Read Sólo tú Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (9 page)

BOOK: Sólo tú
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Esa idea lo atravesó.

Entonces, ¿qué quería?

Pasó por delante de su despacho. El ordenador seguía conectado, porque horas antes no había tenido tiempo de apagarlo, con Amalia prácticamente colgada de su cuello. Entró y se encontró sentado en la silla. Nada más tocar el ratón la pantalla se iluminó.

Quizá hubiera una respuesta de la bloguera.

Quizá lo enviara a la mierda o quizá incluso aceptara su propuesta.

Quizá.

No había nada.

Apagó el ordenador y continuó sentado en la silla.

No supo el tiempo que pasó allí, inmóvil, pero desde luego fue mucho, porque cuando reaccionó, al escuchar la voz de su «invitada», el día hacía ya rato que había empezado a andar.

Capítulo 5

BEATRIZ

 

 

 

Quemaba la última de las fotos del día cuando vio al otro lado del estanque al mendigo que pedía dinero para llenar de gasolina el depósito de su nave espacial.

Él también la había visto a ella.

La foto se retorció sobre sí misma, devorada por la llama que barrió y convirtió en cenizas los rostros de los dos jóvenes de mirada lánguida atrapados en su descolorida superficie de papel. Uno era rubio, el otro, moreno; los dos inocentes, los dos hermosos. Se habían ocultado largo rato antes de que ella pudiera tomarles aquella imagen con el zoom, desconfiados, aún temerosos de mostrar su amor en público, como si los tiempos no hubieran cambiado lo suficiente.

Tal vez no hubiesen cambiado tanto.

Por el momento.

A algunas parejas las veía a menudo, a otras menos, y a otras ya no las recuperaba. En aquellos meses sólo había sorprendido a una formada por dos chicas y a tres formadas por dos chicos. Quizá el Turó Parc, el barrio, no fuera el más idóneo para la libertad.

Las cenizas de la última foto desaparecieron como las de las tres anteriores, y de ellas quedó únicamente el recuerdo.

El mendigo ya estaba allí.

—¿Tienes un euro hoy?

—No, lo siento.

—Pues es una pena. —Hizo un gesto de contrariedad—. La gasolina está subiendo tanto de precio que a este paso...

—Aquí tampoco se está tan mal.

—Pero no es lo mismo.

—Tienes razón: nada como en casa.

Los dos miraron el estanque unos segundos en silencio. Beatriz continuaba sentada en el suelo, en cuclillas. No lo esperaba, pero ya no pudo hacer nada cuando su compañero se arrodilló a su lado. Sólo faltaría que alguien la viera en semejante compañía y se lo contara a su madre. Le daba algo.

—¿Sigues quemando fotos?

—Sí.

—¿Porque el amor está en el aire?

—Ya te lo dije.

Ziberaxes, alias Benigno, pareció olfatearlo.

—Yo no huelo nada.

—El amor no huele.

—Mi novia sí olía, y muy bien.

—¿Tuviste novia?

—En Urko. Era muy bonita.

—¿Qué le pasó?

—Tuve que dejarla para hacer el viaje.

—Cuando vuelvas, te reencontrarás con ella.

—Cuando vuelva habrá pasado mucho tiempo, porque no se mide igual aquí que allí. Ella será muy vieja, se habrá casado y habrá tenido nueve hijos.

—Nueve.

—Es lo que dice la ley. —Pareció cansarse de hablar de su planeta porque señaló la cámara digital que asomaba por el bolsillo trasero de los vaqueros de Beatriz—. ¿Vas a contarme por qué haces fotos y luego las quemas?

—Me gusta.

—¿Y qué sentido tiene?

—Juego a ser bruja —le sonrió con misterio.

—Vamos, dímelo —protestó el mendigo.

Lo hizo.

—Fotografío parejas de enamorados por el parque. Sólo por el parque. Luego las paso al ordenador y las estudio. Aquellas en las que veo que se aman, y que ese amor va a durar, las imprimo y vengo aquí a quemarlas.

—¿Por qué?

—Convierto su esencia en fuego, luego en humo, en eternidad. Es una forma de atrapar su amor y hacerlo eterno.

—¿Sólo aquellas en las que ves que se amarán para siempre?

—Para siempre es un tiempo muy largo, pero digamos que sí.

—Estás loca.

Beatriz se encogió de hombros.

—Soy la presidenta de mi ONG amorosa —dijo.

—Loca de remate.

—Yo no tengo una nave espacial sin gasolina para volver a Urko. —Se sintió mala.

—No sólo es la gasolina. —Bajó la cabeza sin captar la intención de su compañera—. También se me ha estropeado por la falta de uso.

—Eso sí parece grave.

—No lo sabes tú bien. Se necesitan potenciómetros y esas cosas.

—Esas cosas.

—Es una tecnología muy sofisticada.

—¿Me llevarás a Urko cuando esté reparada?

—¿Vendrías? —se sorprendió.

—Sí.

—No te creo.

—Si aparecieran los marcianos ahora mismo, les pediría asilo político.

—Los marcianos no existen, tonta —dijo él expandiendo una sonrisa.

—¿Los urkomanos sí?

—Urkomitas —la rectificó.

—Ah, perdona.

En uno de los bancos próximos había una pareja con las manos entrelazadas, hablando animadamente. En otro, más alejado, una segunda con el chico pasando un brazo por encima de los hombros de la chica, en silencio. Caminando cerca de la salida de la plaza San Gregorio Taumaturgo, una tercera que compartía un helado.

—¿Cómo sabes que se amarán para siempre? —preguntó el mendigo.

—Lo interpreto al ver la foto.

—Pero todos parecen quererse.

—Quererse ahora no significa que la cosa les funcione más adelante.

—¿Y las fotos te revelan eso?

—Por los detalles. Una mirada, un gesto, una mano, una sonrisa. Capturo un momento, pero en una foto lo es todo. Llámalo intuición. Ellos no lo saben pero he sellado su amor, aunque siempre depende de ellos mismos, claro.

—¿Nunca has visto a un chico con otra o a una chica con otro?

—No.

—¿Has tomado fotos hoy?

—Sí.

—¿Puedo verlas?

—No. Si las ves y comentas algo podrías interferir, y además aquí se ven pequeñas. Los detalles se captan en el ordenador. Lo siento.

—¿Cuánto hace que te dedicas a esto?

—Unos meses.

—¿Guardas todas las fotos en el ordenador?

—Todas, las que imprimo y quemo, y las que no. A lo mejor un día hago un libro.

—Tengo que irme —anunció de pronto Ziberaxes, alias Benigno.

Beatriz siguió la dirección de su mirada. Por el otro lado del estanque caminaba uno de los cuidadores del parque. No lo había visto, pero el mendigo debía de haber tenido algún que otro tropezón con él.

En un abrir y cerrar de ojos ya no estaba allí.

Continuó sentada en el suelo.

Extrajo su cámara.

Una, dos, tres, fotografió a las tres parejas: la habladora, la silenciosa y la del helado, sin que ninguno de los seis implicados se diera cuenta.

 

 

Las tres parejas eran muy distintas, y no sólo en lo físico.

La de los habladores era muy expresiva, los dos tenían los ojos brillantes, encendidos, y sus bocas reflejaban parte de lo que sentían. Eran bocas grandes, abiertas y risueñas. Bocas comunicativas. La pareja silenciosa, en cambio, ofrecía un punto de tristeza y amargura, como si una oculta culpa quisiera aflorar en uno de los dos mientras el otro esperaba el veredicto de su corazón. Sus miradas estaban perdidas; sus cuerpos, ligeramente vencidos. Desprendían soledad. La tercera, la que compartía el helado, recuperaba las esencias de la primera. El cucurucho lo sujetaban ambos, primero él, luego ella, con su mano encima. Disfrutaban del hecho de compartir, no del de comer el helado, porque lo importante no era eso, sino degustarlo ambos y mezclarlo en sus gargantas y sus labios con los consiguientes besos.

En la pantalla del ordenador, cada una de las imágenes le comunicó algo distinto.

Desde que había descubierto que jugar al amor era excitante, se sentía mitad bruja mitad juez, en parte espectadora privilegiada de lo cotidiano, en parte intrusa de los secretos ajenos. Todo había comenzado un día de fines de diciembre del año anterior, al estrenar su cámara digital, regalo de Navidad. Fotografió a una pareja por casualidad, sólo porque la ropa de ella le parecía divertida. Caminaban uno al lado del otro, sin rozarse siquiera, hablando distendidamente. Cuando vio la foto ampliada en la pantalla, se dio cuenta de algo que quizá ellos todavía ni sabían: que estaban enamorados. Fue un ramalazo, una sensación, como si un aura celestial los envolviese. Tres días después volvió a encontrárselos, y ahora iban ya de la mano, mirándose tiernamente, besándose con la dulzura de lo extraordinario, el mazazo que acababa de cambiarles la vida. Comprendió que la foto se lo había revelado y que esa imagen tan poderosa ya era eterna. Quemarla era convertirla en energía. Así que empezó a fotografiar parejas, a guardar sus imágenes en el ordenador, y a imprimir y quemar aquellas que le transmitían la misma sensación de la primera.

De las tres de aquel día, la primera y la tercera prometían.

La segunda no.

Era una fotografía sin alma, triste.

Imprimió la de la pareja habladora y la de la pareja del helado. En las dos había un denominador común: era el chico el más luminoso, el más radiante. Una vez leyó que si en una relación el hombre ama más que la mujer, el éxito está asegurado, por ser el hombre, casi siempre, la parte más débil del eslabón sentimental. Las mujeres aman siempre de manera generosa y entregada. Pero son ellos los que deciden, los que se cansan, los que pueden cambiar debido a su instinto.

Desde aquella primera foto, de pronto, de manera harto inesperada, la Beatriz que creía conocer, la que anidaba en sí misma, se le había revelado como una romántica.

Y no le molestaba, al contrario.

No le iba a venir mal al mundo una romántica más.

Aunque ése fuera su secreto.

Terminó de estudiar las fotos y se metió en Internet para echarle una ojeada al blog. No iba a escribir nada, no tenía ganas ni cosa alguna que decir, pero desde que había desatado la polémica en torno al grupo se sentía peleona, y le gustaba ver tanto los mensajes de apoyo como los que la ponían a parir.

Y allí estaba él.

Lo podía esperar todo menos aquello:

«¿Quieres venir a verlos el sábado próximo a Razzmatazz?».

Se quedó perpleja.

Una invitación, y a través de la Red.

—¿Quién eres? —le preguntó a la pantalla del ordenador.

 

 

Se lo dijo a Elisabet mientras ella acababa de secarse el pelo.

—Un pirado me ha invitado a ver el concierto de Brainglobalnoise el sábado en Razzmatazz.

—¿Un pirado? ¿Qué pirado?

—Uno, por Internet.

Su amiga apagó el secador y la observó.

—¿Chateas?

—No. Escribí acerca de ellos en mi blog y uno se puso en plan serio a defenderlos. El resto o me ataca o me apoya, pero éste es diferente.

—¿Y es un tío?

—Creo que sí.

—¿Un tío tío?

—Al menos no parece un descerebrado. Y si me invita... Quiero decir que ya no hay entradas. Lo he mirado. Ha de ser alguien que esté dentro, ya sabes.

—No, no sé. —Elisabet seguía seria—. ¿Irás?

—No.

—¿Por qué?

—¿Estás loca? Si no me gustan.

—Lo digo por él, no por ellos.

—¿Quieres que tenga una cita a ciegas?

—Suena excitante.

—Ni hablar. ¿Tú irías?

—Yo sí.

—¿Y si es un crío de quince años, o peor, un sátiro de cincuenta?

—Tía, que es para ir a un concierto lleno de gente.

—Ya, y te drogan y despiertas en Tailandia a punto de ser subastada ante una pandilla de babosos.

—Ves demasiadas películas. —Elisabet arrugó los labios y levantó las cejas—. Vamos juntas. Dile que somos dos. A mí sí me gustan, ya lo sabes. Mataría por una entrada.

—No.

—¡Venga ya, mujer! ¡Ni siquiera sabía lo de Razzmatazz! ¡De haberlo sabido me habría ido a partirle la cara a quien fuera por pillar una entrada! ¡Es mi oportunidad, y la tuya de hacer algo excitante! ¡Matamos dos pájaros de un tiro! —Sus ojos se agrandaron todavía más—. ¡A lo mejor sí es alguien que está metido en el rollo y luego nos los presenta! ¡Podría conocerlos!

—No te flipes.

—Pero ¿tú has visto a David? —Señaló al cantante del grupo en el póster de la habitación—. ¿No es una monada?

—Una monada que escupe mierda por la boca.

—¡Ay, cállate! —Su amiga puso cara de asco, pero no por lo de la mierda, sino por el desprecio mostrado por ella hacia el oscuro objeto de su deseo—. No sé cómo te aguanto.

—No, soy yo la que no entiende cómo te aguanta a ti.

—Porque soy la voz de tu conciencia, tu otro yo, tu complemento vital —la apuntó con un dedo acusador Elisabet.

—No me fío de esas cosas.

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