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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (22 page)

BOOK: Mientras duermes
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La chica, de veinticinco años como mucho, tenía el pelo negro y largo, pero se lo había recogido en un moño para poder ajustarse la peluca. Los ojos eran azul claro. Bonitos. Un contorno de lápiz negro acentuaba más su claridad. La boca, pequeña, con labios poco carnosos y cubiertos por un pintalabios violeta, no tenía ningún defecto pero no era atractiva. Al menos a los ojos de Cillian. Pero era la nariz, larga y sutil, el elemento que profería a ese rostro un aire vulgar que daba muchas pistas sobre su trabajo.

La chica desapareció en el baño, con su bolso.

Cillian era un cliente habitual, pero no asiduo. Se conocían desde hacía unos tres años. El portero solía llamarla cuando necesitaba descargar. De todas formas, desde que trabajaba en el edificio del Upper East se veían más a menudo. Su relación se limitaba a lo estrictamente profesional. Ella acudía al estudio de Cillian con la vestimenta apropiada para que los vecinos no se quejaran, Cillian le pagaba por adelantado, ella ofrecía sus servicios y se marchaba tal como había llegado. Desde que Cillian trabajaba de portero allí, la veía por lo menos una vez a la semana.

Era la primera vez que Cillian le pedía algo especial. Él mismo había fijado las extravagantes reglas de aquel juego de roles. La chica no se había sorprendido en absoluto ante esa petición. Le había escuchado con atención y después había aclarado simplemente que el condón era imprescindible y que, en caso de que las cosas fueran por un camino que no le gustaba, gritaría «Stop» y Cillian debería detenerse de inmediato. «¿Estamos?», había preguntado ella. «Estamos», había contestado el portero. Pero la curiosidad pudo con él. «¿Mucha gente te pide que hagas estas cosas?» «¿Que me ponga ropa que no es mía, una peluca roja, y me quede quieta mientras se me cepillan?», dijo la joven. «Sí, mucha.» Y estalló en una carcajada vulgar.

Aquel peculiar juego sexual le había costado el doble de la tarifa normal. Un gasto asequible.

La chica solía ser muy habladora. Posiblemente para estrechar el vínculo con el cliente, siempre le contaba anécdotas de su vida antes de dedicarse a la prostitución. Cillian estaba casi seguro de que se las inventaba como parte de su trabajo de seducción. Pero no le molestaba. Así el coito resultaba menos frío.

Por eso le extrañó que no le hubiera hecho ninguna pregunta sobre las razones de ese juego de rol, sobre la peluca, sobre el apartamento 8A. Por primera vez tomó conciencia de que esa joven de nariz vulgar era una verdadera profesional no sólo en la cama sino en el trato con el cliente. Cillian valoró mucho su discreción y su capacidad para adaptarse a lo que el cliente le pedía. Pensó que debía tratarla bien y no perderla.

Por otro lado, la naturalidad con que había aceptado su petición le reveló que, evidentemente, él no era el único que tenía fantasías peculiares y extravagantes. Y su mente fue más allá. Siempre se había considerado un caso aparte, pero en ese momento, pensó que en el mundo tal vez había más gente como él. Consideró la hipótesis de que cada mañana, en distintos lugares del mundo, de su ciudad, de su barrio, se desarrollaban distintas ruletas rusas. Y le pareció que tenía sentido. Le habría gustado, por mera curiosidad, conocer a alguien cuyo futuro tuviera fecha de caducidad a corto plazo, como el suyo.

—¡La falda no se ha roto! —gritó la chica desde el baño—. ¿Me la puedo llevar?

—Si no te la llevas, la tiro... así que tú misma.

La chica salió del baño vestida con su propia ropa. El pelo suelto sobre los hombros. El maquillaje retocado.

—Pues muchas gracias... intentaré hacerte un descuento la próxima vez.

—Te necesito mañana, lo de siempre. Después de comer.

—¿Qué te parece a las dos?

Cillian asintió. La chica examinó su BlackBerry.

—A las dos, ningún problema... ¿Media hora?

Cillian asintió de nuevo. La chica señaló la peluca pelirroja.

—Supongo que mañana no habrá servicios extra.

Esta vez Cillian negó con la cabeza.

La prostituta recogió su bolso, su abrigo y echó un vistazo alrededor por si se dejaba algo.

—Tengo un servicio en el Upper West dentro de quince minutos. ¿Mejor taxi o metro?

Cillian miró su reloj.

—Taxi, por el parque.

La mirada de la chica se posó en las bolsas de la lavandería llenas de ropa limpia y planchada, el mueble aún cubierto por el plástico, el colchón sin funda.

—Si no quieres, no contestes pero... ¿qué ha ocurrido aquí?

Cillian no contestó. La chica lo aceptó y no pareció molesta.

—Nos vemos mañana.

Un sonido metálico, proveniente del salón, la hizo dar un respingo. Cillian se levantó de inmediato y abandonó desnudo el dormitorio bajo la mirada intrigada de la prostituta.

Fue directo hacia el sofá, lo separó de la pared y se agachó detrás. El misterio sobre el paradero del tercer ratón por fin se había resuelto. El roedor se retorcía, desesperado, con media cabeza atrapada por el muelle de metal de una trampa. La cola se agitaba en todas direcciones.

—¡Dios mío, qué asco! —La misma reacción que Clara, pero esa voz aguda y atontada lo estropeaba todo. La chica se mantuvo a una distancia prudencial—. Pero... pero... ¿hay ratas en este edifico?

—Sólo en este apartamento... por eso tuvimos que fumigar y sacar la ropa que había en los armarios... Las ratas se habían meado y cagado por todos lados.

La joven tardó unos segundos en comprender de dónde habían salido la camisa blanca, el sujetador, las bragas y la falda que había llevado puestos hasta hacía unos minutos. Su cara se contrajo en una mueca cercana a una arcada.

—¡Ay, madre!

El sábado transcurrió tranquilo. Por primera vez podía pasar el fin de semana en el 8A sin el riesgo de un regreso repentino de la dueña. Pero descubrió que entrar en la casa teniendo el permiso de Clara, sin esconderse de las miradas indiscretas de los vecinos, no le producía ningún placer. El asunto perdía todo su encanto.

Se quedó toda la mañana en el apartamento, trabajando duro para preparar el regreso de la chica.

No pudo salvar las plantas. Ni el frondoso ficus, ni las orquídeas de interior, ni el recorte pegado a la nevera. El resto de las pertenencias de Clara estaban en bastantes buenas condiciones. Ninguno de sus objetos personales había sufrido daños irreparables.

Colgó las cortinas del salón y del dormitorio; dejó a la vista el recibo de la lavandería, no tanto para que se lo pagara como para demostrar que la limpieza había sido profesional. Procedió de la misma manera con los cojines y almohadones del sofá, con la funda de las sillas, con la cortina de plástico gris oscuro de la ducha del baño.

En la cocina, cambió el cable del frigorífico y limpió el interior, maloliente por la comida que se había descongelado. Había lavado los imanes uno a uno para quitarles el veneno. Y había buscado y encontrado un recorte de Courtney Cox un poco más grande que el anterior. En el nuevo, la actriz posaba sonriente en un sofá de diseño.

Faltaba Clara. Pero al estar en su apartamento, preparando su llegada, la sentía cerca. Al final, su ausencia no resultaba tan dura como había temido.

Por la tarde salió a dar su paseo habitual. Bien arropado con su abrigo y su bufanda, bajó hasta el Soho y se dedicó a recorrer Broadway arriba y abajo en busca de una víctima.

Y mientras rostros de todas las edades, razas, culturas se alternaban sin cesar delante de sus ojos, pensó que, por lo menos, los fracasos recientes le habían llevado a entender las prioridades de su existencia. Tenía la sensación de que en ese momento las cosas estaban más claras en su cabeza.

Vivía y moría por Clara. El resto era simple y mero relleno.

Entre Prince Street y Spring Street detectó un perfil interesante. Se trataba de un caso muy evidente. Una mujer caucásica, alrededor de los cuarenta, salía de Banana Republic acompañada por una dependienta afroamericana unos diez años más joven. La mujer se secaba las lágrimas con un pañuelo blanco, pero sus mejillas volvían a humedecerse al instante. La dependienta la sostenía y le susurraba cosas al oído, pero la mujer sacudía la cabeza, desconsolada.

Por la confianza con la que se trataban, Cillian pensó que eran amigas íntimas, y no una dependienta y una clienta que tenían una simple relación ocasional. No podía —aún— detectar la fuente del dolor de la mujer, pero estaba seguro de que se trataba de algo más importante que la clonación de una tarjeta de crédito en una tienda de moda. Había dado con un buen sujeto.

La dependienta levantó el brazo hacia la calle y un taxi se detuvo al instante enfrente de la tienda. La dependienta ayudó a su amiga a subir al vehículo y se quedó hablando con ella a través de la puerta abierta, probablemente reconfortándola. Cillian había vivido antes situaciones parecidas. Sabía que en esos casos su procedimiento consistía en parar a otro taxi, soltar la frase de película «Siga a ese coche» y seguir al sujeto hasta un lugar donde desahogara todo su dolor y acabara compartiéndolo con el portero, para su disfrute personal.

Pasó otro taxi amarillo pero el brazo de Cillian se quedó pegado a su costado. Prefirió esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Unos segundos después, la dependienta cerró la puerta y el taxi con la cuarentona triste siguió por Broadway en dirección norte. Cillian, en la acera, observó a la chica afroamericana, que regresaba a la tienda con la cabeza baja. Cuando volvió a mirar la calle, era imposible distinguir el taxi en el tráfico.

Había perdido a su presa. Más bien la había dejado escapar. No era normal en él. Pero esa mañana Cillian supo de alguna manera que debía seguir buscando.

Continuó bajando por Broadway, cada vez más llena de peatones y turistas a pesar del frío.

Le ocurrió dos veces. Dos veces tuvo la sensación de que se había cruzado con Clara. Pero en los dos casos se trató de espejismos de su imaginación. Mujeres que ni siquiera se parecían demasiado a la vecina del 8A. Un simple gorro a la francesa o una sonrisa hablando al móvil bastaron para que su mente recreara las facciones de Clara.

Como un adolescente enamorado, sintió el impulso de estar cerca de ella a través de algo que le pertenecía. Sacó el móvil y miró los dos mensajes de texto que Clara le había enviado y que él ya había leído un montón de veces. En el primero le agradecía todo lo que había hecho; en el segundo le anunciaba que volvería a casa el lunes, después del trabajo. Satisfecho, volvió a guardar el teléfono. «No puedo parar de pensar en ti», admitió para sí.

Veinte minutos más tarde detectó a otro sujeto en la esquina con Broome Street. Se trataba de un caso más discreto que el anterior. Un dolor perceptible sólo a los ojos expertos. Y, por eso mismo, una presa más atractiva.

Era un hombre de alrededor de treinta años; vestía un traje gris y una camisa blanca con rayas azules, elegante pero sin corbata. No llevaba abrigo; iba encogido por el frío. Salía de una farmacia. En una mano cargaba con dos marcas distintas de leche en polvo para lactantes y, en la otra, con dos paquetes de pañales también de marcas distintas. Estaba muy pálido y tenía ojeras. Cillian descartó que la causa de ese estado fuese una noche loca o una velada insomne con el bebé. Conocía esa expresión. Había una desolación subterránea en esa mirada. De ahí, sin duda, la palidez.

Empezó a seguirle calle abajo. Y los detalles confirmaron su diagnóstico. El hombre caminaba con paso irregular. Resuelto a veces; distraído, como sin rumbo, en otros momentos. Se detuvo en un cruce con el semáforo en rojo. Y Cillian comprobó cómo la mente del hombre se iba lejos, lejísimos. Sus ojos, sin humedecerse, miraban sin ver, transmitían una profunda desesperación.

Vio que llevaba una alianza en el dedo anular. Y que la piel alrededor del anillo estaba enrojecida. Se lanzó a una hipótesis. Sabía que gran parte de su conjetura no se ajustaría a la realidad. Pero era una forma de aproximarse a su presa. El hombre, casado, acababa de tener su primer hijo. La edad del joven ejecutivo y el hecho de que hubiera comprado distintas marcas del mismo producto denotaban cierta inexperiencia. Aparentemente el bebé estaba bien, pues el hombre había salido de la farmacia sin ningún medicamento, sólo con productos de uso diario. La razón de su tristeza tenía que hallarse en otro lugar. Ese dedo enrojecido alrededor del anillo era el quid. Era sábado y vestía un traje de trabajo algo necesitado de un golpe de plancha. Cillian supuso que, después de una noche insomne, el hombre se había puesto lo primero que había encontrado —el traje que había vestido el día anterior y que aún estaba tirado en una silla— y había salido a buscar lo que urgía comprar.

—¿Por qué es urgente comprar leche en polvo y pañales? —Cillian se hizo la pregunta en voz alta, sin preocuparse de las miradas de extrañeza de los peatones—. Porque el bebé llora... y en casa no hay nada.

El semáforo cambió al verde. Pero el hombre seguía parado, distraído, con la mente en otro sitio.

—¿Cómo es posible que en casa no haya algo tan importante como la leche para tu bebe?

Por fin el hombre salió de su ensimismamiento y reemprendió su camino, esta vez con paso decidido. Cillian le seguía a unos diez metros de distancia, atento al menor movimiento.

—Porque quien lo hace habitualmente, tu mujer, no lo ha hecho.

La respuesta estaba en ese anillo.

—No lo ha hecho porque no puede. ¿Acaso está enferma?

Una niña que caminaba al lado de Cillian a una velocidad de crucero parecida a la suya lo miró perpleja y divertida.

—Es posible... y su estado te preocupa. Te preocupa quedarte padre soltero a los treinta años... sin tu querida mujer... sin saber siquiera cómo se prepara un biberón. —La niña, cada vez más intrigada, llamó la atención de otra cría que iba con ella—. No paras de acariciar tu anillo de boda... de girarlo una y otra vez en tu dedo... pero eso no conseguirá que ella se quede contigo.

Se fijó en que el hombre iba despeinado, lo que confirmaba que la salida de casa había sido improvisada.

—Tu mujer se muere, tu niño llora, y tú no estás preparado para todo esto.

Era una hipótesis muy fantasiosa, pero a Cillian le gustaba porque enlazaba bien los pocos datos que tenía a la vista. Pensó que el hombre debía de vivir cerca de allí; si quería ver su dolor antes de que se ocultara en su casa, tendría que establecer un contacto directo. Pararle y preguntarle algo con algún pretexto para, acto seguido, tocarle la fibra y provocar que su dolor, fuera cual fuese la razón, saliera a la luz.

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