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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (12 page)

BOOK: Mientras duermes
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Seguía sintiéndose muy animado. Pensó que no era el momento de parar y esperar a ver qué pasaba con la reacción de Clara. Tenía que seguir atacando a su contrincante en su momento de debilidad, como en un combate de boxeo; sin duda había asestado un golpe en el hígado que dejaría secuelas, pero tenía que seguir golpeando duro, sin cesar, hasta mandar al adversario al suelo.

Poco antes de las dos llamó al administrador del edificio. Le comunicó que se encontraba mal, con fiebre, y que no podía quedarse en la garita porque tenía que ir al médico. Comunicó lo mismo a los Lorenzo: sintiéndolo mucho, esa tarde no podría visitar a Alessandro. El
signor
Giovanni le ofreció un chupito de
grappa
de hierbas que, según él, era más efectiva contra el resfriado que cualquier medicina. Pero Cillian declinó la invitación.

Salió envuelto en su abrigo oscuro y la bufanda de lana que le había enviado su madre por correo al inicio del invierno.

Su primer destino era la tienda de animales de la Segunda Avenida, en Tudor City. Cogió la línea verde del metro en la estación de la calle Setenta y siete. El metro, a esa hora, estaba relativamente vacío. Para la delicia de algunos turistas, un chico puertorriqueño, con su equipo de música, amenizó con un baile que mezclaba break dance con lap dance utilizando el palo agarramano del vagón como soporte.

Bajó cinco paradas después, en la calle Treinta y tres Este, y recorrió lo que le quedaba a pie. La tienda tenía las dimensiones de un gran almacén y se dedicaba a todo lo relacionado con los bichos. Había elegido ese comercio porque se hallaba bastante aislado y por la inmensa variedad de artículos que ofrecía. Fue directamente a la sección de reptiles.

—¿Puedo ayudarle? —le preguntó un joven que olía a pienso para peces.

—Sí, tengo un terrario con dos ranas. Necesito comida —mintió Cillian. Era un aspecto de su personalidad que no le gustaba pero que no podía reprimir. Cada vez que iba a una tienda, tenía la molesta sensación de que sus acciones eran cuestionadas, investigadas. Y eso le fastidiaba más de lo que él mismo podía comprender. Pero ocurría, por lo que, en la imposibilidad de borrar ese defecto de su personalidad, lo secundaba. Por ello se sentía más cómodo explicando de antemano las razones de sus compras.

—¿Las compró aquí? —preguntó inmediatamente el encargado, algo perplejo. Cillian negó con la cabeza—. ¿De qué raza son?

Cillian no había preparado esa respuesta. Movió la cabeza como para indicar que no lo tenía claro.

—Son ranas.

El encargado sonrió con una expresión algo ambigua.

—No se preocupe —le guiñó un ojo—. Venga conmigo.

Cillian se dio cuenta de que su mentira no había sido acertada porque daba a entender que en realidad tenía algún bicho más extraño, incluso una especie protegida. El chico seguramente lo había catalogado como uno de esos excéntricos que no tienen escrúpulos en comprar animales exóticos de contrabando. Pero no parecía importarle. Iba a lo suyo: satisfacer al cliente.

Llegaron a la sección de insectos. El encargado le habló largamente de la mosca de la fruta. Eran bichitos que no precisaban de condiciones especiales para criarse, y que tenían un desarrollo muy rápido. Bastaba con un poco de calor y fruta. Sus ranas se entretendrían cazando esos insectos voladores, con lo que, no sólo se nutrirían, sino que también harían ejercicio y mantendrían despierto su instinto animal.

—Siempre que se trate de ranas... —volvió a insinuar.

—Sí, dos ranas... verdes —respondió Cillian, seco.

—Pues entonces la mosca de la fruta es lo mejor. Porque, como usted bien sabrá —dijo con cierto tono irónico—, la mayoría de las ranas sólo comen bichos vivos, lo que realmente las incita a comer es el movimiento de sus presas.

—Las moscas esas irán bien —comentó Cillian; empezaba a agobiarle la actitud del vendedor.

—Pero también conviene tener algún insecto sin alas.

A pesar de que la idea le habría gustado, la opción de las lombrices fue radicalmente desaconsejada.

—Tardan mucho en digerirlas. Mucho mejor escarabajos, grillos, cucarachas, incluso los pececitos podrían ser una...

—¡Cucarachas! —le cortó Cillian, convencido.

Al encargado le sorprendió tanto entusiasmo.

—¿Tenéis cucarachas? —preguntó Cillian en un tono más calmado. Le parecía increíble que de verdad pudiera comprar esos animalitos.

El encargado preparó las cajitas, dos de moscas de la fruta y una de cucarachas, y le recomendó que añadiera un suplemento vitamínico que, espolvoreado sobre el alimento vivo, evitaría las deficiencias en la dieta alimenticia. Cillian no tuvo más remedio que comprarlo.

Dadas las suspicacias del dependiente, dudó si proceder a la segunda compra que había planeado. Pero la certeza de que nunca volvería a esa tienda y la actitud práctica del encargado fisgón, le convencieron.

—Necesito también ratas.

El joven le miró fijamente a los ojos. Era evidente que las ranas no comían ratas y que Cillian le ocultaba algo. Se le acercó al oído.

—¿Qué es? —preguntó en tono cómplice—. ¿Una pitón? ¿Una
Elaphe climacophora
? ¿Una mamba?

No esperó respuesta. Invitó a Cillian a que le siguiera a la zona pertinente con una actitud de secretismo.

—Aquí los tenemos —dijo, y le mostró una jaula repleta de roedores grises—. Pero me permito indicarle que, si tiene una constrictor de más de un metro y medio, con tres ratones sólo tendrá para una comida... Le resultará más económico y más práctico optar por presas más grandes. —Y señaló con la mirada unas jaulas, al otro lado de la tienda, donde unos gatitos maullaban sonoramente—. Son callejeros, los regalamos.

—Con tres de éstos es suficiente.

—Cuente conmigo para lo que sea —ofreció el joven al tiempo que metía la mano en la jaula y agarraba de una vez los tres ratoncitos.

Salió de la tienda con dos bolsas de plástico. En una llevaba tres cajitas blancas de cartón con agujeros minúsculos para que se filtrara el aire. En la otra, una caja más grande, también de cartón, con agujeros de medio centímetro de diámetro.

Volvió a coger la línea verde hasta Canal Street y siguió a pie hacia Chinatown. Hacía mucho tiempo que no paseaba en un día laborable. Solía salir los fines de semana, cuando los horarios de Clara se hacían impredecibles y era demasiado arriesgado quedarse en su piso. Entonces dedicaba mucho tiempo a pasear sin rumbo por la metrópoli estudiando el rostro de la gente. Era experto en detectar el estado de ánimo de las personas que se cruzaban con él. Percibía la tristeza aunque se ocultara detrás de espesas gafas oscuras, una bufanda o un montón de maquillaje. La forma de caminar o la postura al pararse en un semáforo bastaban para indicarle algunas pistas fiables sobre el humor del peatón.

Había muchos tipos de tristes. Los más comunes —simplemente «los tristes»— solían caminar un poco más despacio que los demás, con la mirada en el suelo o perdida quién sabe dónde. A menudo, en su vestimenta o arreglo personal había algún detalle de descuido —el cuello de la camisa enrevesado, un afeitado imperfecto, una horquilla mal puesta— que confirmaba que la imagen personal no era una prioridad vital en ese momento.

Había matices y excepciones a la tipología común, signo de que distintas emociones se mezclaban con la tristeza. Reconocía a los tristes rabiosos por la mirada, a la búsqueda continua de pretextos para desahogarse... Podían cruzar la calle con el semáforo en ámbar e insultar al conductor que les pitara; podían provocarse pequeñas autolesiones por cualquier percance, como golpear con un puñetazo una pared por haber pisado una caca de perro; los casos más violentos podían chocar a propósito con un desconocido para provocar un enfrentamiento. Los tristes con algún desorden histriónico de la personalidad necesitaban mostrar su estado de ánimo al mundo. Había visto a más de una mujer tirarse en medio de la calle e incluso desmayarse presa de una crisis de llanto. Hacía un par de años, en Chelsea, vio a un hombre que, rodeado de familiares, gritaba de forma escandalosa su dolor mientras se arrancaba la ropa y se revolcaba medio desnudo en la acera.

Los matices eran infinitos. También había gente que ocultaba su tristeza detrás de una euforia y una imagen positiva constante. No era fácil identificarlos a la primera. La clave estaba en sus reacciones exageradas ante hechos o situaciones que no merecían tanto entusiasmo.

Cillian llevaba toda la vida estudiándolos. Los tristes le atraían y le fascinaban. Los tristes le proporcionaban felicidad.

Y cuando por fin identificaba a un sujeto con la moral por los suelos, su juego consistía en seguirle disimuladamente con el simple y único fin de observarle y disfrutar de su dolor en la distancia. Cuando detectaba a su presa por la calle, no solía fallar. De hecho, le había ocurrido a menudo que su triste acababa llevándole a visitar a un conocido enfermo en un hospital, a un velatorio, a un cementerio o a un parque, donde se sentaba y estallaba en un llanto discreto o escandaloso, según el tipo de tristeza.

Pero los días laborables no tenía tiempo para su juego. Fue a la esquina de Hester Street y Elisabeth Street, una de las menos turísticas del barrio; allí, más que copias perfectas de bolsos de marca o de relojes suizos te vendían todo tipo verduras, tubérculos y hortalizas; allí, en lugar de camisetas y maletas baratas, en los cubos amontonados en la acera encontrabas pescado fresco y pescado seco, de río y de mar, al lado de cangrejos, gambas, moluscos y bivalvos de especies de lo más curiosas.

Cillian había pedido información a los vecinos de su edificio que recurrían a ese mercado más que nada para el pescado fresco. La tienda que buscaba estaba adentrándose en Hester Street. Había innumerables cestas llenas de especias de diferentes colores. Y había también un sinfín de tarros, todos marcados con ideogramas chinos, que contenían cientos de semillas y hierbas variadas. La dependienta, una mujer asiática de unos cincuenta años, le atendió como a él le gustaba: sin mirarle a la cara ni cuestionarle nada. Sereno y en calma, sin necesidad de inventar ninguna mentira, compró una bolsa de hojas de ortiga. Pensó que, de necesitarlo, volvería encantado a esa tienda.

En poco menos de dos horas había acabado con sus recados. Aprovechó que estaba en el barrio para buscar un par de zapatos a buen precio. Necesitaba algo muy práctico y, como siempre, no le importaba el diseño. Entró en una tienda minúscula; el propietario solía quedarse en la acera para que los clientes tuvieran más espacio. Las paredes estaban cubiertas hasta el techo de todo tipo de zapatos. Pidió un calzado con una buena suela, «para no resbalar en el hielo de la acera».

De los tres modelos que le enseñaron, eligió el más fácil y rápido de calzar. Había experimentado la sensación de tener los pies calientes y quería intentar evitar el suplicio de subir a la terraza descalzo. Pero para eso necesitaba unos zapatos muy cómodos que, además, en un ataque de angustia matinal, fueran muy fáciles de poner.

Eligió un modelo imitación de cuero, grueso y oscuro, forrado con una pelusa amarilla y sin cordones. La suela era de goma gruesa. A la hora de pagar, en metálico, metió la mano en el bolsillo del pantalón, y encontró las monedas que buscaba y los dos condones que había metido allí la noche anterior. «Siempre me olvido», pensó sacudiendo la cabeza.

De camino a la estación de metro más cercana, se prometió que no cometería más imprudencias. Tenía que ser la última vez que se encontrara un preservativo sellado y olvidado en el bolsillo.

7

El regreso tuvo una connotación inesperadamente espectacular. No vio las luces intermitentes hasta que dobló la esquina con Park Avenue: dos enormes camiones de bomberos estaban estacionados delante de su edificio. Además, frente a la puerta de entrada se había congregado un círculo de curiosos.

Entró en el vestíbulo cargado con sus bolsas. El suelo estaba manchado por las huellas de las botas de los bomberos que corrían arriba y abajo. No pudo evitar pensar que le tocaría limpiar ese desastre, pues los chicos de la limpieza se iban a las ocho de la tarde pasara lo que pasase. Tropezó con el tubo de una manguera que bajaba de la escalera, atravesaba el vestíbulo y salía a la calle.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Cillian al primer bombero con el que se cruzó.

—Quinta planta —fue la lacónica respuesta—. Tendrá que subir por la escalera. Los ascensores están bloqueados por seguridad.

Sólo tenía que seguir el tubo de la manguera. Subió cada tramo de escalera volando, animado por la curiosidad, hasta que llegó sin aliento al pasillo del quinto piso. Allí el suelo estaba mojado y aún más sucio que abajo. «Mañana va a ser un día de fregona», se dijo. Los vecinos habían salido de los apartamentos y comentaban animadamente la situación.

El corrillo más grande y escandaloso se encontraba a la altura del 5B.

La puerta estaba abierta, y los bomberos no paraban de entrar y salir.

—¡Cillian, aquí!

Por supuesto, la señora Norman se hallaba entre los curiosos apostados en la primera fila. Llevaba a una de las perras en brazos.

—Aretha y Celine están en casa... no quería que se mojaran las patas y se resfriaran.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Cillian en cuanto llegó hasta ella.

Habían arrancado la puerta del marco, probablemente con una palanca, y habían dejado visibles desperfectos en la madera barnizada. El tubo de la manguera salía del apartamento.

—El lavavajillas —sentenció la señora Norman; sus ojos chispeaban ante la intrigante ruptura de su monotonía—. Una fuga, y no había nadie en casa. Cuando la señora Sheridan, del 5D, se dio cuenta, el agua ya salía por debajo de la puerta de entrada... Y así está la casa. Una ruina, Cillian, una ruina.

El portero se asomó al umbral. El parquet de roble macizo triple capa y la alfombra persa del salón estaban completamente sumergidos bajo varios centímetros de agua. Tres bomberos trasteaban en la cocina, mientras un cuarto vigilaba la ruidosa bomba a la que estaba enchufada la manguera que llegaba hasta la calle.

—Es que menuda imprudencia... —continuó la anciana—. Yo nunca salgo de casa cuando un trasto está en funcionamiento... porque después pasan estas cosas...

De pronto la perra de la señora Norman empezó a ladrar como una loca.

—¡Qué te pasa, Barbara! —la regañó la dueña—. ¡Calla ya!

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