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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (22 page)

BOOK: Tierra sagrada
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Capítulo 7

Si Los Ángeles tuviera corazón, se dijo Erica, sería Olvera Street.

Mientras caminaba por la galería de una manzana de longitud, se sintió inundada de alegría al contemplar la calle pavimentada de colores, donde los vendedores ambulantes vendían títeres, artículos de piel, jarapas, sombreros mexicanos, estatuillas de santos y comida mexicana autentica al son de una banda de mariachis que interpretaba una animada versión de
La Guantanamera
. Erica acababa de almorzar un relleno de chili en el pintoresco patio de un restaurante que a uno le hacía olvidar que se hallaba en medio de una metrópolis de cinco millones de habitantes.

En el camino de regreso de la misión de san Gabriel había decidido, movida por un impulso, salir de la autopista. No sabía por qué, sólo que necesitaba pensar. La visita había sido infructuosa; aunque la misión conservaba archivos que se remontaban hasta 1771, año de su fundación, no encontró en ellos mención alguna de que los indios o los padres hubieran lubricado alguna vez objetos como el que había encontrado aquella mañana en la cueva y para el que había esperado encontrar una explicación en la misión. Ahora paseaba contenta entre turistas y residentes que visitaban los lugares históricos que formaban parte del alma oculta y romántica de Los Ángeles. La iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, construida en 1818 por obreros indios que transportaron los troncos para las vigas desde los montes de San Gabriel y en la que los domingos por la mañana se celebraban los quinceañeros, las fiestas que marcaban el inicio de la madurez de las muchachas de quince años, una importante celebración que, según se creía, tenía su origen en ritos indios y que la Iglesia católica pretendía eliminar. La Sepúlveda House, una hermosa mansión victoriana erigida en 1887. La Pelanconi House, levantada en 1855, el primer edificio de ladrillo de Los Ángeles. Y por supuesto el Avila Adobe, al parecer uno de los edificios más antiguos de Los Ángeles, construido 1818, treinta y siete años después de la fundación de la ciudad. Erica estaba convencida de que todas aquellas edificaciones vibraban de pasión historias pasadas.

Al llegar a la plaza bañada por el sol, que más bien era un parque de estilo mexicano coronado por un enorme árbol se alegró de haber dejado la autopista en el último momento. La soledad tenía sus ventajas, pero en ocasiones, el alma anhelaba encontrarse en espacios concurridos. Todos los bancos estaban ocupados por turistas que descansaban los doloridos pies o residentes con nariz metida entre las páginas de
Los Ángeles Times
o
La Opinión
.

Y entonces vio a los fantasmas, personas transparentes con ropas antiguas, caballos, carretas, perros sarnosos, destartalados edificios de adobe, aceras de madera… Erica estaba acostumbrada a ver fantasmas, incluso en el centro de Los Ángeles en pleno día. Los muertos siempre estaban ahí; la arqueología lo demostraba. Vio a mujeres con parasoles, un hombre estevado con placa de sheriff, tramperos a caballo y hombres duros en busca de un bar. La gente creía que hoy en día Los Ángeles era una ciudad salvaje, pero deberían haberla visto ciento cincuenta años antes. Aquí se encontraba la terminal del Salvaje Oeste.

Vio a una joven pareja actual de hispanos abrazados por la cintura, con las cabezas muy juntas y aspecto de hallarse en plena luna de miel. Erica nunca había pensado en Los Ángeles como lugar para pasar la luna de miel, pero la Plaza, con su aire del Viejo México, las flores, la música, la buena comida, la gente disfrazada y el ambiente alegre parecía el sitio idóneo para dos personas enamoradas.

En aquel instante vio a un camarero asiático con delantal manchado apoyado contra una farola y leyendo la edición matinal del Times. Emerald Hills volvía a ocupar la primera página, esta vez con la palabra «embrujado» en el titular. Un periódico sensacionalista de la ciudad había desenterrado viejas historias sobre la hermana Sarah y algunos de los extraños sucesos acaecidos en el «Cañón de fantasmas». La hermana Sarah había llegado a declarar que decidió construir su «Iglesia de los espíritus» en aquel lugar después de que se le apareciera una «mujer envuelta en una túnica». Erica sospechaba que dicha aparición tenía mucho más de teatral que de real. No obstante, el artículo desencadenó una epidemia de «avistamientos» en la cueva, y los trabajadores afirmaban experimentar sensaciones sobrecogedoras en el lugar.

Otra noticia sensacional acaparaba la atención de la prensa. Tras encontrar el relicario con los restos de san Francisco, Erica se puso en contacto con el Vaticano. Allí le comunicaron que había llegado a California en 1772 y se le dio por desaparecido de la misión en 1775, junto con un tal hermano Felipe, que desapareció asimismo sin dejar rastro y de quien se sospechó que había muerto devorado por los osos pardos. Erica se preguntó por qué un fraile franciscano enterraría los huesos de san Francisco en una cueva tan alejada de su hogar. Y una cueva india, para colmo.

El Vaticano envió sin demora a un representante. A Erica no le extrañó la rápida reacción de Roma. No se debía a que el relicario tuviera demasiada importancia en sí mismo, pues había miles de ellos en todo el mundo, ni incluso a que san Francisco fuera un santo de tanto relieve, sino a que era una cuestión política. Fray Junípero Serra había sido beatificado, el primer paso hacia la santidad, pero muchos sectores se oponían a la canonización, convirtiéndola en un tema escabroso. Cada vez salían a la luz más detalles del trato que los frailes misioneros habían dispensado a los indios, y la Iglesia católica afrontaba duras críticas. El hallazgo de los huesos de un santo enterrados junto a los de una india daba mucho que hablar.

Si bien el relicario estaba de camino a Roma, había sido objeto de tanta atención mediática que la gente hacía cola junto a la valla de seguridad de Emerald Hills con la esperanza de que les franquearan el paso y así pudieran ir a rezar al lugar donde habían estado enterrados los huesos de san Francisco. Familias con hijos enfermos o seres queridos confinados en sillas de ruedas rezaban el rosario mientras esperaban. Los hispanos afirmaban que la Primera Madre hacía referencia a una aparición de la Virgen María en la cueva, a consecuencia de lo cual, los medios de comunicación la equipararon con la gruta de Lourdes. Una fotografía aparecida en los periódicos, en la que se veía el plástico transparente que ahora protegía el esqueleto y la pesada verja de hierro que guardaba la entrada de la cueva, confería al lugar un cariz de misterio religioso, pues en verdad parecía lugar proclive a los milagros.

Aquella mañana, mientras se alejaba de la excavación, Erica había visto en el cruce de la carretera secundaria con la autopista litoral del Pacífico a unos policías deteniendo a dos jóvenes que por lo visto, habían tendido una pancarta sobre la carretera en la que se anunciaba: Excavación de Emerald Hills, 5 dólares por persona. No pudo contener una sonrisa: desde luego, los habitantes de los Ángeles eran cuando menos emprendedores.

Obligándose a regresar al mundo moderno que pasaba junto a ella como una exhalación en zapatos de tacón y mocasines de dos colores, Erica sacó del bolso una bolsita de tela y vació su contenido sobre la palma de la alano. Era un crucifijo muy sencillo de hojalata en el que se veía una fecha: Anno Domini 1781.

—Tal vez conmemore un acontecimiento especial —sugirió el sacerdote de la misión cuando Erica le explicó que el crucifijo había sido enterrado, con gran cuidado y deferencia en un hoyo ribeteado de flores—. Un nacimiento, quizás.

—¿Un nacimiento? Pero ¿de quién?

—¿Dónde nació usted, doctora Tyler? Quiero decir que parece apasionarla mucho la historia de California, así que he pensado que tal vez nació aquí.

La pregunta la sorprendió, al igual que el hecho de que Jared fuera observador. Por un instante la halagó la posibilidad de que éste sintiera curiosidad por ella, pero luego se dijo que no era un interés amistoso lo que lo envolvía, sino que la estaba estudiando, como ella lo había estudiado a él. ¿No es eso lo que hacen los adversarios, buscar los puntos fuertes y las debilidades del otro?

—Soy de San Francisco.

La respuesta oficial, pues eso indicaba su partida de nacimiento. La verdad resultaba un poco más difícil de explicar.

—¿Así que te llamas Erica? —preguntó la amable trabajadora social—. ¿Y no tienes apellido? Bueno, Erica, ¿puedes decirme si el hombre que te ha traído es tu papá?

—No creo —respondió Erica.

Sólo tenía cinco años, pero entonces ya reconocía la perplejidad en el rostro de un adulto.

—¿Cómo que no crees?

—Tengo muchos papás.

La trabajadora social anotó algo mientras Erica contemplaba fascinada las largas uñas esmaltadas de un bonito color y el anillo de oro que refulgía en el dedo de la señora.

—Y la mujer a la que han traído contigo, ¿era tu mamá? —preguntó antes de añadir a toda prisa—: Quiero decir que si es tu mamá.

Porque aún no habían dicho a Erica que la mujer había muerto en urgencias.

La voz de Jared interrumpió sus pensamientos.

—¿Y su familia sigue en San Francisco?

—No tengo familia —confesó por fin—. Estoy sola.

No era una mentira, pues lo cierto era que no lo sabía.

—¿Ha habido suerte? —preguntó la bondadosa trabajadora social más tarde en otra sala.

—Estaba en lo cierto —repuso el hombre calvo sin darse cuenta de que Erica lo escuchaba todo—. Tenía la sensación de que la niña venía de una de las comunas hippies, por la mujer que ha sufrido una sobredosis, y la forma en que iba vestido el hombre. Bueno, he localizado la comuna. Parece que la niña ha sido abandonada. Dicen que la madre se largó con un motero. En cuanto al padre biológico…, la madre llegó a la comuna ya embarazada y tuvo a la niña allí. Nunca habló del padre; no creo que estuviera casada.

—¿Has averiguado el nombre de la madre?

—Se hacía llamar Rayo de Luna, es lo único que he descubierto. No creo que consigas encontrarlos a ella ni al padre. Dudo que estuvieran casados siquiera. Lo más probable es que la niña no tenga ni partida de nacimiento.

—Le he preparado una. Hemos puesto San Francisco como lugar de nacimiento.

—¿Y ahora qué?

—Bueno, será difícil que la adopten con cinco años.

—¿Tú crees? Algunas parejas quieren niños mayores, sobre todo una niña tan mona como ésta.

—Si, pero tiene algo extraño…

El hecho de crecer sabiendo que su madre la había abandonado, errando de una familia de acogida a otra, de una trabajadora social a otra, impulsó a Erica a refugiarse en la fantasía. Las historias se convirtieron en su tabla de salvación, la ficción era su cordura.

En cuarto curso fantaseaba sobre un hombre apuesto vestido de militar que entraba en la clase con paso firme. «Soy el general McIntyre y vengo del campo de batalla para llevar a mi hija a casa». Se abrazarían delante de todos aquellos niños, de Ashley, Jessica y Tiffany, las barracudas de la escuela elemental de Campbell Street, y saldrían cogidos de la mano, Erica cargada de juguetes nuevos. En quinto se veía tendida en una cama de hospital tras una operación de cerebro, al borde de la muerte porque necesitaba una transfusión de sangre que sólo un pariente cercano podía donarle, y sus padres acudían presurosos, diciendo que llevaban mucho tiempo buscándola y que habían visto su foto en el periódico bajo el titular: «¿Puede alguien ayudar a esta niña?». Eran muy ricos y donaban dinero para construir un ala nueva que recibiría el nombre de su hija.

En sexto, Erica empezó un álbum de familia con fotografías de otras personas. Debajo pegaba etiquetas que decían: «Mamá y yo en la playa» o «Papá enseñándome a montar en bicicleta». En séptimo, cuando la pubertad confirió cierto sentido de urgencia, a su vida, empezó a llamar con regularidad a los servicios de menores para saber si su madre se había puesto en contacto con ellos.

Las trabajadoras sociales llegaban y desaparecían, los hogares de acogida cambiaban, así como las escuelas y los barrios. Erica se sentía como una bola en una máquina del millón, rebotando contra timbres y palancas sin detenerse jamás. Se convirtió en una joven fuerte, imaginativa, afable. Algunos hogares de acogida estaban llenos de delincuentes juveniles, pero Erica sobrevivía a todo porque sus historias gustaban. Fingía leer la mano e interpretar los posos de té, y siempre auguraba futuros felices. Pero nunca dejó de creer que sus padres irían a buscarla.

Volvió a examinar el crucifijo que yacía en la palma de su mano y pensó de nuevo si conmemoraría un nacimiento. ¿El nacimiento de quién? Y entonces, mientras paseaba la mirada por los edificios restaurados y se preguntaba qué la había impulsado a ir allí, vio una placa de bronce que rezaba: Monumento histórico al pueblo de Los Ángeles, 1781, d. C. Sintió un estremecimiento de emoción.

El crucifijo no conmemoraba el nacimiento de una persona, sino de un lugar…

Capítulo 8

Angela

1781 d. C.

¿Qué clase de lugar era aquel para fundar un asentamiento?, pensó el capitán Lorenzo de Castro, huraño. El río se encontraba a varias leguas, no había puerto ni defensas naturales a lo largo de la orilla. Todas las grandes ciudades del mundo se erigían a orillas de ríos o puertos defendibles. En cambio, aquel lugar estaba dejado de la mano de Dios.

El capitán De Castro sabía que el gobernador Neve había elegido adrede aquella zona para fundar su nuevo pueblo. No importaba que careciera de puerto y río navegable. Los colonos cultivarían y criarían ganado, y esa llanura humeante serviría a tal propósito a las mil maravillas. Lorenzo consideraba que Neve exhibía una expresión muy satisfecha, lo que no era de extrañar, pues había cumplido la misión de fundar dos asentamientos en Alta California, uno en el norte y otro en el sur, el primero bautizado en honor de san Francisco y el segundo, de la Virgen María.

Dios mío, pensó el capitán, desaprobador. ¡Mira que bautizar el pueblo con el nombre del río, que a su vez debía su nombre a una capilla de la lejana Italia! Era un nombre grandioso, tan complicado que no podía pronunciarse con la boca llena, de eso no cabía la menor duda. El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles del Río de Porciúncula. La gente ya empezaba a burlarse. Se reían y decían que lo de Porciúncula era una ironía, pues significaba «pedacito» y ¿no era eso lo que les otorgaba el gobierno por establecerse allí? ¿Y qué significaba lo de Los Ángeles?

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