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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (9 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Los rodesianos avanzaron hacia Tarzán, con un grito de aliento en sus labios, grito que jamás fue proferido, un grito que se les paralizó en la garganta; pues en aquel momento Tarzán puso un pie sobre el cuerpo de su víctima, levantó su rostro a los cielos y lanzó el extraño y aterrador grito de victoria del simio macho.

El subteniente Von Goss estaba muerto.

Sin echar una mirada a los sobrecogidos soldados, Tarzán saltó de la trinchera y se marchó.

CAPÍTULO V

EL MEDALLÓN DE ORO

El mermado ejército británico en África oriental, tras sufrir graves derrotas a manos de unas fuerzas numéricamente muy superiores, por fin fue reconocido. La ofensiva alemana había sido contrarrestada y los tudescos se retiraban ahora lenta pero inexorablemente por la vía férrea, hacia Tanga. La ruptura de las líneas alemanas siguió a la eliminación de una sección de sus trincheras del flanco izquierdo de soldados por parte de Tarzán y Numa, el león, aquella memorable noche en que el hombre-mono soltó a un hambriento devorador de hombres entre los supersticiosos y aterrados negros. El 2° Regimiento rodesiano tomó posesión inmediatamente de la trinchera abandonada y desde esta posición su fuego de flanco rastrilló las secciones contiguas de la línea alemana, distracción que hizo posible un triunfal ataque nocturno por parte del resto de las fuerzas británicas.

Habían transcurrido semanas. Los alemanes estaban contendiendo tenazmente cada kilómetro de terreno, sin agua y cubierto de espinos, y aferrándose desesperados a sus posiciones a lo largo de la vía férrea. Los oficiales del 2° Regimiento rodesiano no habían vuelto a ver a Tarzán de los Monos desde que matara al subteniente Von Goss y desapareciera hacia el corazón mismo de la posición alemana, y entre ellos los había que creían que le habrían matado dentro de las líneas enemigas.

—Es posible que le hayan matado —afirmó el coronel Capell—, pero estoy seguro de que jamás le capturarían vivo.

No lo habían hecho, y tampoco le habían matado. Tarzán pasó aquellas semanas de modo placentero y provechoso. Reunió una cantidad considerable de información respecto a la disposición y fuerza de las tropas alemanas, sus métodos de guerra y los diversos modos en que un tarmangani solitario podría molestar a un ejército y reducir su moral.

En esos momentos le estimulaba un deseo específico. Había cierta espía alemana a quien deseaba capturar viva y llevar a los británicos. Cuando efectuó su primera visita al cuartel alemán, vio a una mujer joven que entregaba un papel al general, y posteriormente vio a esa misma joven dentro de las líneas británicas, vestida con el uniforme de oficial británico. Las conclusiones resultaban obvias: se trataba de una espía.

Y así, Tarzán merodeó por el cuartel general de los alemanes muchas noches, esperando volver a verla o captar alguna pista de su paradero, y al mismo tiempo utilizó muchos trucos para aterrorizar a los alemanes. Que lo lograba quedaba demostrado a menudo por los fragmentos de conversación que oía sin querer mientras rondaba por los campamentos alemanes. Una noche, mientras yacía oculto en los arbustos cerca del cuartel general de un regimiento, escuchó la conversación de varios oficiales boches. Uno de los hombres refirió las historias contadas por las tropas nativas en relación con su huida precipitada de un león varias semanas atrás y la aparición simultánea en sus trincheras de un gigante blanco, desnudo, que, aseguraban, era algún demonio de la jungla.

—Debía de ser el mismo tipo que saltó al interior del cuartel general del estado mayor y se llevó a Schneider —afirmó uno—. Me pregunto cómo logró identificar a ese pobre comandante. Dicen que la criatura parecía no tener interés más que por Schneider. Tenía a Von Kelter a su alcance, y fácilmente habría podido coger al general mismo; pero hizo caso omiso de todos salvo de Schneider. A él le persiguió por la habitación, le atrapó y se lo llevó. Dios sabe cuál fue su destino.

—El capitán Fritz Schneider tiene una teoría —dijo otro—. Me contó hace tan sólo una semana o dos que él cree que sabe por qué se llevó a su hermano; que fue un caso de confusión de identidad. No estaba seguro de ello hasta que Von Goss resultó muerto, al parecer por la misma criatura, la noche en que el león penetró en las trincheras. Von Goss estaba en compañía de Schneider. Encontraron a uno de los hombres de Schneider con el cuello retorcido la misma noche que se llevó al comandante, y Schneider cree que este diablo va tras él y su mando, que iba tras él aquella noche y se llevó a su hermano por error. Dice que Kraut le contó que, al presentarle el comandante a fräulein Kircher, no bien hubo pronunciado el nombre del primero este hombre salvaje saltó por la ventana y fue por él.

De pronto el pequeño grupo se puso tenso, escuchando.

—¿Qué es eso? —preguntó uno, mirando hacia los arbustos de los que salió un gruñido ahogado cuando Tarzán de los Monos se dio cuenta de que, por error, el autor del horrible crimen en su cabaña aún vivía; que el asesino de su esposa aún no había sido castigado.

Durante un largo minuto los oficiales permanecieron con los nervios tensos, clavados todos los ojos en los arbustos de los que había surgido el siniestro sonido. Todos recordaban recientes desapariciones misteriosas del núcleo de los campamentos, así como de los solitarios puestos avanzados de guardia. Todos pensaban en los silenciosos muertos que habían visto, a los que casi a la vista de sus compañeros había matado una criatura invisible. Pensaban en las señales que aparecían en la garganta de los muertos —efectuadas con garras o con dedos de gigante, no sabrían decirlo— y en los hombros y yugulares donde se habían clavado unos fuertes dientes; y esperaban con la pistola a punto.

Los arbustos se movieron casi imperceptiblemente y un instante después uno de los oficiales, sin previo aviso, disparó hacia ellos; pero Tarzán de los Monos no estaba allí. En el intervalo entre el movimiento de las plantas y el disparo se había fundido en la noche. Diez minutos más tarde rondaba por los límites de esa parte de campamento, donde vivaqueaban los soldados negros de una compañía indígena dirigida por un tal capitán Fritz Schneider. Los hombres estaban tumbados en el suelo, sin tiendas; pero había tiendas montadas para los oficiales. Tarzán se arrastró hacia éstas. Era un trabajo lento y peligroso, ya que los alemanes estaban ahora alerta ante el misterioso enemigo que se introducía furtivamente en sus campamentos a cobrarse su precio por la noche; sin embargo, el hombre-mono pasó por delante de sus centinelas, eludió la vigilancia de la guardia interior y al fin se arrastró hasta la parte trasera de la línea de los oficiales.

Aquí se pegó al suelo cerca de la tienda más próxima y aguzó el oído. En su interior se oía la respiración regular de un hombre dormido; sólo uno. Tarzán se quedó satisfecho. Cortó con su cuchillo las cuerdas que ataban la faldilla posterior y entró. No hizo ningún ruido. Una hoja cayendo suavemente al suelo en un día sin viento no podría ser más silenciosa. Tarzán se dirigió hacia el costado del hombre dormido y se inclinó sobre él. No podía saber, por supuesto, si era Schneider u otro, ya que nunca había visto a Schneider; pero estaba dispuesto a saberlo e incluso a saber más. Con gentileza zarandeó al hombre por el hombro. El hombre se volvió pesadamente y emitió un gutural gruñido.

—¡Silencio! —ordenó el hombre-mono en un susurro—. Silencio… o te mato.

El tudesco abrió los ojos. A la débil luz vio una figura gigantesca inclinada sobre él. Ahora una mano fuerte le agarró el hombro y otra se cerró levemente en torno a su garganta.

—No grites —ordenó Tarzán—. Responde a mis preguntas en susurros. ¿Cómo te llamas?

—Luberg —respondió el oficial. Estaba temblando. La extraña presencia de este gigante desnudo le llenaba de pánico. También él recordaba a los hombres asesinados de forma misteriosa en las tranquilas guardias de los campamentos nocturnos—. ¿Qué quieres?

—¿Dónde está el capitán Fritz Schneider? —preguntó Tarzán—. ¿Cuál es su tienda?

—No está aquí —respondió Luberg—. Ayer le enviaron a Wilhelmstal.

—No te mataré… ahora —dijo el hombre-mono—. Primero iré a ver si me has mentido, y si lo has hecho, tu muerte será de lo más terrible. ¿Sabes cómo murió el comandante Schneider?

Luberg hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Yo sí —prosiguió Tarzán—, y no fue una manera agradable de morir…, ni siquiera para un maldito alemán. Ponte boca abajo y tápate los ojos. No te muevas ni hagas ningún ruido.

El hombre hizo lo que Tarzán le ordenaba y en el instante en que desvió los ojos, Tarzán se deslizó fuera de la tienda. Una hora más tarde se encontraba fuera del campamento alemán y se dirigía hacia la pequeña ciudad de Wilhelmstal, el enclave veraniego del gobierno del África oriental alemana.

Fräulein Bertha Kircher se había perdido. Se sentía humillada y enojada; tardaría mucho en admitir que ella, que se enorgullecía de sus conocimientos de la vida en el bosque, se hallaba perdida en esta pequeña parcela del país entre el Pangani y la vía férrea de Tanga. Sabía que Wilhelinstal se encontraba a unos ochenta kilómetros al sudeste, pero, debido a una combinación de circunstancias adversas, se veía incapaz de determinar qué dirección era la sudeste.

En primer lugar, había partido del cuartel general alemán por una carretera bien señalada por la que viajaban tropas, y convencida de que esa carretera la llevaría hasta Wilheimstal. Más tarde se desvió de esa carretera porque le advirtieron que una patrulla británica había bajado por la orilla oeste del Pangani, lo había cruzado al sur de donde se encontraba ella y aún marchaba sobre la vía férrea en Tonda.

Tras abandonar la carretera se encontró en unos espesos matorrales y como el cielo estaba muy nublado tuvo que recurrir a su brújula, y hasta entonces no descubrió que no la llevaba consigo. Sin embargo, tan segura estaba de sus conocimientos del bosque que prosiguió en la dirección que creía era oeste hasta que hubo recorrido suficiente distancia para estar segura de que, si torcía entonces hacia el sur, podría pasar sana y salva por detrás de la patrulla británica.

Tampoco empezó a albergar ninguna duda hasta mucho después de volver a girar hacia el este, bien al sur, como ella creía, de la patrulla. Era última hora de la tarde y ya debería haber encontrado de nuevo la carretera al sur de Tonda; pero no había ninguna carretera y ahora empezaba a sentir verdadera ansiedad.

Su caballo viajó todo el día sin comer ni beber, se aproximaba la noche y con ella la comprensión de que se hallaba irremediablemente perdida en una región salvaje e impenetrable famosa sobre todo por sus bestias salvajes y moscas tse-tsé. Era enloquecedor saber que no tenía absolutamente ni idea de la dirección en que viajaba, que tal vez se estaba alejando cada vez más de la vía férrea, adentrándose en la lóbrega e imponente región de Pangani; sin embargo era imposible detenerse… tenía que proseguir.

Bertha Kircher no era cobarde, por muchas cosas que fuera; pero cuando la noche empezó a cerrarse en torno a ella no pudo apartar por completo de su mente las imágenes de los terrores que le esperaban durante las largas horas, antes de que el sol disipara la oscuridad estigia —la horrible noche de la jungla— que atrae a todas las criaturas de destrucción que acechan a sus presas.

Justo antes de que anocheciera encontró un claro en la espesura de los matorrales. Había un pequeño grupo de árboles cerca del centro y decidió acampar allí. La hierba era alta y densa, lo que le procuró alimento para su caballo y un lecho para ella, y alrededor de los árboles había madera pequeña más que suficiente para hacer una buena fogata que durara toda la noche. Sacó la silla y la brida de su montura y las dejó al pie de un árbol; luego hizo acercarse a su caballo. Recogió leña menuda y, cuando la oscuridad se hubo aposentado, ya tenía un buen fuego y suficiente leña para que ardiera hasta la mañana siguiente.

De sus alforjas sacó comida fría y de su cantimplora un trago de agua; no podía permitirse más que un pequeño trago pues no sabía cuánto tiempo tardarla en encontrar más. La llenó de tristeza que su pobre caballo tuviera que pasar sin agua, pues incluso las espías alemanas tienen corazón, y ésta era muy joven y muy femenina.

Ahora era noche cerrada. No había luna ni estrellas y la luz de su fogata sólo acentuaba la negrura que se extendía detrás. Veía la hierba alrededor y los troncos de los árboles que se erguían sobre el sólido fondo de noche impenetrable, y más allá de la luz de la fogata no había nada.

La jungla parecía siniestramente tranquila. Muy a lo lejos oía débilmente los estallidos de la artillería pesada; pero no localizaba su dirección. Aguzó el oído hasta que estuvo a punto de que le estallaran los nervios, pero no logró distinguir de dónde procedía el ruido. Y para ella saberlo significaba mucho, pues las líneas de batalla se hallaban al norte, y si pudiera localizar la dirección de los disparos, sabría hacia dónde ir por la mañana.

¡Por la mañana! ¿Viviría para ver otra mañana? Irguió los hombros y se estremeció. Debía borrar esos pensamientos; pero no se borraban. Valiente, tarareó una melodía mientras acercaba su silla de montar al fuego y arrancaba hierba larga para confeccionarse un cómodo asiento sobre el que extendió la manta de la silla. Luego desató un grueso abrigo militar que llevaba atado a la silla y se lo puso, pues el aire ya era fresco.

Se sentó donde podía apoyarse en la silla de montar y se preparó para mantener una vigilia insomne durante toda la noche. En una hora el silencio sólo fue quebrado por los distantes estampidos de las armas y los ruidos bajos que hacía el caballo al comer y luego, posiblemente a más de un kilómetro de distancia, le llegó el retumbar de un rugido de león. La muchacha dio un brinco y puso una mano en el rifle que tenía a su lado. Un leve estremecimiento recorrió su exiguo esqueleto y sintió la piel de gallina en todo su cuerpo.

Una y otra vez se repitió aquel espantoso sonido y estaba más segura cada vez de que se oía más cerca. Localizó la dirección de este sonido aunque no el de la artillería, pues el origen del primero se hallaba mucho más cerca. El león iba en la dirección del viento y por tanto aún no podía percibir el olor de la muchacha, aunque quizá estuviera aproximándose para investigar el resplandor del fuego que, sin duda, podía verse desde una distancia considerable.

Durante otra media hora, llena de miedo, la muchacha permaneció sentada, aguzando ojos y oídos en el negro vacío que se extendía más allá de su pequeña isla de luz. Durante todo ese tiempo el león no volvió a rugir; pero ella tenía constantemente la sensación de que se acercaba con cautela. Una y otra vez se sobresaltaba y se volvía para atisbar en la negrura de detrás de los árboles, detrás de ella, mientras sus nervios destrozados conjuraban el sigiloso paso de unas patas almohadilladas. Sostuvo el rifle entre las rodillas, ahora preparado, temblando de la cabeza a los pies.

BOOK: Tarzán el indómito
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