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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (86 page)

BOOK: Tiempo de cenizas
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—Anna —le dijo Joan a su esposa tan pronto como la comitiva se detuvo—, no puedo soportar la idea de que sufráis el fuego en vuestras carnes. Os suplico por última vez que aceptéis la confesión y os reconciliéis con la Iglesia. Quizá nos concedan el garrote antes del fuego.

Ella le miró con intensidad.

—Prefiero morir con dignidad, Joan. Lo siento, conocéis bien mi parecer. Además, nos condenaron a ser quemados vivos. Pienso que aunque nos humilláramos no nos concederían la gracia del garrote. ¿Queréis darle ese último triunfo a Felip?

Joan suspiró para abrazarla después. Había tratado de persuadirla infinidad de veces en sus conversaciones en la cárcel a través de la grieta de la pared. Aquel había sido su intento postrero. Lo que les esperaba era atroz y sin embargo él tampoco quería suplicarle a su enemigo.

Cuando todo estuvo dispuesto, el inquisidor se acercó junto con Felip a los prisioneros para ofrecerles la última oportunidad de reconciliarse con la Iglesia. Uno a uno fueron aceptando.

—No pecamos por lo que hicimos, ni contra Dios ni contra los hombres —les dijo Anna cuando llegó su turno incluso antes de que el inquisidor pudiera ofrecerle la gracia—. Tenemos la conciencia tranquila.

—Así es —ratificó Joan—. Aceptaremos la confesión, pero no queremos reconciliarnos.

El obispo de Tortosa miró a Joan a los ojos, después a Anna, no dijo nada y fue a darle instrucciones al alguacil. Tampoco Felip habló, aunque observaba a Joan con una sonrisa insolente. El librero no se inmutó; había dejado de importarle aquel individuo.

Los reos se quedaron de pie delante de la pira y uno a uno se apartaron para reconciliarse con la Iglesia junto a dos soldados, un cura, el verdugo y su ayudante, vestidos los últimos de negro y con antifaz. El sacerdote les tomaba su última confesión, pedían perdón y quedaban en paz con la Inquisición. Acto seguido se arrodillaban y el verdugo les quitaba la soga que llevaban al cuello para ponerles una cuerda más fina, hacía un torniquete con ella y los agarrotaba con todas sus fuerzas. El reo se desplomaba y el verdugo continuaba con su labor hasta asegurarse de la muerte de su víctima. Entonces, el cuerpo inerte estaba listo para la hoguera y los soldados lo subían a la grada, donde los dejarían junto a los monigotes de cáñamo que representaban a los condenados ausentes a la espera de que la pira ardiera con plenitud para arrojarlos al fuego.

Después de la confesión, Joan y Anna quedaron frente a frente mirándose a los ojos. Él sujetó la cuerda que ella aún llevaba en el cuello; debía matarla antes de que los ataran al poste y fuese demasiado tarde.

—No permitiré que muráis quemada, Anna —le dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Tengo que evitarlo, debo quitaros la vida ahora mismo.

—No lo hagáis, Joan. —Ella le miraba dulce y contenía el llanto.

—Morid en mis manos y os ahorraré un sufrimiento horrible.

—No, Joan. Quiero estar con vos hasta el último instante. No quiero dejaros solo.

Joan la contempló con ternura. Por mucho que le horrorizase lo que le esperaba a su esposa, no iba a hacer nada contra su voluntad, y supo que aun si ella le hubiera suplicado que pusiese fin a su vida, él habría sido incapaz. Estaban condenados a las llamas.

—¡Dios mío, no puedo! —dijo él, y soltó la soga para abrazarla con un sollozo—. Me falta el valor. Perdonadme.

—Os amo, Joan —dijo ella gozando intensamente del calor del cuerpo de su esposo.

Aquel era su último abrazo.

Los frailes empezaron a cantar el
Miserere mei, Deus
mientras los esposos deseaban que aquel placentero abrazo se hiciera eterno. Sin embargo, fue trágicamente corto. Los soldados lo deshicieron a la fuerza para conducirlos a la pira. Se separaron después de oponer una leve resistencia y ambos anduvieron erguidos y con la cabeza alta hacia su destino. Los soldados los entregaron al verdugo y a su ayudante, quienes se encargaron de hacerles subir a la tarima.

—Atadnos en el mismo poste, os lo suplico —le pidió Joan, a media voz, al que mandaba.

El hombre se quedó mirándole sin responder y el librero notó el brillo de sus ojos bajo el antifaz. En ellos vio la muerte. Aquel individuo acababa de ejecutar con sus propias manos a tres hombres y a cuatro mujeres y, aunque Joan sabía que gozaba de cierta autonomía al disponer la ejecución, dudaba que fuera a mostrar misericordia.

—Y dejad que nuestras manos se toquen —insistió—. Por favor.

El verdugo hizo un imperceptible gesto de afirmación y Joan suspiró aliviado.

—Gracias —le dijo—. Que Dios os bendiga.

Estarían unidos hasta el último segundo. Había temido que los colocaran en postes enfrentados y ver cómo las llamas consumían a su esposa.

Anna le dirigió una última mirada cuando los separaron. A pesar de los años de matrimonio y de aquellas últimas semanas de cautiverio, lo veía aún hermoso. Su barba y cabellos, bien cuidados por lo general, estaban desaliñados, y su tez, pálida a causa del encierro en la oscuridad, pero sus ojos mantenían aquella mirada de gran felino, firme y segura, que sus fuertes cejas y su nariz algo aplastada remarcaban. Después de treinta años continuaba amándole intensamente. El verdugo la ató de cara al mar, cuya línea azul y perfecta podía ver entre los cañaverales aquella tarde de principios de verano. Sentía la dureza del poste en su espalda, pero una vez que terminaron de atarla, comprobó que las cuerdas le permitían una movilidad que aprovechó para buscar las manos de su esposo. Cuando las encontró, primero una y después otra, a los lados del grueso poste, notó un placentero alivio. Sentía el calor de Joan y la caricia de sus manos.

¡Tenía tanto que decirle! Nada nuevo, lo mismo que se habían dicho tantas veces a través del confesionario, la grieta que les había permitido comunicarse los días de cautiverio a través de la pared. Deseaba darle otra vez las gracias, por sus hijos, por aquellos años de felicidad, por su amor. Y por encima de todo, por su valor al tratar de rescatarla. Sabía que Joan moría por ella y aquello la llenaba de una tristeza agridulce. ¡Se había sentido tan feliz en aquellos instantes en los que, corriendo por las oscuras calles de Barcelona y viendo el mar en la noche, habían creído que escaparían de la Inquisición! Joan guardaba silencio y ella tampoco deseaba hablar. ¡Se habían dicho todo aquello tantas veces! Y dejó que sus manos dialogaran con las de Joan acariciándose; aquel delicioso contacto era más elocuente que cualquier palabra.

Desde arriba del entarimado, atado al poste de espaldas a su esposa, Joan contempló a los que esperaban verlos arder y recordó las terribles escenas de la muerte de los Corró. La suya sería peor. Sería como la de Francina, solo que ellos no llevaban bozal. Esta vez no había público; solo los verían morir los eclesiásticos, los soldados y las autoridades.

Sabía que Felip había evitado ponerles bozal porque le traía sin cuidado lo que pudieran gritar. Al contrario, estaba deseando oírlos, y Joan rezó para tener fuerza suficiente y poder reprimir los gritos de dolor. El pelirrojo estaba montado en su caballo a cierta distancia, mirándole sonriente, gozando de su victoria final. Joan le sostuvo la mirada unos instantes y luego la desvió. No desperdiciaría sus últimos momentos con aquel matón. Observó los cuerpos de los ejecutados y los cuatro monigotes de cáñamo apilados en la gradería para ser arrojados a la hoguera y pensó que para ese entonces su propio cuerpo estaría ya envuelto en llamas. Cerró los ojos y se concentró en el contacto suave de las manos de su esposa.

Desde la distancia, el inquisidor dio la orden, el ayudante le pasó al verdugo la antorcha y este recorrió los bordes de la gran pila de leña encendiendo los montones de paja junto a pequeñas ramas secas situadas en lugares estratégicos para que la hoguera prendiese pronto. Los frailes reiniciaron sus cantos lúgubres. Los Serra empezaron a oler el humo y a notar, aún distante, el calor del fuego.

132

Anna olía la madera que se quemaba, oía el crepitar del fuego y notó una gota que resbalaba por sus sienes.

—Será un momento corto —le dijo a su esposo—. Iremos juntos a la otra vida.

—Os amo —murmuró Joan, y ella respondió, con el corazón encogido, que también.

Joan sujetó con fuerza las manos de su mujer y se puso a rezar el padrenuestro a media voz. Anna le acompañó en la oración. No sabía si el sudor era provocado por el creciente calor o por su zozobra. Pedía en silencio que el humo los asfixiara antes de ser alcanzados por las llamas. Sus manos también sudaban y apretaron un poco más las de su esposo, que le correspondió. Pronto las llamas los alcanzarían, solo unos instantes los separaban de la muerte. El calor crecía y costaba respirar. Trató de recordar las caras de sus hijos, de llenar su mente con los momentos felices vividos, pero no lo lograba, una gran angustia la atenazaba. En unos momentos sentiría el fuego en su carne, se acercaba por instantes, y el fin llegaría con un terrible dolor. Se dijo que no gritaría, que iba a aguantar como pudiera, no quería que Joan la oyese.

En aquel momento sonó un gran estampido y Anna vio una multitud aullante que surgía de los cañaverales del lado del mar. Aquellos hombres se cubrían con turbantes, blandían lanzas y espadas y corrían hacia ellos chapoteando en las charcas. Anna comprendió que el ruido procedía de un disparo de arcabuz, pues varios portaban aquellas armas.

Joan escuchó sorprendido la detonación y los aullidos a su espalda al tiempo que notaba que la presión de la mano de Anna disminuía. No podía ver quiénes gritaban. Su extrañeza le hizo detener el rezo y su mirada fue a la expresión estupefacta del verdugo, que se encontraba a pocos pasos. El hombre dejó caer al suelo la antorcha encendida que aún sostenía.

—¡Sarracenos! —exclamó el sicario—. ¡Que Dios nos proteja!

Y dándose la vuelta se puso a correr en dirección opuesta al mar, hacia los que presenciaban la ejecución. De inmediato, su ayudante le imitó y lo mismo hicieron los que aguardaban en la gradería para arrojar los cadáveres a las llamas. Los frailes dejaron de cantar mientras los soldados se agrupaban alrededor del capitán, que los situó cubriendo al gobernador y al resto de las autoridades y funcionarios del Santo Oficio. Sin embargo, su número era menor que de costumbre, solo un pelotón de una veintena de lanceros a pie y seis jinetes, contando al capitán, a dos alguaciles, a Felip y a sus guardaespaldas. Los arcabuceros, los ballesteros y el resto de la tropa se habían quedado en la ciudad para contener a la multitud.

Joan veía las espaldas de los sarracenos, que una vez rebasada la pira detuvieron su carrera para continuar avanzando, al paso, hacia los soldados; vestían al estilo musulmán e iban armados con espadas, lanzas, un buen número de arcabuces con mechas encendidas y ballestas.

Las llamas prendían ya en la leña a sus pies y se dijo que aquel insólito suceso no cambiaría su destino, aquellos hombres buscaban saquear y les era indiferente que ellos muriesen en la hoguera. Sin embargo, de pronto el corazón le dio un vuelco. La escena le era extrañamente familiar. ¿A qué le recordaba? Le vinieron a la mente las trágicas imágenes del asalto a su aldea en el que su padre murió y los piratas secuestraron a su madre y su hermana. Y después rememoró cuando el almirante Vilamarí le obligaba a él, años después, a vestirse de sarraceno y participar en ataques y saqueos a villorrios semejantes al suyo en la costa de Sicilia. ¿Serían aquellos verdaderos sarracenos o…? No se atrevía a concebir tan absurda esperanza.

Podía ver las llamas elevándose frente a él y cómo una cortina de aire ardiente y humo borraba las imágenes de los soldados, que se habían situado en posición de guardia para defenderse de los sarracenos. Entonces notó la madera moviéndose y el crujir de la tarima del lado de Anna.

—¡Miquel! —exclamó su esposa.

—Buenas tardes,
signora
Anna —respondió una voz familiar.

Un instante después, Joan vio al sarraceno que se había encaramado a la pira a sus espaldas y que, con unos hábiles tajos de daga, los libraba de sus ataduras. Llevaba turbante, tendría unos sesenta años, una gran cicatriz cruzaba su cara, cojeaba y se movía con dificultad.

—¿Don Michelotto? —inquirió Joan.

—No es momento de saludos —repuso el hombre—. ¡Salgamos de aquí!

Las llamas y el humo los rodeaban, faltaba el aire y el calor sofocaba. Anna empezó a toser. Joan vio un extremo donde el fuego no había prendido aún del todo y, cogiendo a Anna del brazo, la encaminó en aquella dirección. Ella saltó primero y cayó entre unas ramas que empezaban a arder y de inmediato la siguieron Joan y el sarraceno. Los maderos estaban en llamas, la caída los llenó de magulladuras y el fuego prendió en los extremos de los largos sambenitos que el matrimonio vestía.

—¡Corred! —le dijo Joan a su esposa mientras las llamas devoraban su vestido con rapidez.

Y tirando de ella la condujo hasta una de las charcas, a la que se lanzaron. Las fétidas aguas les proporcionaron un alivio indecible y, libres del fuego, los Serra se abrazaron sin poder creer aún lo que estaba ocurriendo.

El fiscal de la Inquisición maldijo al ver que los piratas superaban en número a sus soldados al tiempo que trataba de comprender qué ocurría. Aquello era muy extraño. ¿Qué buscaban aquellos hombres en aquel descampado? No había nada que robar y le parecía absurdo que en lugar de caer sobre civiles indefensos, tal como acostumbraban, los piratas, aun superándoles en número, atacaran a un grupo armado.

Los sarracenos, una vez sobrepasada la hoguera, dejaron de correr para continuar acercándose al paso. Felip maldijo de nuevo. ¿Qué ocurría en realidad? Las llamas crecían y sin embargo pudo ver desde su montura cómo uno de aquellos individuos se encaramaba a la pira.

—¡Los están liberando! —rugió.

La rabia hizo enrojecer su carnosa cara mientras sus ojos inyectados en sangre contemplaban incrédulos cómo Joan y Anna saltaban entre las llamas escapando a la muerte.

—¡Los condenados escapan! —gritó a la tropa—. ¡Al ataque!

Pero los soldados continuaron protegiéndose con las lanzas y escudos sin moverse. Entonces, Felip, lleno de coraje, desenvainó la espada, la alzó con gesto de mando, miró a los ojos a sus dos guardaespaldas y a los alguaciles de la Inquisición, que también iban montados, y les dijo:

—Van a pie. Será fácil capturar de nuevo a esos herejes. —Y sin esperar respuesta ordenó—: ¡Seguidme! ¡Por la Santa Inquisición!

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