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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Sáfico (10 page)

BOOK: Sáfico
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Todos se habían congregado para ver el espectáculo de aquella noche.

La troupe había montado su escenario de tablones sueltos en el espacio central de una de las cúpulas de nieve, un hueco humeante de bloques de hielo extraídos, fundidos y recongelados tantas veces a lo largo de los años que el techo quedaba retorcido y lleno de parches, nudoso a causa de los cúmulos y carámbanos de hielo, ennegrecido por el hollín.

Cuando Attia vio a Rix de pie ante las dos personas voluntarias, que se hallaban junto a ella, intentó mantener la expresión embelesada y sorprendida, pero sabía que él estaba tenso. Aquí el público había permanecido callado toda la velada. Demasiado callado. Parecía que nada iba a impresionarlos.

Además, las cosas no habían salido bien. Tal vez fuera por el frío helador, pero el oso se había negado a bailar y se había acurrucado en el escenario, como si estuviese triste, a pesar de lo mucho que lo había azuzado el amaestrador. A los malabaristas se les habían caído los platillos dos veces, e incluso Gigantia apenas había recibido unos modestos aplausos después de levantar a un hombre subido a una silla con una de sus enormes manazas.

Sin embargo, cuando el Oscuro Encantador había aparecido en escena, el silencio se había vuelto más profundo, más intenso. El público esperaba de pie en varias filas atentas, con los ojos fascinados y fijos en Rix, quien los miraba de frente, rejuvenecido, con el guante negro en la mano derecha y el dedo índice retraído para simular la amputación.

Lo que expresaban aquellos rostros era más que fascinación. Era hambre. Attia estaba tan cerca del mago que vio el sudor de su frente.

Las cosas que había dicho a las dos mujeres seleccionadas también habían sido recibidas en silencio. Ninguna de ellas había llorado ni había dado palmas de alegría, ni siquiera habían indicado de forma alguna que reconocieran sus palabras, a pesar de que Rix había conseguido fingir que había sido así. Los ojos legañosos de las mujeres no hacían más que mirarlo suplicantes. Attia había tenido que sollozar y mostrar asombro; confiaba en no haberse excedido en su interpretación, aunque el silencio de los demás la había intimidado. Los aplausos no habían sido más que una breve ráfaga de palmadas.

¿Qué pasaba con esa gente?

Attia repasó al público con la mirada y vio que todos iban sucios y tenían el rostro cetrino, con la boca y la nariz tapadas con bufandas para protegerse del frío, y los ojos hundidos por el hambre. De todas formas, eso no era nada nuevo. Apenas se veían unos cuantos ancianos, y casi ningún niño. Apestaban a humo y sudor, y a un intenso olor dulce a hierba. Además, estaban separados; no se apiñaban. Cierta conmoción llamó la atención de Attia; en uno de los laterales, una mujer se balanceó y cayó al suelo. Quienes estaban a su lado se apartaron. Nadie la tocó ni se inclinó hacia ella. Dejaron un espacio vacío a su alrededor.

Tal vez Rix lo hubiera visto también.

Cuando se volvió hacia ella, Attia notó un centelleo de pánico bajo el maquillaje, pero su voz sonó tan persuasiva como siempre.

—Buscáis a un encantador con poderes mágicos, un Sapient que pueda mostraros el camino para salir de Incarceron. ¡Todos vosotros lo buscáis!

Los fue repasando con la mirada, retándolos, a ver si alguno se atrevía a negarlo.

—¡Yo soy ese hombre! El camino que siguió Sáfico se encuentra al otro lado de la Puerta de la Muerte. Yo haré que esta chica entre por esa puerta. ¡Y la devolveré aquí!

Attia no tuvo que fingir. El corazón le palpitaba con fuerza.

No se oyeron bramidos entre la multitud, pero ahora el silencio era diferente. Se había convertido en una amenaza, en un deseo tan vital que la asustó. Mientras Rix la conducía al diván, Attia echó un vistazo a las caras abrigadas y supo que a ese público no le gustaba que lo engañaran. Buscaban Escapar igual que un hombre hambriento ansía la comida. Rix estaba jugando con fuego.

—Déjalo —le dijo al mago.

—No puedo. —Sus labios apenas se movieron—. El espectáculo debe continuar.

Los rostros de los asistentes se acercaron para ver mejor. Alguien cayó al suelo y fue pisoteado. Del techo caía un goteo suave de agua helada, que resbalaba por el maquillaje de Rix, sobre las manos de Attia que se agarraban al diván, por el guante negro. La respiración del público era como una nube congelada.

—La Muerte —dijo—. Le tenemos miedo. Haríamos cualquier cosa para evitarla. Y sin embargo, la Muerte es una puerta que se abre en ambos sentidos. ¡Ahora veréis con vuestros propios ojos cómo reviven los muertos!

Sacó la espada de la nada. Era real. Resplandeció como el hielo cuando la blandió en alto.

Esta vez no hubo retemblor, ni relámpagos en el techo. Tal vez Incarceron había visto el número demasiadas veces. La multitud se quedó mirando la hoja de acero con avidez. En la primera fila, un hombre se rascaba y murmuraba para sus adentros.

Rix se dio la vuelta. Ajustó las esposas que rodeaban las manos de Attia.

—Es posible que tengamos que marcharnos a toda prisa. Prepárate.

Las correas le rodearon el cuello y la cintura. Eran falsas, y se alegró al darse cuenta.

El mago se volvió hacia el público y levantó otra vez la espada.

—¡Atención! ¡Voy a liberarla! ¡Y la traeré de nuevo a este lugar!

La había sustituido por otra. También la espada era falsa. Attia apenas tuvo unos segundos para percatarse antes de que él se la clavara en el corazón.

Esta vez no hubo visiones del Exterior.

La muchacha se quedó rígida, contuvo la respiración, notó cómo la cuchilla se retraía y la fría humedad de la sangre falsa se extendía por su piel.

Rix estaba frente a la multitud silenciosa. Entonces se dio la vuelta, Attia notó que se acercaba, pues su calor se inclinó sobre ella. Extrajo la espada de su pecho.

—Ahora —dijo en un susurro.

Attia abrió los ojos. Se sentía aturdida, pero no como la primera vez. Mientras el Encantador la ayudaba a levantarse y la mancha de sangre se encogía milagrosamente sobre su camisa, Attia sintió una extraña liberación; le dio la mano y el mago la presentó ante la multitud. Attia hizo una reverencia y sonrió aliviada, olvidando por un momento que se suponía que no formaba parte del espectáculo.

Rix también hizo una reverencia, pero muy breve. Y en cuanto la euforia de Attia se apagó, la chica supo por qué.

Nadie aplaudía.

Cientos de ojos se clavaron en Rix. Como si esperasen más.

Incluso él se sentía cohibido. Hizo otra reverencia, levantó el guante negro y retrocedió sobre los tablones del escenario, que crujían a cada paso.

La muchedumbre estaba agitada; alguien gritó. Un hombre se abalanzó hacia delante, un hombre flaco y larguirucho con la cara tapada hasta los ojos; se separó de la horda de gente y vieron que blandía una cadena gruesa. Y una navaja.

Rix soltó un juramento; por el rabillo del ojo, Attia vio que los siete malabaristas se escabullían en busca de armas por la parte posterior del escenario.

El hombre se subió a los tablones.

—Así que el Guante de Sáfico devuelve a los hombres a la vida.

Rix intentó recomponerse.

—Señor, os aseguro que…

—Pues pruébalo otra vez. Porque necesitamos verlo.

Tiró de la cadena y un esclavo cayó de bruces contra los tablones del escenario, con una argolla de hierro alrededor del cuello, la piel en carne viva a causa de unas llagas tremendas. Fuera cual fuese su enfermedad, su aspecto era sobrecogedor.

—¿Puedes hacer que vuelva a vivir? Porque yo ya he perdido…

—No está muerto —dijo Rix.

El amo se encogió de hombros. Entonces, antes de que los demás pudieran mover un dedo, le cortó el cuello al esclavo.

—Ahora sí.

Attia suspiró; se llevó las manos a la boca.

El chorro encarnado salió a borbotones; el esclavo cayó de nuevo entre convulsiones y aspavientos. Todos los asistentes murmuraron. Rix no se movió. Por un momento, Attia percibió que se quedaba petrificado por el horror, pero cuando habló, su voz no denotaba temblor alguno.

—Ponedlo en el diván.

—No pienso tocarlo. Cógelo tú. Y devuélvelo a la vida.

El público empezó a chillar. Ahora gritaban con todas sus fuerzas y se arremolinaban a ambos lados del escenario, lo rodeaban, cerrando el círculo.

—He perdido a mis hijos —sollozó uno.

—Mi hijo ha muerto —gritó otro.

Attia miró a su alrededor e intentó retroceder para resguardarse, pero no había ningún sitio en el que esconderse. Rix la agarró de la mano con sus dedos enfundados en el guante negro.

—Quédate a mi lado —le susurró. Y en voz alta, dijo—: Apartaos, señor.

Levantó la mano, chasqueó los dedos.

Y el suelo se derrumbó.

Attia cayó por una trampilla de forma tan repentina que se quedó sin respiración; aterrizó en una estera rellena de pelo de caballo.

—¡Rápido! —chilló Rix.

Él ya se había puesto de pie; tiró de Attia para incorporarla y echó a correr, agachándose bajo los tablones del escenario. El ruido era ensordecedor por encima de sus cabezas; pasos apresurados, gritos y aullidos, entrechocar de cuchillos. Attia se puso de pie sobre las vigas; había una cortina en la parte posterior y Rix se zambulló en ella, mientras se quitaba a toda prisa la peluca y el maquillaje, la nariz falsa, la espada de juguete. Entre jadeos, se arrancó la túnica, le dio la vuelta y se la puso de nuevo, atada con una cuerda, y ante los ojos de Attia, se convirtió en un pedigüeño harapiento.

—¡Están locos de atar!

—¿Y qué pasa conmigo? —jadeó ella.

—Búscate la vida. Nos vemos a las puertas de la aldea, si consigues llegar.

Y dicho esto se esfumó, cojeando por un túnel de nieve.

Al principio, Attia sentía tanta rabia que no podía moverse. Pero una cabeza y unos hombros aparecieron por la trampilla que tenía detrás, así que suspiró muy asustada y corrió.

Se escabulló por una caverna lateral y desde allí vio que los carromatos se marchaban a toda prisa dejando surcos profundos en la nieve. No habían esperado al final del espectáculo. Corrió como pudo tras ellos, pero por ese camino avanzaba demasiada gente: numerosas personas que salían a raudales de la cúpula, algunas para huir, otras para destrozar enloquecidas todo lo que pillaban a su paso. Se dio la vuelta y soltó un juramento. Haber llegado hasta allí, haber tocado incluso el Guante y ¡después haberlo perdido por culpa de una muchedumbre furiosa!

Y en su mente, la imagen del chorro de sangre encarnada en la garganta del esclavo se repetía una y otra vez.

El túnel se abría entre las cúpulas de nieve. El poblado estaba hecho un caos: unos extraños chillidos se reproducían con el eco y un humo enfermizo ardía por todas partes. Se decidió por un desvío despejado y corrió por él, echando tremendamente en falta su cuchillo.

Allí la nieve era más gruesa, pero compacta, como si la hubieran ido aplastando muchas pisadas. Al final del sendero había un enorme edificio oscuro: se introdujo en él.

Estaba en penumbra y el frío le helaba los huesos.

Pasó un rato acuclillada detrás de la puerta, intentando recuperar el aliento y esperando ver llegar a sus perseguidores. Unos gritos distantes llegaron a sus oídos. Con el rostro contra la madera congelada, miró por una rendija.

Nada salvo la oscuridad se veía en el sendero… Junto a una nieve suave que no dejaba de caer.

Al final se incorporó, entumecida, y se sacudió la escarcha de las rodillas. Se dio la vuelta.

Lo primero que vio fue el Ojo.

Incarceron la miraba desde el techo, con su curioso escrutinio tan característico. Y debajo del Ojo, en el suelo, había cajas.

Supo qué eran en cuanto las vio.

Una montaña de ataúdes, toscamente fabricados y que apestaban a desinfectante. Alrededor había apiladas muchas astillas para prender fuego.

Dejó de respirar, se cubrió la nariz y la boca con el brazo, ahogando un grito de terror.

¡La peste!

Eso lo explicaba todo; la gente que caía, el cohibido silencio generalizado, la desesperación por que la magia de Rix fuera auténtica.

Retrocedió a trompicones, sollozó de miedo, agarró un puñado de nieve y se frotó las manos, la cara, la boca y la nariz. ¿La habría contraído? ¿Habría entrado en su cuerpo a través de la respiración? ¡Dios mío! ¡¿Había tocado a alguien?!

Sin aliento, se dio la vuelta, dispuesta a echar a correr.

Y vio a Rix.

Se tambaleaba hacia ella.

—No hay salida —jadeó—. ¿Podemos escondernos aquí?

—¡No! —Lo agarró por el brazo—. ¡Es un pueblo apestado! Tenemos que salir de aquí.

—¡Claro, eso es! —Para sorpresa de Attia, el mago se carcajeó aliviado—. Ay, por un momento, bonita, cuando estábamos allí, pensé que había perdido la gracia. Pero si es porque…

—¡Podrían habernos contagiado! ¡Vamos!

Él se encogió de hombros y se dio la vuelta.

Pero en cuanto se halló frente a la oscuridad, paró en seco.

Un caballo salió al trote de entre las sombras humeantes del sendero, un caballo negro como la medianoche, con un jinete alto que lucía un sombrero de tricornio. Llevaba una máscara negra con unas rendijas estrechas para los ojos. Su casaca era larga, y sus botas, flexibles y elegantes. En la mano llevaba un trabuco, con el que en ese momento apuntaba directamente a la cabeza de Rix, con una precisión fruto de la práctica.

Rix se quedó paralizado.

—El Guante —susurró la sombra—. ¡Vamos!

Rix se frotó la cara con una mano negra y después extendió los dedos. Su voz se convirtió en una súplica asustada.

—¿Esto, caballero? No es más que un complemento. Un artilugio para la función. Llevaos lo que queráis de mí, caballero, pero por favor, no…

—Corta el rollo, Encantador. —La voz del jinete sonó divertida y fría a la vez. Attia lo observaba, alerta—. Quiero el Guante auténtico. Ya.

A regañadientes, Rix sacó a cámara lenta un pequeño hatillo negro del bolsillo interior.

—Dáselo a la chica. —La punta del trabuco se desvió ligeramente para apuntarla a ella—. Ella me lo dará. Si hacéis algún movimiento en falso, os mato a los dos.

Attia se sorprendió a sí misma, además de sorprender a los otros dos, con una risa áspera. El hombre enmascarado la miró al instante y ella distinguió sus ojos azules. Entonces dijo:

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