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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (88 page)

BOOK: Reamde
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Todo el tiempo que ella había estado entretenida con la comida, el grupo de Jones se dedicó a sacar todo el material que habían traído, y todo lo que habían rapiñado del avión y del campamento minero, y tomando decisiones sobre qué llevarse y cómo empaquetarlo. Las armas y la munición parecían ser la principal prioridad, seguidas de ropa de abrigo y mangas. Las lonas azules y las cuerdas fueron consideradas de valor inestimable; ¿tal vez iban a acampar? Parecían sentir pasión por las palas, un detalle que no pudo dejar de interpretar de la forma más morbosa posible.

La camioneta era un modelo familiar, lo que significaba que tenía una segunda fila de asientos. Pusieron a Zula en la parte de atrás, con Sharif a la izquierda y Mahir a la derecha. Se sentía extrañamente incómoda entre ellos, como si cometiera una metedura de pata social. Pero tal vez Jones estaba harto de su tonteo y quería separarlos. Ershut ocupó el asiento junto al conductor y Abdul-Wahaab se apretujó en mitad del asiento delantero. Jones condujo. Zula no pudo dejar de pensar que resultarían un poco sospechosos si viajaban por Columbia Británica en aquel cacharro con esa hilera de rostros asomando por el parabrisas.

Pero no habría ningún problema hasta que llegaran a una carretera, y no parecía que eso fuera a suceder pronto. Durante las escapadas que Jones y Abdul-Wahaab pudieran haber hecho el día anterior, Jones había aprendido a conducir el vehículo y era consciente de que si lo mantenía en una marcha corta (y este camión tenía marchas muy cortas), podía ir a cualquier parte. Cuando la camioneta estuvo cargada, recorrieron el valle, evitando sus paredes empinadas y ciñéndose al fondo, que era llano, pero sinuoso y con muchas bifurcaciones. Jones parecía estar jugando a un conecta los puntos en el mapa. Cada pocos cientos de metros había una zona despejada, unida a otras por una carretera. O al menos por un carril que habían abierto entre los árboles. La carretera y los claros estaban marcados en un mapa topográfico, que Abdul-Wahaab había desplegado sobre su regazo para que Jones pudiera seguirlo mejor. Zula vio atisbos del mapa durante sus frecuentes y volubles disputas en lo referido a su interpretación. En un momento determinado Jones señaló al cielo a través del parabrisas y miró expectante el rostro de Abdul-Wahaab, y Zula comprendió que estaba señalando la situación del sol, como baza triunfal.

Siguieron en paralelo un arroyo montañoso, casi enterrado bajo el hielo y la nieve. En algunos lugares estaba abierto al cielo, y era posible que fuera ancho y poco profundo, fácil de vadear con la camioneta. Lo cruzaron, traqueteando, y continuaron por la orilla durante un kilómetro hasta lanzarse en lo que a Zula le pareció una dirección al azar, zambulléndose directamente en los bosques y atacando una empinada pendiente como forma de salir de este valle. El parabrisas apartaba las ramas de los árboles, doblándolas hasta que se quebraban o se colaban por la ventanilla abierta, donde Jones tenía que empujarlas con el brazo izquierdo. Zula se preguntó por qué no cerraba la ventanilla sin más hasta que advirtió los pequeños cubos azules del cristal de seguridad esparcidos por toda la cabina, y comprendió que habían roto el cristal. Parecía bastante claro que eso debió de suceder cuando robaron la camioneta ayer. Esperó que simplemente hubieran roto la ventanilla y luego hecho un puente. Entonces advirtió el llavero que colgaba del contacto. Debían de haberlo robado a una persona que lo conducía. Debían de haber matado a esa persona.

En el salpicadero había una radio de banda ciudadana, y después de dejar atrás el campamento y llegar a un lugar donde pudieron pararse (una zona llana en el bosque, donde estaban bien protegidos bajo los árboles y la nieve no era demasiado profunda) Jones la encendió. Luego, tras mirar a Zula por encima del hombro, abrió la navaja, cortó el cable del micrófono, y lo arrojó por la ventanilla abierta. El micro correteó entre los matorrales como un mamífero furtivo. Jones subió el volumen y empezó a revisar los canales disponibles.

Nada. Estaban realmente en mitad de ninguna parte.

Cuando la encendieron, la radio estaba sintonizada en el Canal 4. Jones lo puso de nuevo en el 4 y la dejó encendida. Ocasionalmente tosía algún ruido, pero nada que pudiera identificar como palabras.

Jones arrancó la camioneta y atacó otra pendiente. Parecía que subían más que bajaban, lo que no tenía sentido para Zula. Pero cuando dejaron atrás la siguiente cordillera, el paisaje despejado se extendió de pronto ante ellos, y las montañas disminuyeron y se convirtieron en llanuras que ya no estaban cubiertas de nieve.

Ayer, lunes, había sido uno de esos días en que Dodge había tenido que trabajar temprano con la intención de conseguir hacer un montón de cosas, solo para llegar a comprender, justo después de almorzar, que no iba a suceder nada. Porque ya no era cosa suya. Tenía una compañía entera (una estructura completa de vasallos) para seguir su estela, y tardarían un montón de tiempo en ponerse en marcha.

Pensaba que tres millones de dólares para quien quisiera cogerlos habría podido llamar su atención. Pero tardaron lo suyo en entenderlo. Egdod tuvo que agarrar a los personajes de unos cuantos vicepresidentes por las solapas de sus cuellos virtuales y llevárselos volando a Torgai y señalarles los depósitos de oro al aire libre para que lo comprendieran.

Un memorándum para toda la compañía habría podido despertar a la gente, pero, justo cuando su dedo vacilaba sobre el botón de Enviar, comprendió que sería un error fatal. Sin duda se filtraría más allá de la red de la compañía y se haría público y provocaría una fiebre del oro. Lo único que tenían a su favor era que nadie, aparte de Corvallis y Richard y unos cuantos más, tenía realmente ni idea de cuánto dinero había allí esperando. Si este conocimiento se hiciera público, todos los jugadores de T’Rain del mundo se pondrían en cola para ir a las Torgai, y las cosas quedarían todavía más complejamente fuera de control. El simple rumor de Internet de que habían visto oro ya había causado una invasión bastante bien organizada de estos tres mil k’shetriae de pelo azul, lo cual no era nada en el gran esquema de las cosas y sin embargo requería arduos esfuerzos por parte de Richard para contenerlos de un modo que no fuera lanzar un cometa a la cabeza de su Señor Feudal.

No llegó nada en todo el día de la Isla de Man. Pero cuando Richard despertó el martes, encontró un e-mail de la compañía, con el asunto «La trama se complica...», que, cuando lo siguió hasta su raíz, resultó ser una novela corta de cincuenta mil palabras que D-al-cuadrado había colgado en la página de T’Rain una hora antes, para evidente sorpresa de su agente/editor aquí en Seattle, que no tenía ni idea de que estuviera contemplando semejante proyecto. Richard cliqueó en el enlace y abrió el documento. Sus primeras palabras eran «Las montañas Torgai». Dejó de leer ahí, cerró el portátil, se levantó de la cama, y se vistió. Bajó en el ascensor al aparcamiento de su torre en el centro de Seattle, subió a su coche, y fue directo a Boeing Field. Hasta que no estuvo sentado cómodamente en el avión, trazando una parábola sobre Columbia Británica en ruta directa a la Isla de Man, no volvió a abrir el portátil y empezó a leer ávidamente.

DÍA 8

Recordó cuando llegó por primera vez a casa de sus padres adoptivos y vio, entre tantas otras cosas nuevas y sorprendentes, una colección completa de la
Enciclopedia Británica
en las estanterías del salón. Tantos libros grandes, idénticamente encuadernados a excepción de los números de cada volumen impresos en sus lomos, habían llamado de manera natural su atención. Patricia, la hermana de Richard y la nueva madre de Zula, le explicó que contenían todo lo que pudiera querer saber, sobre cualquier tema, y cogió un tomo y buscó la entrada de Eritrea. Zula, sin entender absolutamente nada, le aseguró que nunca tocaría esos libros por nada del mundo. Patricia dejó escapar una risita sorprendida y le explicó que no, todo lo contrario, que todos esos libros eran específicamente para ella, Zula; ellos y el conocimiento que albergaban eran, en efecto, propiedad de Zula.

Había heredado la colección y la fue arrastrando obstinadamente por una sucesión de habitaciones, albergues estudiantiles y apartamentos. Su llegada a Estados Unidos había coincidido con la irrupción de Internet de alta velocidad, y la habían animado igualmente a hacer libre uso de ello, aunque nunca había sido igual, para ella, que la
Británica
.

Desde los ocho años, pues, Zula se había criado en un entorno basado en el flujo libre y sin fricciones de información en su joven mente. No lo había apreciado del todo hasta que se encontró en esta situación, donde nadie se preocupaba por decirle nada. Al viajar con la banda de yihadistas de Jones, casi sentía nostalgia de los días con Ivanov y Sokolov, que al menos se habían molestado en dar explicaciones de lo que estaba pasando. Los dos tenían una mentalidad occidental que resultaba importante para que las cosas tuvieran sentido; y, como necesitaban los servicios de Zula, Peter y Csongor, se habían visto obligados a mantenerlos informados.

Csongor. Peter. Yuxia. Incluso Sokolov. Cada vez que su mente volvía a aquellos acontecimientos en Xiamen se detenía en esos nombres, esos rostros. El simple hecho de la muerte de Peter la habría postrado durante una semana en circunstancias normales. Ahora se preguntaba cien veces al día qué había sido de los otros. ¿Quedaba alguno con vida? Si era así, ¿se estarían preguntando qué había sido de ella?

Lo que había sido de ella habría requerido considerables explicaciones, gran parte de las cuales no podía suministrar, ya que no le decían gran cosa. Las pruebas circunstanciales (el llavero colgando del contacto) dejaban claro que este extraño camión con sus orugas de tanque había sido robado a punta de pistola y no por medio de un simple puente. Parecía sencillo dar por hecho que la persona a quien se lo habían robado estaba muerta; habría sido una locura dejar viva a la víctima para que llamara a la policía montada. ¿Qué clase de persona conduciría un vehículo semejante por las montañas de Columbia Británica durante la temporada del barro? Era obviamente un vehículo de trabajo, no de recreo, y por eso Zula suponía que debía de ser algún tipo de guarda o cuidador; quizás había propiedades esparcidas entre esas montañas y contrataban a un currito local para que les fuera echando un ojo de vez en cuando.

La pregunta que Jones debía de tener en mente entonces era: ¿Cuánto tiempo tardarían en advertir que la víctima había desaparecido? Porque ese cacharro en el que viajaban era el vehículo más llamativo del mundo, una especie de zepelín, y tener a cinco yihadistas y a una chica negra dentro no iba a facilitarles mezclarse con el tráfico corriente de las carreteras de Columbia Británica.

A eso de las tres de la tarde, según el reloj del salpicadero, se detuvieron en un lugar donde pudieron contemplar kilómetros de valle yermo, cubierto de rocas. Un amplio arroyo corría por el centro, muchos canales se abrían paso a lo largo de una extensión de piedras regadas por el glaciar. Corriendo en paralelo al curso de agua, a su derecha, había una carretera pavimentada que, varios kilómetros calle abajo, cruzaba el río por un puente bajo. Todavía estaban en el bosque; durante las dos últimas horas habían viajado a un ritmo un poco superior al paso normal, aplastando todo el follaje que no podía soportar el inexorable avance de la camioneta, esquivando los árboles que eran demasiado grandes para poder derribarlos, a veces recorriendo pendientes tan empinadas que Zula apoyaba los brazos contra el techo, preparada para que la camioneta volcara de lado, bajando a veces por otras pendientes tan empinadas que poca cosa podía crecer en ellas. La parte delantera de la camioneta parecía el interior de una cortadora de césped, cubierta de centímetros de hojas y barro. Habían llegado a este lugar siguiendo el curso de un afluente, a veces internándose en el centro de la corriente y a veces subiendo a los bosques cercanos. Ahora se habían detenido en la linde de los árboles. Ante ellos el terreno se cortaba bruscamente, el afluente se convertía en una sucesión de rápidos y cascadas hasta el lugar donde conectaba con el río más grande. La camioneta podría haber sobrevivido a la caída por la pendiente, y si lo hubiera hecho, habría podido llegar a la carretera y continuado durante unos cuantos kilómetros más antes de quedarse sin combustible. Pero si, como parecía probable, se atascaba entre los peñascos o se estropeaba durante el descenso, se habría quedado atrapada en un lugar que quedaba completamente expuesto a la vista de la carretera y desde el aire. Era mejor dejarla aquí. O esto era lo que Zula dedujo que debía de estar pasando por la cabeza de Jones, que metió la marcha atrás y se internó entre los árboles antes de cortar el contacto.

Al parecer esta no era la primera vez que los yihadistas camuflaban un vehículo en las montañas. Dejando dentro a Zula por el momento, rociaron de barro las ventanas y parabrisas y cualquier otra parte que pudiera reflejar la luz del sol. Descargaron algunas cosas, solo lo que podían llevar. Buscaron en el bosque helechos y matorrales y hojas de cedro, que arrancaron y cortaron para traerlas a rastras y apoyar en los costados de la camioneta. En algún momento, recordaron que Zula seguía allí dentro, así que la sacaron a través de la ventanilla trasera de la cabina y la fueron pasando hasta la puerta trasera abierta, muchas manos en sus brazos y tobillos, tratando de sofocar el más mínimo pensamiento de lucha o de huida. Ershut se inclinó y sujetó con las dos manos su pierna derecha, y Abdul-Wahaab envolvió una cadena en su tobillo y luego le puso un candado. La sacaron por la puerta trasera y la dejaron en el suelo tras la camioneta. La cadena estaba envuelta en torno al enganche del tráiler.

Luego siguió uno de esos interludios cómicos en que los yihadistas no sabían qué venía a continuación y se dedicaban a hacerse amargas recriminaciones.

Parecía que les faltaba un candado. En su saqueo del campamento minero habían encontrado esta cadena, y luego el candado y la llave que lo acompañaba. Así que pudieron ponerle la cadena en el tobillo. Bien. Pero ahora necesitaban el segundo candado para conectar el otro extremo de la cadena al enganche del tráiler. Alguno le gritaba a otro, alguno buscaba inútilmente entre los montones de basura que habían rapiñado.

—No es ningún problema —dijo Ershut—, podemos hacerlo con un solo candado. Mirad, os lo mostraré.

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