Read Metamorfosis en el cielo Online

Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

Metamorfosis en el cielo (4 page)

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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En ese instante siento la presión de una mano de extraña suavidad en el brazo y luego de otra en el hombro. Las manos tiran de mí hacia el tejado. Me tumbo sobre la hierba de plumón sin aliento.

—¿Sabe usted que no es muy prudente pasear por aquí?

Esa voz de acústica sintética la emite una silueta cubierta de plumas. No consigo distinguirla en la oscuridad. Huele bien, a una mezcla de castañas asadas y hierba recién cortada.

Intento balbucear una respuesta coherente, pero el miedo mezclado con la emoción engendra fragmentos de frases mutiladas. Pronuncio muñones de palabras, para volver a pegarlas según las circunstancias.

—La reina de los pájaros dará a luz pronto —me interrumpe mi salvador—. Los pájaros no pretenden hacerle ningún daño, pero cuando protegen los huevos, ¡son peores que los pitbulls!

—¿Quién es usted?

—Quien le aconseja que regrese a su habitación lo antes posible, ¡porque son las seis menos diez, señor Cenicienta!

—¿Usted... es quien me cuida?

—Las seis menos nueve...

Muy a mi pesar, abandono ese maravilloso lugar, entro en mi habitación y me deslizo in extremis bajo las sábanas. Conecto de nuevo la perfusión justo antes de que salga el sol eléctrico.

Por una vez, me siento casi feliz de estar en la cama. Podré pasar el día soñando con ese increíble borde del cielo. El hecho de pensar que puedo volver a ese lugar endulza las perspectivas tremendamente. Tendré que investigar y descubrir más sobre la pajarera mágica y su propietaria. Por mucho que encadene mis párpados para atizar los rescoldos de mi sueño rojo durante el mayor tiempo posible, este acaba por escapar. Y debo retomar el contacto con el mal que me roe. La Remolacha me aguarda con su infinita paciencia, me recuerda a una serpiente que se acerca a olfatear su presa para comprobar que la carne está aún viva. La imagino divertida echando un vistazo al cuadro en el que se anotan los resultados de mis análisis diarios.

Alguien llama a la puerta. Es Pauline, mi enfermera, una mujer de tal estupidez que, en ocasiones, se vuelve malvada. Carga una caja de cartón blanco a la que rodea un lazo de lana granate. Me asombra verla manejar un objeto tan alegre. Lo deja encima de la mesilla sonriendo con cara extraña. Saco mi cuerpo de joven anciano fuera de la cama y me esmero para deshacer el lazo con sumo cuidado. Levanto la tapa: plumas rojas, a tope. Meto las manos y luego los brazos hasta los hombros. Una parcela de cielo vía servicio de habitaciones. Hurgo con la esperanza de encontrar una nota, cuando, de pronto, siento algo frío y duro en el fondo de la caja. Exhumo dos esqueletos de alas mecánicas flamantemente nuevas. Disponen de cuatro puntos de articulación flexibles y tienen una envergadura de aproximadamente el doble del largo de mis brazos. El niño que hay en mí aflora, qué excitante sensación de Navidad. Hacía años que no sentía semejante alegría.

—Buenas tardes, Tom, ¿cómo se encuentra hoy? —me pregunta la doctora.

Yo ni siquiera había advertido su presencia.

Intento en vano esconder las alas debajo de las sábanas y procuro borrar la sonrisa beatífica que me recorre el rostro. Todo para conseguir una compostura coherente con mi estatus de aprendiz de enfermo.

—¿Sabe? No tiene por qué esconder las alas.

—No me apetece encontrarlas retorcidas en el cubo de la basura.

—Si no se desconecta el catéter, puede ponérselas.

Estoy listo. He trabajado frenéticamente durante toda la tarde. Ni siquiera me he dado cuenta de que ha oscurecido. He pegado plumas, plumas y más plumas en los armazones y luego he fijado los armazones en mi pijama de combate. Hay que atildarse para ir al borde del cielo. Mi corazón baila
punk-rock
ante la idea de volver allí arriba.

—¡Uau, qué elegancia! ¿Es tu traje de nubes nuevo? —exclama Victor, de correría por los pasillos.

—¿Mi qué?

—Tu traje de nubes. ¡Para pasear por las nubes!

—Ah..., sí. Voy a probarlo esta noche en el tejado.

—¿Puedo ir contigo?

—Es peligroso...

—¡Precisamente por eso!

Sus ojos demasiado grandes para su edad y las nubes de párpados que se entornan pausadamente por encima de ellos me complican la tarea.

—Escucha, Victor... Deja que compruebe que el tejado no está encantado y otro día te llevo, te doy mi palabra, ¿de acuerdo?

Afirma con la cabeza.

—Yo me llevo bien con los fantasmas, así que, aunque esté encantado, la próxima vez podrás llevarme, ¿vale? —dice mientras reajusta mis alas con mucho cuidado. El niño acentúa la frase con una risa de conejo de dibujo animado.

—Te lo prometo.

Victor se queda en mitad del pasillo y me sigue con la mirada hasta que atravieso la puerta que me conduce a la escalera de incendios.

Aquí estoy por segunda vez en el borde del cielo. El hecho de que el efecto sorpresa haya desaparecido no neutraliza lo maravilloso que emana de este lugar. Me he quedado sin aliento igual que anoche, sin embargo, mis alas flamantemente nuevas me procuran una cierta sensación de invulnerabilidad. Presto mucha atención para observar cada detalle: los pájaros hechos a mano están instalados en unas jaulas que cuelgan en medio de petirrojos de verdad dormidos; la yedra de plumas que trepa y devora cada milímetro cuadrado produce un deseo irrefrenable de envolverse en ella; la bruma que viaja a cámara lenta mezcla los reflejos de la luna con la noche. Parece que el tejado se hubiera descolgado del hospital y viajara a la deriva hacia el infinito. Una bola de algodón gigante con forma de huevo domina justo en el centro de la pajarera. O la señorita pájaro ha descolgado esa nube directamente del cielo o tiene debilidad por el algodón desmaquillante. Una caricia de viento mueve las plumas, pero aquí no hay viento. ¿Estaré enfrentándome a un caso de pajarera encantada? Después de todo, me sentiría más seguro con Victor a mi lado.

Me acerco al opulento cúmulo y descubro que es un nido con un montón de huevos pintados a mano. Pintados con lápiz de labios, creo. Percibo un ligero chirrido herrumbroso por encima de mi cabeza. El sonido se hace más insistente y el viento que viene de no se sabe dónde aumenta. Cualquiera diría que el cielo respira a pequeñas ráfagas. Levanto la cabeza y distingo la barquilla de un columpio justo encima de mí. Una silueta familiar entra y sale de la oscuridad como el fantasma de un pájaro que quizá sea. Siento un repentino e incontrolable deseo de agarrarla igual que si fuera la pelota de un tiovivo para niños. Quién sabe, tal vez ganase una vuelta al cielo junto a ella. Un traje de plumas, que dibuja deliciosamente sus curvas de la cabeza a los pies, le moldea el cuerpo. El capuchón se ajusta a su rostro sin dejar siquiera que sobresalgan las orejas, parece
Caperucita Roja
en versión jilguero
sexy
. Le cubren las manos unos guantes de terciopelo negro. ¿Será una ladrona? Me acerco. Esa chica es una tarta de nata montada en unos tacones altos, su boca parpadea como el más goloso de los faros. La barquilla frena envuelta en un susurro de élitros y mi corazón acelera. Tiene un pájaro posado en la clavícula izquierda, lo que le da un cierto aspecto de pirata. Me acerco aún más. Unas plumas minúsculas que cobran vida a la menor expresión le cubren la carita. Las de los antebrazos son mucho más largas; se extienden majestuosamente hasta convertirse en alas.

—Es usted de esa clase de persona testaruda... —dice, con la misma voz de tonos cálidos y no sé qué de sintético mientras se balancea.

—Tenía que darle las gracias por las alas —contesto, agitándolas torpemente.

—No hay de qué... Las lleva con una elegancia cómica.

—¿Cómo debo tomarme eso?

—Como el comienzo de un cumplido.

—¿Es decir...?

—Tendrá que aprender a convertir lo cómico en más elegante.

Se supone que las mujeres más bellas del mundo producen vértigo, a mí esta me produce tortícolis. Su pequeña fábrica de viento teledirige los movimientos de mi cuello. Todo palpita. Las plumas que ondean en su piel la hacen terriblemente expresiva. Podría comunicarse conmigo sin pronunciar ni una sola palabra. He subido la escalera de incendios con el propósito de saber todo sobre esa sirena celeste. Y ahora lo único que deseo es quedarme aquí y asistir al espectáculo de su boca en movimiento hasta que amanezca. Abajo, veo los camiones que recorren la autovía, el pulso de otro mundo.

La pájaramujer frena la barquilla con los dos pies y se acerca a mí en silencio. Me pasa el brazo por las alas para comprobar que están bien sujetas.

—¿Le gustaría aprender a volar, señor Cloudman?

No puedo evitar reprimir una sonrisa ligeramente irónica al responderle:

—Sé lo complicado que resulta mostrarse convincente, aun cuando uno disponga de un traje tan sofisticado como el suyo. Intento a mi modo estar a la altura de los sueños de un niño que vive en este hospital, conozco bien ese problema... En cualquier caso, ¡me entusiasma su disfraz!

Un susurro de alas. La pajarilla da una larga calada a un cigarrillo. Sus párpados le sepultan las pupilas, igual que el telón al final de un espectáculo de marionetas. La mujer pájaro extiende los brazos hasta la punta de los dedos, dobla las rodillas, arquea la cintura y empuja el suelo con sus tacones de mucho más que aguja. Sus pies ligeros abandonan el suelo, sus alas se despliegan y barren la nube de humo. Untuosidad absoluta. Las estrellas se inclinan para mirarla y chocan contra las esquinas del edificio. Alza el vuelo hasta el pórtico de su columpio y se posa en la barra transversal. La luna, enamorada, contiene la respiración.

Cuando la nube de humo se disipa, la mujer pájaro inicia un suave descenso hacia la hierba de plumón, donde aterriza con la torpe elegancia de las mujeres con tacones altos. Sus ojos de cometa llenos de vida mariposean. Yo contengo el aliento por miedo a que el sueño al que asisto se desvanezca. La pájaramujer parece acurrucarse en su propio corazón, frágil como una flauta de cristal en medio de un terremoto.

—No es un disfraz... —susurra la pajarilla casi avergonzada.

Estoy más sonado que un boxeador vencido. Me siento de manera instintiva e incluso sentado sigo teniendo la sensación de que voy a caerme. Desde hace un buen rato he debido de olvidarme de respirar, porque un repentino hipo me produce la impresión de ser víctima de un mal contacto.

—¿Ahora me creerá si le digo que puedo enseñarle a volar?

Asiento con un movimiento de cabeza acompañado de un espasmo que no deja de resultar divertido a la pajarilla.

—Voy a proponerle un trato. Si lo acepta, podré ofrecerle una segunda vida.

—¿Un trato?

—Un intercambio mutuo de favores, si así lo prefiere.

—¿Estoy soñando o me propone un pacto faustiano?

—En cierto modo: digamos que estaría entre el pacto faustiano y el matrimonio, pero mucho más intenso.

—Acepto.

—Espere a saber...

—No, me dan igual los términos del negocio.

—No puede aceptar sin saber de qué se trata —me corta—. En el póquer uno no apuesta todo antes de haber visto las cartas.

—Entonces, ¡reparta las cartas!

—Hoy ya es demasiado tarde. La noche ha empezado a decolorarse, no debería quedarse aquí más tiempo. Vuelva mañana, un poco después de medianoche. Le explicaré los detalles del trato claramente. Sólo entonces será libre de aceptarlo o no.

Tras haber pronunciado la palabra «aceptarlo», parpadea tres veces seguidas. Luego cruza y descruza los brazos dos veces, muy deprisa, con el aspecto de un pájaro herido que no sabe dónde posar las patas.

—Me llamo Endorfina —susurra mientras desliza su mano cubierta de plumas sobre la mía.

Abracadabrante de gracia equívoca.

Alcanzo las escaleras como si fuera un galán y las bajo volando de peldaño en peldaño hasta que un dolor fuerte en la parte inferior de la espalda me llama violentamente al orden. ¡Casi me había olvidado de la Remolacha! A duras penas llego al pasillo, en el que ya están las luces encendidas. Me deslizo apresuradamente en mi habitación, pero el comité de bienvenida se me ha adelantado.

—¿Aquí uno no puede ir a hacer pis tranquilamente?

—Señor Cloudman, tiene un cuarto de baño en la habitación. Debería descansar.

—¡Descansaré cuando esté muerto!

La enfermera del servicio levanta los ojos al cielo y sale de la habitación. Los párpados me pesan tanto como un tractor grúa, sin embargo, sé que no me dormiré antes de haber ordenado las emociones y los descubrimientos nocturnos.

He debido de alterar el sueño con mi traje de pájaro en pijama: no ha venido. Arrastro mi cuerpo hasta la posición de sentado para reanudar la confección de mis alas.

En mi vida «anterior» yo era incapaz de reparar absolutamente nada, un minusválido de la logística, un inadaptado crónico a los actos más banales. Conducir, mudarse, reparar, mantener, todas esas cosas siempre me parecieron terriblemente complicadas. Sin embargo, desde que he conocido a la pajarilla que anida en el borde del cielo, me he convertido en una auténtica bestia de labor. Trabajo muy duro para rebobinar el hilo de mi vida, por muy frágil que éste sea.

La perspectiva de una segunda vida quema cualquier vestigio de juicio razonable. Necesito creer en el poder de Endorfina. Ya no tengo tiempo para desconfiar. Creer es lo único que me queda. ¡Después de todo, quizá esa pajarilla esté lo suficientemente loca como para lograr enseñarme su ciencia de volar! Huelo el perfume de las antiguas escenas de riesgo, ese impulso de un viejo tren a vapor que activa el surtidor de adrenalina. Es el último baile, el buqué final. Quiero sentir cómo se despliega hasta el fondo de mis arterias. Tengo que resucitar imperiosamente antes de morir. Después, estaré demasiado cansado. ¡Señorita pájaro, envíe los cometas! Yo me frotaré contra ellos y contra usted hasta despertar mi alma de la cabeza a las patas. Envíe las tormentas furibundas, esas que hacen agujeros en el cielo, ensangrientan las nubes y tapizan el horizonte con una crin de color amapola.

—Buenos días, señor Cloudman —suelta Pauline con el tono circunspecto de una asistente social.

—Buenos días...

Se inclina hacia mí y comprueba el catéter. Ahora ya lo conecto con la habilidad de una enfermera diplomada.

—Muy bien, señor Cloudman. ¡La doctora Cuervo estará contenta con usted!

Ese mismo día, un poco más tarde, Miss Remolacha se reasienta en mi cabeza. Ha hundido sus dedos de clavos en mi estómago con esos aires de «aquí mando yo». En esos momentos, el dolor puede con todo. Por mucho que piense en Endorfina, sólo vivo para encontrarme en los brazos de Morfina. Estoy a su merced y eso me da mucha pena. La doctora en persona viene a pincharme. Se supone que si el pinchazo lo administra un hada envuelta en un saco de patatas azul resulta menos doloroso. Sus dedos calidísimos me palpan las venas. Huele bien la primavera. La cama se hunde bajo mi peso, mis músculos se relajan. Le digo a la doctora que ha clavado el dardo con la elegancia de la reina de las abejas. Ella me responde que las abejas mueren después del picotazo. Se imaginan ustedes la juerga si todas las enfermeras contrajeran el síndrome de la abeja... Hecatombe a las seis de la mañana, cadáveres con bata blanca esparcidos por los pasillos como en los juegos de bolos. Miss Morfina me estrecha entre sus brazos, fuera del alcance de los garfios de Miss Remolacha. La primera envía un cielo artificial a mis venas, me transformo en un pájaro de algodón. El dolor desaparece, mi cuerpo se disloca agradablemente. El aliento cálido de la doctora me acaricia el cerebro, destila desbandadas de plumas blancas a través del laberinto de mis venas. Soy mi cama y las sábanas son mi piel. Miss Morfina me succiona los glóbulos blancos, tengo leche en lugar de sangre. Estoy embarazado, voy a poner un huevo con un yo dentro. ¡Escondido en una cesta de Pascua, Miss Remolacha nunca podrá encontrarlo!

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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