayó y derribó cañones. Gotrek intentó apartarse de un salto, pero una de las pesadas armas le dio un golpe de refilón en un hombro y lo lanzó al suelo cuan largo era. Otra destrozó un cajón, y por la cubierta rodaron balas de cañón. El horror se desplomó sobre el desastre, completamente perdida la forma.

Félix le dirigió una fuerte estocada a Lichtmann, intentando herirlo a través de la muralla de fuego. Se echó atrás bruscamente en el momento en que las llamas le quemaron el brazo. Lichtmann no le hacía el menor caso, con los ojos fijos en Gotrek. Comenzó otro encantamiento. Félix maldijo, y buscó algo que poder arrojarle a través de las llamas. ¡Allí estaba! Uno de los destrales de los tripulantes muertos yacía sobre la cubierta, a menos de diez pasos de distancia. Corrió hacia él.

Gotrek se incorporó, con un sangrante desgarrón en un hombro. Ante él, sobre la cubierta, bañado en la palpitante energía de los cañones poseídos, el horror estaba volviendo a formarse, las piernas se conectaban otra vez con el torso, y los brazos absorbían de nuevo los cañones que había soltado. También las balas de cañón sobre las que había caído estaban desapareciendo dentro de la carne.

Gotrek se levantó y avanzó, cojeando, presuroso por atacar al ser antes de que se recobrara del todo.

Félix recogió el destral en el momento en que Lichtmann apuntaba a Gotrek con la garra negra, cuyas brillantes grietas relumbraron.

—¡Gotrek! ¡Cuidado!

Gotrek alzó la mirada.

Félix le lanzó el destral a Lichtmann a través de la cortina de fuego. Fue un lanzamiento torpe. El plano de la hoja golpeó al brujo en la cabeza. Se tambaleó, pero a pesar de eso arrojó la bola de llamas.

El Matador se lanzó hacia un lado y rodó detrás de un mortero. Las llamas estallaron por encima de él.

Lichtmann se volvió hacia Félix, mientras el fuego danzaba en torno a su mano derecha.

—Es una lástima que no luchemos en el mismo bando —dijo al mismo tiempo que avanzaba, y el círculo de llamas se movió con él—. Tu valor e infinidad de recursos son incuestionables.

Félix retrocedió, y entonces se agachó detrás de otra pila de cajones.

—Es una lástima que tú luches en el bando del mal —le gritó. Miró en dirección al Matador, intentando ver si había sobrevivido a la explosión.

—¿Qué alternativa tenía? —preguntó Lichtmann, que lo seguía—. Aún sería un leal hijo del Imperio si mi mano no hubiera empezado a cambiar. No hice nada para provocar el cambio. No leí ningún libro proscrito. No aprendí ningún ritual profano. Seguí las instrucciones de mis profesores al pie de la letra, y cambié, a pesar de todo. —A su voz afloró una nota de enojo.

Félix corrió a protegerse detrás de una pila de barriles.

Al otro lado de la bodega, Gotrek se puso de pie, tambaleante, con la barba y las cejas humeando.

El horror se alzó ante él, de nuevo sólido y entero, con la palpitante corona de funesto fuego brillando con fuerza. Avanzó pesadamente, mientras las balas de cañón que había absorbido ascendían y descendían por su interior como negras burbujas. Era como si el hacha de Gotrek no lo hubiese tocado siquiera. El Matador gruñó y corrió a su encuentro, impávido. El acero chocó contra el acero. Félix gimió mientras miraba. Estaban de vuelta donde habían comenzado, sólo que más maltrechos.

Lichtmann rodeó los barriles, y el cerco de llamas les prendió fuego.

—¿Podía acudir a mis profesores y contarles lo que me sucedía? —continuó como si mantuviera una conversación, mientras Félix corría ante él y se escondía—. ¿Podía pedir misericordia en el templo de Sigmar? No. La única misericordia que el Imperio les brinda a sus hijos deformes es la del hacha. ¿Qué podía hacer? Yo quería vivir. No quería que mi prodigiosa mente se desperdiciara sólo porque una de mis extremidades me había traicionado.

Félix se metió entre dos hileras de cajones, mientras los sonidos de la batalla que sostenía Gotrek resonaban en sus oídos. Eso era una locura. No había adonde ir. La bodega era demasiado pequeña.

Lichtmann rodeó las hileras, buscándolo.

—Así pues, cuando Archaon comenzó su marcha hacia el sur, me di cuenta de que, aunque los detestaba a él y a los bárbaros incultos que lo siguen, su triunfo era mi única esperanza de supervivencia.

Un fuerte choque metálico hizo que tanto Félix como Lichtmann se volvieran. Gotrek volaba de espaldas por el aire. Sus hombros se estrellaron contra el tubo de un cañón, y se deslizó al suelo, aturdido.

Cuando el horror avanzó lentamente tras él, el mortero que hacía las veces de cabeza se hundió en el agitado protoplasma rojo del pecho como un cubo que desapareciera dentro de un pantano.

Félix frunció el entrecejo. No entendía qué era lo que estaba haciendo.

Gotrek se puso trabajosamente de pie y retrocedió entre los cañones, mientras se recuperaba.

El mortero ascendió hasta salir por el cuello del horror, y giró hacia Gotrek, con hilos de moco rojo colgando.

Félix continuaba sin entender. Entonces, un fuego verde destelló en la boca del mortero, y todo quedó horrendamente claro.

Gotrek también vio el destello, y se lanzó hacia un lado justo en el momento en que el mortero disparaba con un ondulante estallido de humo y ruido. La bala atravesó la rueda derecha de un cañón y abrió un agujero irregular en la cubierta, justo donde había estado el Matador. La luz del sol entró por él.

—¡No! —gritó Lichtmann.

Félix apenas pudo oírlo, a causa del fuerte zumbido de los oídos.

—No dañes a tus hermanos —le gritó Lichtmann al horror—. Deben estar sanos, o no serán colocados sobre las murallas de Middenheim. —Miró en derredor, recorriendo con los ojos todos los fuegos que había prendido con su magia—. De hecho, ya hemos causado demasiados daños. —Extendió la garra ennegrecida, y los fuegos se apagaron, uno tras otro.

«Por supuesto», pensó Félix. Lichtmann tenía que proteger los cañones, o su plan no tendría éxito. Y eso los convertía en un refugio perfecto. Félix corrió hacia un grupo de cañones y se agachó detrás de uno. Ni el brujo ni el horror se atreverían a dispararle, si permanecía entre ellos.

Gotrek también pareció darse cuenta de eso. Estaba otra vez de pie y llamaba al demonio con una carnosa mano.

—Vamos, pesadilla hiperdesarrollada. Ven a enfrentarte conmigo, acero contra acero.

El horror lo complació, y se adentró en el laberinto de cañones, aullando su furia con una multitud de bocas. El enano y el demonio chocaron con un ruido ensordecedor.

Félix se volvió y vio que Lichtmann avanzaba hacia él, con la daga en forma de llama en la mano humana. Félix preparó la espada. Tal vez sería una lucha que podría ganar.

—¡Muere, inmundo brujo! —gritó una voz detrás de él.

Félix se volvió. Petr y algunos otros estudiantes habían regresado al rellano, y apuntaban a Lichtmann con fusiles y pistolas. Dispararon.

Lichtmann alzó una mano para protegerse, y las balas rebotaron en el aire, ante él. Félix se agachó. Una le atravesó una manga de la camisa. Varias impactaron en el torso del horror, sin efecto. Otras salieron despedidas en ángulos amplios y rebotaron por toda la bodega.

—¡No disparéis, malditos! —les gritó Félix—. ¡Nos mataréis a todos!

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