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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (12 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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—¿Sabes, Minguito? Ya descubrí todo. Todito. Él vive al final de la calle Barón de Capanema. Bien al final, y guarda el coche al lado de la casa. Tiene dos jaulas, una con un canario y otra con un “azulao”
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. Fui allá bien tempranito, como quien no quiere nada, llevando mi cajoncito de lustrar. Tenía tantas ganas de ir, Minguito, que esa vez ni sentía el peso de mi cajón. Cuando llegué miré bien la casa y me pareció demasiado grande para una persona que vive sola. Él estaba al otro lado, en el patio, junto a la pileta, afeitándose.

Golpeé con las manos.

—¿Quiere lustrarse?

Vino desde allí, con la cara llena de jabón. Una parte ya estaba afeitada. Sonrió y me dijo:

—¡Ah! ¿Eras tú? Entra, muchachito.

Lo seguí.

—Espera que ya acabo.

Y continuó afeitándose con la navaja, tras, tras, tras. Y pensé que cuando sea grande quiero tener una barba así de gruesa, que haga así de lindo: tras, tras, tras…

Me senté en mi cajoncito y quedé esperando. Me miró por el espejo.

—¿Y tu clase?

—Hoy es fiesta nacional. Por eso salí a lustrar para ganar unas monedas.

—¡Ah!

Y continuó. Después se inclinó en la pileta y se lavó la cara. Se secó con la toalla. El rostro le quedó colorado y brillante. Después se rió de nuevo.

—¿Quieres tomar café conmigo? Dije que no, pero queriendo.

—Entra.

Me gustaría que vieras cómo estaba todo de limpio y arregladito. La mesa hasta tenía mantel a cuadros rojos. Y allí estaba la taza. Nada de taza de lata, como en casa. Me contó que una negra vieja iba todos los días “a poner orden” cuando él salía para trabajar.

—Si quieres, haz como yo, moja el pan en el café. Pero no hagas ruido al tragar. Es feo.

En eso miré a Minguito; estaba mudo como una bruja de trapo.

—¿Qué pasa?

—Nada. Estoy escuchando.

—Mira, Minguito, no me gustan las discusiones, pero si estás enojado es mejor que me lo digas ya.

—Es que tú ahora solamente juegas con el Portugués, y yo no puedo…

Me quedé pensativo. Era eso. No me había pasado por la cabeza que él no podría divertirse con lo mismo.

—Dentro de dos días nos encontraremos con Buck Jones. Ya le mandé un mensaje por el cacique “Toro sentado”. Buck Jones está lejos, cazando en Savanah… Minguito, ¿es Saváah o Savanah como se dice? En una película tenía una “h” detrás. No sé. Cuando vaya a la casa de Dindinha le voy a preguntar a tío Edmundo.

Nuevo silencio.

—¿Dónde estábamos?

—En mojar el café en el pan.

Largué una carcajada.

—Mojar el café en el pan no, tonto. En ese momento nos quedamos en silencio, y él me miraba, estudiándome.

—Tanto hiciste hasta que por fin descubriste dónde vivía.

Me quedé sin saber qué decir. Resolví contar la verdad.

—¿Usted no se enojará si le digo una cosa?

—No. Entre amigos no debe haber secretos…

—Es mentira que anduve lustrando por ahí.

—Ya lo sabía.

—Pero yo quería tanto… Aquí, de este lado, no hay nadie que se lustre, por causa del polvo. Solamente quien vive cerca de la Río-San Pablo.

—Pero podrías haber venido sin cargar todo ese peso, ¿no?

—Si yo no lo cargaba no me hubieran dejado salir. Sólo puedo andar cerca de casa. De vez en cuando tengo que aparecer por alli, ¿comprende? En cambio, si voy más lejos, tengo que fingir que voy a trabajar.

Se rió de mi lógica.

—Yendo a trabajar, la gente de casa sabe que no estoy haciendo travesuras. Y es mejor así, porque no recibo tantas palizas.

—No creo que seas tan travieso como dices.

Quedé muy serio.

—Yo no sirvo para nada. Soy muy malo. Por eso en Navidad es el diablo el que nace para mí y no recibo regalos. Soy una peste. Una pestecita chica. Un perro. Una cosa ordinaria. Una de mis hermanas me dijo que alguien tan malo como yo no debiera haber nacido.

Se rascó la cabeza, admirado.

—Solamente en esta semana recibí un montón de palizas. Algunas bastante dolorosas. Pero también me pegan por lo que no hago. Me echan la culpa de todo. Ya se acostumbraron a pegarme.

—Pero ¿qué es lo que haces de malo?

—Debe ser culpa del diablo. Me vienen ganas de hacer… y hago. Esta semana pegué fuego a la cerca de la Negra Eugenia. La llamé “Doña Cordelia”, “Pata Chueca”, y ella se puso hecha una fiera. Pateé una pelota de trapo y la muy burra entró por la ventana y quebró un espejo grande de doña Narcisa. Con la “baladeira”
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rompí tres lámparas. Le tiré una pedrada a la cabeza al hijo de don Abel.

—Basta, basta.

Se ponía la mano en la boca para esconder la sonrisa.

—Pero todavía hay más. Arranqué todas las plantas que doña Tentena acababa de plantar. Le hice tragar una bolita al gato de doña Rosena.

—¡Ah; eso no! No me gusta que maltraten a los animales.

—Pero no era de las grandes. Era una bien chiquita. Le dieron un purgante al bicho y salió. Y en vez de devolverme la bolita lo que me dieron fue una brutal paliza. Pero peor fue cuando yo estaba durmiendo y papá agarró el zueco y me pegó unos zuecazos. Yo ni siquiera sabía por qué me pegaban.

—¿Y por qué fue?

—Fuimos muchos chicos a ver una película. Entramos en la segunda sección porque es más barato. Entonces tuve ganas, ¿sabe?… y me quedé bien en el rincón de la pared, orinando. Aquella agua corría. Es una tontería que uno tenga que salir y perderse un pedazo de la película. Pero usted ya sabe cómo somos los chicos. Basta que uno lo haga para que todos los otros tengan ganas. Y, así, todo el mundo se fue a ese rinconcito y pronto se formó un río. Al fin lo descubrieron, y ya se sabe: fue el hijo de don Pablo. Me prohibieron ir al cine “Bangú” durante un año, hasta que tenga juicio. A la noche el dueño se lo contó a papá, y a él no le hizo ninguna gracia… yo puedo decirlo.

Aun así, Minguito continuaba enfadado.

—Mira, Minguito, no necesitas quedarte con esa cara. Él es mi mejor amigo. Pero tú eres el rey absoluto de los árboles, así como Luis es el rey absoluto de mis hermanos. Es necesario que sepas que el corazón de la gente tiene que ser muy grande y debe caber en él todo lo que a uno le gusta.

Silencio.

—¿Sabes una cosa, Minguito? Voy a jugar a las bolitas— Hoy estás muy aburrido.

***

Al comienzo el secreto existió solo porque yo tenia vergüenza de ser visto en el coche del hombre que me diera unas palmadas. Después persistió porque siempre es lindo tener un secreto. Y el Portugués me daba todos los gustos en ese sentido. Nos habíamos jurado, a muerte, que nadie debería saber nada de nuestra amistad. Primero, porque no quería que llevara a los otros chicos; cuando venía gente conocida, hasta el mismo Totoca, yo bajaba del coche. Segundo, porque nadie debía molestar tantos temas que teníamos para conversar.

—¿Usted nunca vio a mi madre? Es india. Hija de indio. Todos allá en casa son medio indios.

—¿Y cómo saliste tan blanquito? Y además con cabellos rubios, casi blancos.

—Es la parte del portugués. Mamá es india, bien morena y de cabellos lisos; solamente Gloria y yo salimos así, como gato barcino de mal pelo. Ella trabaja en los telares del Molino Inglés para ayudar a pagar la casa. El otro día fue a levantar una caja y sintió un dolor horrible. Tuvo que ir al médico; le dio una faja porque tenía una hernia que se estranguló. Mamá es buena conmigo. Cuando me pega, agarra varillas de “guanxuma”
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del fondo y me pega en las piernas solamente. Vive tan cansada que cuando llega a casa de noche no tiene ganas ni de conversar.

El automóvil marchaba y yo conversaba.

—La que es brava es mi hermana mayor. Enamoradiza hasta no poder más. Cuando mamá la mandaba que me cuidara y paseara, le recomendaba que no fuera más allá de nuestra calle, porque sabía que en la esquina tenía un festejante esperando. Pero ella iba para ese lado que le decían, y allá tenía otro festejante que también la esperaba. Lápices ni había, porque vivía escribiendo cartas para su festejante…

—Llegamos…

Estábamos cerca del Mercado y paraba en el lugar establecido.

—Hasta mañana, muchachito.

Él sabía que yo iba a buscar la manera de dar una vueltita por el sitio del estacionamiento, tomar un refresco y recibir sus figuritas. Conocía hasta los horarios en los que él no tenía nada que hacer.

Y ese juego ya duraba más de un mes. Mucho más. Nunca pensé que él pudiera poner esa cara tan triste cuando le conté las historias de Navidad. Se quedó con los ojos llenos de lágrimas y pasó sus manos por mis cabellos, prometiendo que nunca más dejaría de tener un regalo ese día.

Y los días pasaban, sin apuro y muy felices. Hasta que allá en casa comenzaron a notar mi trasformación. No cometía tantas travesuras y vivía en mi pequeño mundo del fondo de la casa. Es verdad que algunas veces el diablo vencía mis propósitos. Pero ya no decía tantas palabrotas como antes y dejaba en paz a los vecinos.

Siempre que podía él inventaba un paseo, y fue en uno de ellos cuando detuvo el coche y me sonrió:

—¿Te gusta pasear en “nuestro” coche?

—¿También es mío?

—Todo lo que es mío es tuyo. Como dos grandes amigos.

Quedé enloquecido. ¡Ay, si yo pudiera contar a todo el mundo que era medio dueño del coche más hermoso del mundo!

—¿Quiere decir que ahora somos completamente amigos?

—Sí, lo somos. ¿Te puedo preguntar una cosa?

—Claro que sí, señor.

—Pienso que ahora ya no querrás crecer para matarme, ¿verdad?

—No, nunca haría eso.

—Pero lo dijiste, ¿no?

—Lo dije cuando sentía rabia. Yo nunca voy a matar a nadie porque cuando en casa matan una gallina no me gusta ver. Después descubrí que usted no era nada de lo que se decía. No era antropófago ni nada.

Casi dio un salto.

—¿Qué dijiste?

—Que no era antropófago.

—¿Y sabes qué es eso?

—Sí que sé. Me lo enseñó tío Edmundo. Es un sabio. Hay un hombre en la ciudad que lo invitó a hacer un diccionario. Lo único que hasta hoy él no supo contestarme es qué es carborundum.

—Estás escapando del asunto. Quiero que me expliques exactamente qué es un antropófago.

—Los antropófagos eran indios que comían carne humana. En la historia del Brasil hay una figurita de ellos descascarando portugueses para comérselos. También se comían a guerreros de las tribus enemigas. Es lo mismo que caníbal. Solamente que los caníbales están en África y les gusta mucho comer misioneros con barba.

Soltó una alegre carcajada, como ningún brasileño sabría hacerlo.

—Tienes una cabecita de oro, muchachito. A veces hasta me asusto.

Después me miró con seriedad.

—Vamos a ver, ¿cuántos años tienes?

—¿De mentira o de verdad?

—De verdad, naturalmente. No quiero tener un amigo mentiroso.

—Bueno, así es: de verdad, ahora tengo cinco años todavía. De mentira, seis. Porque si no no podía entrar en la escuela.

—¿Y por qué te pusieron tan temprano en la escuela?

—¡Imagínese! Todo el mundo quería verse libre de mí durante algunas horas. ¿Usted sabe lo que es el carborundum?

—¿De dónde sacaste eso?

Metí la mano en el bolsillo y busqué, entre las piedras de la honda, las figuritas, el hilo del trompo y bolitas.

Saqué en la mano una medalla con la cabeza de un indio. Un indio de la América del Norte con la cabeza rodeada de plumas. Del lado de atrás estaba escrita esa palabra.

Miró y remiró la medalla.

—Fíjate que tampoco yo sé lo que quiere decir. ¿Dónde encontraste esto?

—Formaba parte del reloj de papá. Venía sujeta con una correa para que colgara del bolsillo del pantalón. Papá decía que el reloj iba a ser mi herencia. Pero necesitó dinero y vendió el reloj. ¡Un reloj tan lindo! Entonces me dio el resto de mi herencia, que era esto. Corté la correa porque tenía un olor agrio insufrible.

Volvió a acariciar mi pelo.

—Eres un niño muy complicado, pero confieso que estás llenando de alegría el viejo corazón de un portugués. Bueno, dejemos eso. ¿Vámonos, ahora?

—Está tan lindo aquí. Un ratito más, solamente. Preciso decirle algo muy serio.

—Entonces habla.

—Nosotros somos amigos hasta más no poder, ¿no es cierto?

—Sin duda.

—Hasta el automóvil ya es medio mío, ¿no?

—Y un día será todo tuyo.

—Es que…

Me estaba costando decirlo.

—Vamos, ¿te enfadaste? No eres de esos…

—¿No se enojará?

—Te lo prometo.

—Hay dos cosas en nuestra amistad que no me gustan.

Pero la cosa no salía tan fácil como había planeado.

—¿Cuáles son?

—Primero, si nosotros somos tan grandes amigos, por qué tengo que llamarlo “usted” aquí, “usted”! allá…

El se rió.

—Pues trátame como quieras.

—De “tú”, no es muy difícil. Puedo repetirle a Minguito todas nuestras conversaciones. ¿No está enojado?

—¿Por qué? Es un pedido muy justo. ¿Y quién es ese Minguito, del que nunca oí hablar?

—Minguito es Xururuca.

—Bien, Xururuca es Minguito y Minguito es Xururuca. Pero quedé en las mismas.

—Minguito es mi planta de naranja-lima. Cuando más lo quiero, lo llamo Xururuca.

—Es decir, que posees una planta de naranja-lima que se llama Minguito.

—¡Es más vivo! Habla conmigo, se vuelve caballo, sale conmigo. Con Buck Jones, con Tom Mix… Con Fred Thompson… Tú… (los primeros “tú” eran duros de decir, pero yo ya estaba decidido…)… ¿A ti te gusta Ken Maynard?

Hizo un gesto como de quien no entiende nada de cowboys de cine.

—El otro día Fred Thompson me lo presentó. Me gustó mucho el sombrero de cuero que usa. Pero parece que no sabe reírse…

—Vamos ya, que me estoy mareando con todo ese mundo que solo existe en tu cabecita. ¿Y la otra cosa?

—La otra cosa todavía es más difícil. Pero ya que hablé de “tú” y no te enojaste… No me gusta mucho tu nombre. Es decir, no es que no me gusta, pero entre amigos queda muy…

—Virgen santísima, ¿qué vendrá ahora?

—¿Te parece que yo puedo llamarte “Valadares”? Pensó un poco y se sonrió.

—Sí, en realidad no suena bien.

—Tampoco me gusta decirte Manuel. No imaginas cómo me pongo de furioso cuando papá cuenta chistes de portugueses y dice: “Eh, Manuel… Se ve que el hijo de su madre nunca tuvo un amigo portugués…”

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