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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (25 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—¿Le dijo para qué necesitaba ese tiempo?

—No. Yo no quise preguntárselo. Pensé que tenía un amante, que estaba engañando a Mateo y que éste debía de sospechar.

—¿Le había pedido antes un favor así?

—Nunca. Ella se mueve libremente sin dar explicaciones a nadie, aunque supongo que seis horas es mucho tiempo, y si Mateo sospechaba algo...

—¿Le preguntó Mateo si había estado con Rosa en ese tiempo?

—No, nadie me preguntó.

—Apuntaré la fecha e investigaré.

—No, Petra, por favor...

La miré a los ojos. Estaba angustiada.

—No haga nada, se lo ruego. Lo más probable es que no tenga nada que ver con la muerte del pobre Juan Luis. Si empieza usted a investigar y hacer preguntas, Rosa en seguida sabrá que yo se lo he contado y eso me costará su amistad.

—¿Por eso no me lo había dicho antes?

Se echó a llorar, me cogió el brazo y lo apretó.

—Petra, se lo suplico, no envenene lo que queda de este grupo. Somos amigos desde hace muchos años y ahora todo se está desmoronando. Busque un modo de hacer las averiguaciones que no me señale. O mejor, no investigue en absoluto, ¿para qué? Si Rosa tiene un amante, ¿cómo puede eso relacionarse con el crimen? Sólo que yo he estado dándole vueltas y no podía callar, no podía...

Había librado una dura batalla en su interior y ahora se arrepentía de su delación. Era lo típico. Si no conseguía tranquilizarla, entraba dentro de lo probable que acudiera a Rosa para confesarle que había hablado conmigo. Intenté aligerar su conciencia.

—Vamos a ver, Malena, le prometo que lo haré con discreción. No la delataré. Volveremos a interrogarlos a todos de manera que la conversación con Rosa quede disimulada.

—Se dará cuenta y me odiará. Total, para nada.

Por primera vez la traté con cierta rudeza.

—Malena, esto no es un juego infantil. Estamos tratando del asesinato de un hombre. Tiene mi palabra de que intentaré ser discreta. ¿De acuerdo?

Tenía mi palabra sobre el intento, no sobre el éxito del mismo, y ella lo sabía perfectamente. Está descrito en los libros de psicología policial, todos los que cuentan detalles quizá sospechosos sobre un amigo se arrepienten inmediatamente. De pronto, la importancia de los datos revelados se les presenta como más que dudosa y sólo desearían dar marcha atrás en el tiempo para poder deshacer su acción. De una cosa estaba segura, desde aquel momento Malena dejaría de mirarme con tan buenos ojos. Se enterara o no Rosa de nuestra conversación, ella empezaría a percibirme como una enemiga de su clan. A lo mejor si había sido tan amable conmigo en los primeros tiempos de la investigación, era debido a la culpabilidad que le acarreaba el estar ocultándome hechos. Pero la cuestión era otra, y simple además. ¿Tenían esos hechos alguna importancia en el caso Espinet? Era imposible aventurar nada por el momento. Una primera ojeada a la situación no mostraba ningún camino abierto con claridad. Rosa Salvia podía tener un amante. Muy bien, ¿y qué? Como había dicho Malena, podíamos organizar un gran escándalo para nada. Sería preferible obrar con cautela.

Cuando le comuniqué todo el asunto a Garzón se quedó callado un momento. Reflexionaba. Por fin soltó:

—No sé a qué estamos esperando para interrogar a Rosa. Puede existir alguna relación.

—De acuerdo, pero si no existe quizá organicemos un buen escándalo. Hay que obrar con precaución.

—¿Desde cuándo anda con tantos miramientos, inspectora?

—¿Le parecen excesivos?

—¿Me da permiso para que le hable con sinceridad?

—Se lo ruego.

—Espero que no lo tome como una falta de respeto, pero el caso es que, desde el principio, vengo observando que se ha dejado influenciar por la elevada clase social de los habitantes de «El Paradís».

—Eso no es cierto.

—Yo creo que sí lo es. Usted misma reconoció que era posible que alguno de los amigos de Espinet, incluso quizá su propia viuda, pudieran estar relacionados de algún modo con su muerte. ¿Y qué hemos hecho al respecto? ¡Ir con pies de plomo y tratarlos a cuerpo de rey como si temiéramos molestarlos!

—¡Se les ha interrogado, hemos ido veinte veces a «El Paradís»!

—¡Muchos de esos interrogatorios han sido como una especie de vida social para usted! Se ha limitado a charlar con la tal Malena y hacerle cucamonas a su niña.

—¡Le he sacado un montón de información! ¡Y gracias a Mateo Salvia y a Jordi Puig supimos que Espinet tenía amantes! Otra cosa es que esos datos no nos hayan llevado a ninguna parte.

—Hemos actuado entre algodones, Petra. Eso es lo que pienso y eso es lo que le digo con la mano en el corazón.

—¡Es usted injusto, Fermín, muy injusto! ¿Cómo habría sido preferible actuar según usted?, ¿obligando a la viuda a que viniera a declarar aun con un ataque de nervios?, ¿dándole dos hostias a Puig por no saber el nombre de la amante de Espinet? Supongo que ésa habría sido su manera de resolverlo.

Bajó la mirada. Se contuvo. Logró componer una figura digna.

—Inspectora Delicado, usted sabe que estoy a sus órdenes y que siempre haré lo que me mande sin rechistar. Dígame cómo debemos llevar el interrogatorio de Rosa Salvia y así se hará. ¿Me da permiso para retirarme?

—Sí, retírese.

—Estaré en mi despacho.

¡Se divertía el muy cabrito, se lo pasaba bomba haciéndose el mártir y el ofendido! ¡Ah, Garzón, me conocía demasiado bien! Sabía que mi talón de Aquiles era de tipo social y ahí había clavado el dardo con siniestra puntería. ¡Me había dejado influenciar por el elevado ambiente social! ¡Casi nada, toda una acusación, y de las más injuriosas! Porque naturalmente no llevaba razón, en ningún momento yo... Pero ¡basta!, me negué a sentirme como quien declara ante un tribunal. Haríamos exactamente lo que yo había pensado hacer. Le pediríamos a todos los amigos de Espinet que nos enseñaran su agenda de la semana anterior al crimen. De este modo quedaría más disimulado nuestro súbito interés por Rosa. Y Garzón que pensara lo que quisiera. Me negaba a comportarme como una mula que entra dando coces antes de saludar. Y si eso hería la fina sensibilidad clasista de mi ayudante, tanto peor para él.

Fui a buscarlo a su cubículo, donde lo encontré sentado mansamente en actitud monacal. Le ordené que empezara inmediatamente a pedir agendas a todo el grupo de «El Paradís».

—¡A la orden, inspectora! —aulló poniéndose en pie.

—¡No hace falta que pegue berridos como un maldito sargento chusquero! Mientras usted hace su parte yo iré a hablar con Rosa Salvia, ¿entendido?

—A la orden, inspectora —repitió en tono más bajo.

Lo odiaba cuando él decidía hacerse odiar. Y yo caía siempre en sus burdas trampas para sacarme de quicio, pero no me veía capaz de ignorarlo.

Pensé que sería mejor presentarme en el despacho de Rosa sin aviso previo. Llegué pasadas las diez. No pude calibrar si se sorprendía por mi visita, ya que una secretaria me hizo esperar.

Me senté en una pequeña sala. Había un montón de revistas de información económica. Las hojeé. Martes, 20 de agosto, ése era el día que había que investigar. ¿Rosa Salvia, la asesina de Espinet? ¿Era ella la amante misteriosa, la instigadora que pagó a Lali y Olivera? Intenté frenar la cascada de suposiciones que se me venía a la mente. Era lo último que debía hacer, embarcarme en filigranas sin base. Empecé a dormitar. Estaba cansada aunque no me diera cuenta. Adopté una postura en la que pudiera disimular el sueño cuando entrara la secretaria. Caí en un duermevela confortable. La entrada de la secretaria me sobresaltó. Había pasado casi una hora.

Rosa me pidió excusas por tan larga espera. Estaba amable y natural.

—¡Vaya, inspectora! ¿Es que hay noticias de la muerte de Juan Luis?

—Nada definitivo.

—¿Han encontrado a Lali y al guardia?

—Aún no. En realidad empezamos un período de recapitulación. Por eso estamos preguntándoles a todos ustedes qué hicieron la semana anterior al asesinato.

—¿A estas alturas somos sospechosos?

—Quitémosle trascendencia. Como le he dicho, sólo se trata de una recapitulación. Usted tiene una agenda, ¿verdad?

—Por supuesto. La agenda es una prolongación de mi vida.

—¿Lo recoge todo en ella?

—Todo lo profesional.

—¿Y lo personal?

—Algunas cosas sí, y otras no.

En el caso de una mujer de mundo como Rosa, acostumbrada a llevar negocios adelante quizá bajo presión, no era significativo que estuviera reaccionando tan bien. Sin embargo, cuando había mencionado su vida personal, estaba segura de haber percibido en ella una mínima mueca de inquietud, quizá una aceleración de las palabras.

—¿Podemos revisar juntas su agenda, por favor?

—¿Ahora mismo?

—Sé que tiene muchas cosas que hacer, pero creo que ahora mismo sería el momento ideal.

Mi ligera vuelta de tuerca, suave pero firme, la cogió bastante desprevenida.

—¡Caramba, inspectora, no creí que la cosa fuera tan grave!

Se había puesto rígida. Por primera vez tuve la seguridad de que habíamos dado con algo importante.

—¿Puede decirle a su secretaria que no le pase llamadas mientras esté yo aquí?

—Desde luego.

Sacó su agenda de un cajón. La abrió y empezó a hojearla buscando la semana que yo le había solicitado.

—¿Me permite?

La cogí de sus manos y busqué yo misma la fecha que me interesaba. En efecto, la tarde del martes aparecía misteriosamente vacía en contraposición a la gran cantidad de citas y anotaciones de otros días. También la mañana del miércoles se veía en blanco.

—¿No trabajó estos dos días, Rosa?

—Déjeme ver...

Alargó el cuello hacia los espacios que yo le mostraba en lo que me pareció una mala representación teatral.

—No, cierto, no trabajé.

—¿Puede decirme el motivo?

—El martes por la tarde fui al ginecólogo y el miércoles por la mañana no me sentía bien y me quedé en casa descansando hasta mediodía.

—Comprendo. ¿A qué fue al ginecólogo, Rosa, se encontraba enferma?

Por primera vez perdió la compostura y elevó la voz.

—No creo que los problemas médicos de los ciudadanos sean asunto de la policía.

—Lo siento, Rosa, pero en este caso sí lo son. ¿Cuánto tiempo permaneció en la consulta del ginecólogo?

—No sé, no me acuerdo. ¿Adónde quiere ir a parar?

Lo lamentaba de verdad. Había sido discreta hasta donde me habían permitido las circunstancias, pero si seguía callando perjudicaría la investigación.

—Rosa, usted le pidió a Malena que cubriera su ausencia de este despacho durante seis horas y quiero saber por qué. No se va de tapadillo a un médico ni se permanecen seis horas en su consulta.

—¿Malena le ha dicho eso?

—No tuvo otro remedio. Es imprescindible que me cuente la verdad. En condiciones normales, poco me importaría dónde hubiera ido usted, pero habiéndose cometido un asesinato sólo una semana después, cualquier ocultación es sospechosa.

Se quedó en silencio. Me miraba como si me viera por primera vez. No reaccionaba. Al fin dijo con toda naturalidad:

—Estuve en el ginecólogo, ya se lo he dicho.

Me cabreé.

—¡Por todos los demonios, no se está seis horas en una visita médica, ni tiene eso nada de clandestino como para pedirle coartada a una amiga!

—Mi ginecóloga pertenece a la clínica Salute. Pregunte allí, ella corroborará que estuve en su consulta.

—¡Sí, pero Malena ha corroborado que usted deseaba desaparecer oficialmente durante ese tiempo! ¿Por qué?

Bajó la cara para que no pudiera ver sus ojos llenos de inquietud. Habló muy bajo.

—Mi marido y yo no podemos tener hijos.

—Eso ya lo sabía.

—Hemos hecho algunos intentos médicos para quedarme embarazada, pero no dieron resultado. Mateo se niega a probar nada más. Pero yo quiero que me hagan unas últimas pruebas. El plan era que no se enterara.

—¿Por qué no se lo contó así a Malena?

—No quería que nadie lo supiera. He dado ante todos la imagen de que la maternidad no me importaba en absoluto.

Montada la coartada, desmantelada la sospecha. Adiós muy buenas. Había desenmascarado a Malena sin ninguna necesidad. Pero allá se las compusieran. Como habría señalado Garzón: «Aquél era un asunto pequeño-burgués que no nos atañía para nada.»

Al salir del despacho de Rosa me percaté de que me dolían las cervicales. Había pasado un mal rato interrogándola. Lo que había contado tenía aspecto verosímil. Bajo la apariencia férrea de una mujer de negocios llena de sentido práctico palpitaban los más primarios instintos de la maternidad. El marido, frívolo y contento con su suerte, no quiere ni oír hablar de más pruebas de fertilidad. Entonces ella acude sola al hospital, pero no quiere que nadie sepa de su debilidad, ni siquiera Malena, a la que pide ayuda como procuradora de coartada. Sí, todo encajaba bastante bien. Sin embargo, cuando se lo conté al subinspector, la versión no le pareció demasiado fiable. Aquella historia de ansias maternales contra viento y marea le parecía de dudosa fiabilidad. Insistió en que corroboráramos la coartada en la clínica Salute. Él, por su parte, había llevado a cabo la comedia que le ordené, tan inútil, sin que por supuesto ningún hallazgo se reflejara en las agendas de los amigos de Espinet. Lo miré a los ojos buscando una reconciliación.

—¿Qué me dice, Fermín, caminamos hacia alguna parte?

—Por lo menos ya tenemos algo que hacer. Proporciona otra sensación, estar parado es terrible.

—Sin embargo, a estas alturas ya no podemos conformarnos con una sensación. Necesitamos hechos palpables.

—No desespere, inspectora. Los hechos aparecerán a nuestra vista en algún recodo impensado, como setas jugosas.

—Muy poético.

—Aunque le advierto que a mí todo eso de las pruebas de embarazo me suena raro. Toda esa coña de la maternidad para que las mujeres se sientan realizadas es un engañabobos.

—¿Y qué me dice de las gatas, las chimpancés, las coyotes del desierto? Todas cuidan hasta la muerte de sus camadas.

—Sí, joder, pero nunca he visto a ninguna coyote que se haga inseminar artificialmente.

—Porque los humanos hemos llegado a un alto nivel de sofisticación que también se traduce en las cosas naturales.

—Pues si tan sofisticados somos, los instintos ya no deberían tener ninguna importancia.

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