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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Relato

Miedo y asco en Las Vegas (5 page)

BOOK: Miedo y asco en Las Vegas
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A las diez, estaban esparcidos por toda la pista. No era ya una carrera; ahora era una Prueba de Resistencia. La única acción visible estaba en la línea de salida/llegada, donde cada cinco minutos emergía zumbando un tipo de la nube de polvo y saltaba tambaleante de su moto, mientras el equipo técnico se encargaba de ella y la lanzaba otra vez enseguida a la pista con un corredor fresco… para otra vuelta de ochenta kilómetros, otra hora brutal de locura desriñonada allá fuera, en aquel terrible limbo de polvo cegador.

Hacia las once, hice otra gira en el coche de la prensa, pero sólo encontramos dos todo terreno llenos de lo que parecían chupatintas jubilados de San Diego. Nos pararon en un arroyo seco y preguntaron:

—¿Qué pasa?

—Pero por Dios —dije—, Si nosotros somos buenos norteamericanos patriotas igual que vosotros.

Sus dos todo terreno estaban cubiertos de lúgubres símbolos: águilas aullantes con Banderas Norteamericanas en las garras, una serpiente de ojos achinados despedazada por una sierra automática de barras y estrellas, y uno de los vehículos tenía lo que parecía ser una ametralladora montada en el asiento de pasajeros.

Andaban de juerga… recorrían el desierto a toda marcha desafiando a los que se encontraban.

—¿De qué grupo sois? —gritó uno de ellos.

Aullaban los motores, todos; apenas podíamos oírnos.

—Prensa deportiva —grité—. Somos amigos… empleados.

Leves Sonrisas.

—Si queréis buena caza —grité— deberíais ir a por el sinvergüenza de la CBS que va ahí delante, en ese «jeep» negro grande. Es el responsable de
La Venta del Pentágono
.

—¡Maldita sea! —gritaron dos a la vez—. ¿Dijiste un «jeep» negro? Salieron zumbando; nosotros también. Saltando por rocas y férreas plantas rodadoras y cactos como de roble. La cerveza que llevaba en la mano salió volando y dio en el techo y luego me cayó en el regazo y me empapó la entrepierna de espuma tibia.

—Quedas despedido —le dije al chófer—. Quiero volver a los boxes.

Me parecía que era hora de asentar los pies en la tierra: analizar aquel maldito trabajo y ver una forma de abordarlo bien. Lacerda insistía en Cobertura Total. Quería volver a la tormenta de polvo y seguir buscando alguna combinación rara de lentes y película que pudiese atravesar aquella plaga espantosa.

«Joe», nuestro chófer, estaba dispuesto. En realidad, no se llamaba «Joe», pero nos habían dado instrucciones de llamarle así. Yo había hablado con el encargado de la Ford la noche anterior y cuando mencionó al chófer que nos asignaba, dijo:

—En realidad se llama Steve, pero tenéis que llamarle Joe.

—¿Por que no? —dije—. Le llamaremos lo que quiera él. ¿Qué tal «Zoom»?

—Ni hablar —dijo el hombre de la Ford—. Tiene que ser «Joe».

Lacerda lo aceptó y hacia el mediodía se fue al desierto otra vez acompañado de nuestro chófer, Joe. Yo volví al bar/ casino del fortín que era en realidad el Club de Tiro Mint… donde me puse a beber afanosamente, a pensar afanosamente y a tomar muchas afanosas notas…

6. UNA NOCHE EN LA CIUDAD… ENFRENTAMIENTO EN EL DESERT INN… FRENESÍ PASOTA EN EL CIRCUS-CIRCUS

Medianoche del sábado… Los recuerdos de esta noche son sumamente nebulosos. Las únicas claves que tengo son un puñado de fichas de keno y de servilletas de cóctel, cubiertas de notas garrapateadas. Ahí va una: «Llamar al hombre de la Ford. Pedir un Bronco para seguir la carrera… ¿Fotos?… Lacerda/ver… ¿por qué no un helicóptero?… Coger el teléfono, apretarles las tuercas a esos cabrones… dar muchas voces».

Otra dice: «Letrero del Bulevar Paradise: “Stopless and Topless”
[3]
… sexo de segunda división comparado con Los Ángeles; aquí cubrepezones… en Los Angeles abunda la desnudez total en público… Las Vegas es una sociedad de masturbadores armados/aquí la emoción es el juego/el sexo es un extra/un viaje raro para los ricachos… putas de la casa para los ganadores, pajas para la chusma desafortunada».

Hace mucho tiempo, cuando vivía yo en Big Sur, allí bajando la carretera de Lionell Olay, tenía un amigo que le gustaba ir a Reno a jugar a los dados. Tenía una tienda de artículos deportivos en Carmel. Y un mes cogió su Mercedes y se fue a Reno tres fines de semana seguidos… y ganó mucho las tres veces. En esos tres viajes, debió ganar quince mil dólares, así que decidió saltarse el cuarto fin de semana y llevarse a unos amigos a cenar a Nepenthe. «El ganador tiene que ser tranquilo», explicaba, «además, es un viaje muy largo».

El lunes por la mañana le llamaron por teléfono de Reno: era el director general del casino en el que había jugado.

—Le echamos mucho de menos este fin de Semana —dijo el DG—. Los de la mesa de dados se aburrieron.

—Vaya —dijo mi amigo.

Y el fin de semana siguiente, voló a Reno en un avión particular, con un amigo y dos chicas: todos «invitados especiales» del DG. Nada es demasiado bueno para los ricachos…

Y el lunes por la mañana, el mismo avión (el avión del casino) le llevaba de vuelta al aeropuerto de Monterrey. El piloto le prestó una moneda para llamar a un amigo que le llevase a Carmel. Debía treinta mil dólares, y dos meses después estaba en manos de una de las agencias de cobros de impagados más temibles del mundo.

Así que vendió la tienda; pero no fue bastante. El resto que esperasen, dijo… pero luego tuvo un mal encuentro que le convenció de que quizá fuese mejor pedir el dinero necesario para pagarlo todo.

El juego tradicional es un negocio muy terrible… Y Reno al lado de Las Vegas es el amistoso tendero de la esquina. Las Vegas es la ciudad más siniestra del mundo para un perdedor. Hasta hace más o menos un año, había un cartel gigante a la entrada de Las Vegas que decía:

¡NO JUEGUE CON LA MARIHUANA!

EN NEVADA, POSESIÓN: VEINTE AÑOS,

VENTA: ¡CADENA PERPETUA!

Así que no me sentía nada tranquilo andando por allí entre los casinos aquel sábado por la noche con el coche lleno de marihuana y la cabeza de ácido. Tuvimos varios momentos de apuro: en una ocasión intenté meter el Gran Tiburón Rojo en la lavandería del Hotel Landmark… pero la puerta era demasiado estrecha y los que había en el interior parecían peligrosamente excitados.

Nos acercamos al Desert Inn para ver el espectáculo de Debbie Reynolds/Harry James.

—Tú no sé —dije a mi abogado—, pero en mi ramo es importante estar en el Rollo.

—En el mío también —dijo—. Pero como abogado tuyo te aconsejo que te acerques al Tropicana y recojas a Guy Lombardo. Está en la Habitación Azul con sus Royal Canadians
[4]
.

—¿Por qué? —pregunté.

—¿Por qué
qué
?

—¿Por qué tengo que soltar mis dólares duramente ganados por ver un cadáver de mierda?

—Pero bueno —dijo él—. ¿Por qué estamos aquí? ¿Hemos venido a divertirnos o a trabajar?

—A trabajar, claro —contesté.

Estábamos dando vueltas, haciendo círculos por el aparcamiento de un local que me pareció el Dunes, pero que resultó ser el Thunderbird… aunque quizá fuese el Hacienda…

Mi abogado estaba examinando
La Guía Turística de Las Vegas
buscando algo interesante.

—¿Qué tal «Nickel Nick's Slot Arcade»? —dijo—. «Hot Slots», suena bien… Veinticinco centavos los perros calientes…

De pronto, la gente empezó a chillar. Estábamos metidos en un lío. Dos matones con abrigos de corte militar en rojo y oro se alzaron ante el capó.

—¿Qué coño hacen? —grito uno. No pueden aparcar
aquí
.

—¿Por que no? —dije.

Parecía un buen sitio para aparcar. Había mucho espacio. Yo llevaba buscando un sitio para aparcar, lo que me parecía ya muchísimo tiempo. Demasiado. Estaba a punto de abandonar el coche y coger un taxi… pero entonces, sí, vimos todo aquel
sitio
.

Resultó ser la acera de la entrada principal del Desert Inn.

Me había subido a tantas aceras ya, que no me había dado cuenta siquiera de ésta. Pero, de pronto, nos vimos en una situación difícil de explicar… estábamos bloqueando la entrada, los matones chillándome, un lío horrible…

Mi abogado salió del coche como un rayo, agitando un billete de cinco dólares.

—¡Queremos que nos aparquen este coche! Soy un viejo amigo de Debbie. He
jodido
muchísimo con ella.

Pensé por un momento que lo había hundido todo… pero entonces, uno de los conserjes cogió el billete y dijo:

—Muy bien, señor. Yo me cuidaré de ello, señor.

Y sacó un boleto de aparcamiento.

—¡Hostias! —dije, mientras cruzábamos el vestíbulo a toda prisa—. Casi nos enganchan. Qué reflejos tienes.

—¿Pero tú qué crees? —dijo—. Soy tu abogado… y me debes cinco pavos. Los quiero ahora.

Me encogí de hombros y le di un billete.

Aquel abigarrado vestíbulo del Desert Inn alfombrado de grueso Orlon no parecía lugar adecuado para regatear por propinas dadas al empleado del aparcamiento. Aquel era terreno de Bob Hope. De Frank Sinatra. De Spiro Agnew. El vestíbulo apestaba lindamente a formica de alta calidad y palmeras de plástico… era claramente un refugio distinguido para Grandes Gastadores.

Nos acercamos al gran salón de baile llenos de confianza, pero no nos dejaron entrar. Llegábamos demasiado tarde, dijo un individuo de smoking color lila. El local ya estaba lleno… no quedaban asientos a
ningún
precio.

—A la mierda los asientos —dijo mi abogado—. Nosotros somos viejos amigos de Debbie. Hemos venido en coche desde Los Angeles para ver esta actuación y entraremos como sea.

El hombre del smoking empezó a balbucir sobre «las normas para caso de incendios», pero mi abogado no quiso escucharle. Por último, después de mucho escándalo, nos dejó pasar sin pagar nada… siempre que nos quedáramos callados al fondo sin fumar.

Lo prometimos, pero en cuanto conseguimos entrar, perdimos el control. Había sido demasiada tensión. Debbie Reynolds andaba gorjeando por el escenario con una peluca afroplateada… a los compases de «Sergeant Pepper», que salía de la trompeta de oro de Harry ]ames.

—¡Ay la hostia! —dijo mi abogado—. ¡Nos hemos metido en una cápsula del tiempo!

Pesadas manos nos agarraron por los hombros. Conseguí guardar la pipa de hash en la bolsa justo a tiempo. Nos cruzaron a rastras el vestíbulo y luego aquellos tíos nos tuvieron arrinconados contra la puerta de entrada hasta que nos sacaron el coche.

—Muy bien, esfumaros —dijo el del smoking lila—. Os damos una oportunidad. Si Debbie tiene amigos como vosotros está en peor situación de lo que yo creía.

—¡Esto no va a quedar así! —gritó mi abogado mientras arrancábamos—. ¡Basura paranoica!

Di la vuelta hasta el casino Circus-Circus y aparqué junto a la puerta trasera.

—Este es el sitio —dije—. Aquí nos dejarán en paz.

—¿Dónde está el éter? —dijo mi abogado—. Esta mescalina no funciona.

Le di la llave del maletero mientras encendía la pipa de hash. Volvió con la botella de éter, la destapó, luego echó un chorro en un pañuelo de papel, se lo puso debajo de la nariz y aspiró fuerte. Yo empapé otro pañuelo de papel y me lo enchufé en la nariz. El olor era tremendo, incluso con la capota bajada. Pronto subíamos tambaleantes las escaleras hacia la entrada, riéndonos como tontos y arrastrándonos uno a otro como si estuviéramos borrachos.

Esta es la ventaja principal del éter: te hace actuar como un borracho de pueblo típico… pérdida total de las funciones motrices básicas: visión nublada, pérdida de equilibrio, lengua acorchada… corte de todas las funciones entre cuerpo y cerebro… lo cual es muy interesante, porque el cerebro sigue funcionando más o menos igual… puedes verte a ti mismo comportándote de ese modo horrible, sin poder controlarlo.

Si te acercas a las puertas giratorias que llevan al interior del Circus-Circus, has de saber que cuando llegas allí tienes que darle dos dólares al tío, porque, de lo contrario, no entras. .. pero cuando llegas, resulta que todo sale al revés: calculas mal la distancia a la puerta giratoria y te vas contra ella, sales lanzado y te agarras a una vieja para no caerte, y un furioso carca te empuja y piensas: ¿Pero qué pasa aquí? ¿Qué ocurre? Luego, te oyes balbucir «Pero qué pasa, hombre, no es culpa mía. ¡Tenga cuidado!… ¿Por qué dinero?
Yo
me llamo Brinks; nací… ¿nací? Las ovejas por la borda… mujeres y niños al coche blindado… órdenes del capitán Zap».

Ay, endemoniado éter… una droga del todo corporal. La mente se encoge aterrada, incapaz de comunicar con la columna vertebral. Las manos aletean disparatadamente, incapaces de sacar dinero del bolsillo… de la boca brota una risa balbuciente y silbidos… siempre sonriendo.

El éter es la droga perfecta para Las Vegas. En esta ciudad les encantan los borrachos. Son carne fresca. En fin, nos metieron en las puertas giratorias y nos soltaron dentro.

El Circus-Circus es donde iría la gente maja la noche del sábado si hubiesen ganado la guerra los nazis. Es como el Sexto Reich. La planta principal está llena de mesas de juego, como en todos los casinos… pero este local tiene unas cuatro plantas, al estilo de una carpa de circo, y en este espacio se desarrollan toda clase de extrañas locuras en un híbrido de feria rural y carnaval polaco. Justo encima de las mesas de juego, los Cuarenta Hermanos Voladores Carazito ejecutan un número en el trapecio, con cuatro glotones norteamericanos provistos de bozal y las Seis Hermanas Nymphet de San Diego… así que estás allí abajo en la planta principal jugando a las veintiuna, y la apuesta es alta, y de pronto se te ocurre mirar para arriba y justo encima de tu cabeza hay una chica de catorce años semidesnuda a la que persigue por el aire un gruñente glotón, que se enzarza de pronto en una pelea a muerte con dos polacos pintados de color plata que se lanzan desde puntos opuestos y se encuentran en medio sel aire sobre el cuello del glotón… los dos polacos agarran al animal animal mientras caen a plomo hacia las mesas de dados… saltan fuera de la red; se separan y vuelven a saltar hacia el techo en tres direcciones distintas, y cuando están a punto de caer otra vez, los agarran en el aire tres Gatitos Coreanos y van en trapecio hacia una de las barandas.

Esta locura sigue y sigue, pero nadie parece darse cuenta. El juego dura veinticuatro horas al día en la planta principal, y el circo nunca para. Entretanto, en todas las galerías de arriba se acosa a los clientes con todo tipo imaginable de extrañas chorradas. Cabinas tipo sala de atracciones de todas clases. Quítale de un tiro los cubrepezones a una machorra de más de tres metros de altura y gana una cabra de caramelo de algodón. Plántate delante de esta máquina fantástica, amigo mío, y por sólo noventa y nueve centavos aparecerá en una pantalla tu efigie, de setenta metros de altura, sobre el centro de Las Vegas. Por otros noventa y nueve centavos se puede enviar un mensaje. «Di lo que quieras, amigo, te oirán, de eso no te preocupes. Recuerda que tendrás setenta metros de altura.»

BOOK: Miedo y asco en Las Vegas
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