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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (6 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—Tu madre dice que Anácrites te hará sentar la cabeza.

—Y yo digo que puede meterse en una catapulta y lanzarse al otro lado del Tíber.

Lenia rió. Su alegría contenía una nota de burla. Sabía la influencia que mi madre tenía sobre mí, o al menos eso pensaba.

Llegué arriba jadeante, pues había perdido la práctica de aquella ascensión. Petronio se asombró al verme a mí solo. En cierto modo, suponía que, después de poner un anuncio sorprendente y atractivo en el Foro, el apartamento estaría abarrotado de elegantes clientes que acudirían en busca de su ayuda para resolver misterios llenos de intriga. De momento, no había aparecido ninguno.

—¿Pusiste la dirección?

—No me hagas reír, Falco.

—¿Sí o no?

—Claro que sí.

El apartamento se veía más pequeño y cochambroso que nunca. Tenía dos habitaciones, una para dormir y otra para todo lo demás, y un balcón. Tenía lo que Esmaracto llamaba una vista al río. Eso era cierto, si estabas dispuesto a sentarte con una torsión permanente en su precaria repisa. Había espacio suficiente para poner un banco y sentarte allí con una chica, pero no era aconsejable moverse mucho, ya que los puntales que sostenían el balcón podían ceder en cualquier momento.

Las únicas cosas que pensé que merecía la pena llevarme cuando Helena y yo nos mudamos al otro lado de la calle fueron mi cama, un tríptico antiguo que Helena me había regalado y nuestros enseres de cocina (que no eran precisamente de categoría imperial). Eso significaba que no había sitio para dormir, pero Petro se había preparado un lecho en el suelo con una especie de colchón que seguramente conservaba de nuestro paso por el ejército. De los clavos de la pared que yo había puesto mientras vivía allí colgaban prendas de ropa. En un taburete situado con pedantería en un rincón había colocado sus objetos de aseo personal: un peine, un mondadientes, una estrigila y un frasco de aceite para el baño.

En la habitación exterior poco había cambiado. Había una mesa, un banco, un pequeño hornillo de ladrillos y un cubo para la basura. En la mesa había un tazón de barro rojo con la jarra a juego, una cuchara y un cuchillo. Petronio, mucho más organizado de lo que yo lo fui nunca, había comprado una hogaza de pan, huevos, legumbres secas, sal, piñones, aceitunas, una lechuga y una pequeña colección de pastelillos de sésamo. Era muy goloso.

—Pasa, pasa. Mira, Marco, hijo mío. Esto es igual que en los viejos tiempos. —Mi corazón se entristeció. Yo sentía nostalgia de la libertad de los viejos tiempos, de las mujeres, las borracheras, la irresponsabilidad y la negligencia. La nostalgia estaba bien, pero eso era todo. Las personas seguían adelante. Si Petronio quería volver a ser un muchacho, ya se las apañaría. Yo había aprendido a disfrutar de las sábanas limpias y las comidas regulares.

—Tienes práctica en lo de acampar, veo. —Me pregunté lo que tardaría en cansarse de la novedad.

—No es necesario vivir en medio de la mugre como tú hacías.

—Mi vida de soltero era completamente respetable. —Tenía que serlo. Me pasé casi todo el tiempo intentando atraer a mujeres a mi apartamento con grandes embustes sobre sus increíbles comodidades. Todas sabían que mentía, pero esperaban un cierto nivel. Y además, todas sabían que desde que me fui de casa, mi madre cuidaba de mí—. Mi madre metió miedo en el cuerpo a todas las cucarachas y desde la llegada de Helena, ella también contribuyó.

—He tenido que barrer debajo del banco de la cocina.

—No seas un viejo quejica. Ese sitio nunca lo barre nadie.

Petronio Longo se desperezó. Tocó el techo y soltó una maldición. Le recordé que, de haberlo hecho en el dormitorio, hubiera atravesado el tejado, haciendo caer algunas de las tejas y matando a gente de la calle, lo cual haría que sus familiares le pusieran un pleito. Antes de que pudiera empezar a criticarme por elegir aquel apartamento, dije:

—Acabo de ver un lamentable olvido por parte del nuevo ocupante: no hay ánfora.

Una expresión sombría cruzó su rostro. Advertí que todo su vino debía de estar en la casa que aún habitaba Silvia. Ella sabía lo que significaba privarle de aquello. Si sus desavenencias seguían con la misma dureza, Petronio podía despedirse de su espléndida colección de vino de diez años. Se le veía desolado. Por fortuna, todavía quedaba media ánfora de las mías escondida bajo las tablas del suelo. La saqué al momento y le dije que viniera a sentarse al balcón, bajo el sol del atardecer, y que se olvidara de su tragedia.

Yo todavía tenía la intención de ir a casa, a cenar con Helena, pero animar a Petro me tomó más tiempo de lo previsto. Estaba realmente deprimido, echaba de menos a sus hijas. Y aún echaba más de menos a los vigiles. Estaba furioso con su mujer, pero se sentía incapaz de ir a despotricar ante ella porque Silvia no quería ni verle. Además empezaba a albergar dudas acerca de trabajar conmigo. La incertidumbre que rodeaba su futuro había empezado a carcomerlo, por lo que en vez de estar lleno de grandes expectativas en su nueva vida, cada vez estaba más triste.

Le dejé que tomara la iniciativa de servir el vino y desempeñó la función con gran desenvoltura. Rápidamente bebimos suficiente para empezar a discutir de nuevo sobre la mano mutilada. Y luego no nos quedó otra cosa que lamentarnos del estado de la sociedad, la brutalidad de la ciudad, la dureza de la vida y la crueldad de las mujeres.

—La crueldad de las mujeres, ¿qué tiene que ver con todo esto? —pregunté—. Fúsculo dice que, probablemente, la mano es de mujer, por lo que se la debió cortar un hombre furioso.

—No seas quisquilloso. —Petro tenía muchas teorías acerca de la brutalidad de las mujeres y, cuando se lo permitían, hablaba de ellas durante horas.

Cambié de tema y le conté el fracaso de mis investigaciones en el Atrio de la Libertad.

—Así que ya ves, Petro. Hay una pobre zorra muerta, muerta y sin enterrar. La han cortado como si fuera un asado de carne y luego la han tirado al agua.

—Tenemos que hacer algo. —Era la declaración impulsiva de un hombre que se había olvidado de comer, aunque recordaba para qué servía un vaso de vino.

—¿Por ejemplo?

—Averiguar más cosas de ese cadáver. Como, por ejemplo, dónde está.

—Quién sabe. —La cabeza me daba más vueltas de lo que mi conciencia deseaba.

No me apetecía en absoluto bajar las escaleras de los seis pisos y cruzar la calle para llegar a casa y ver a Helena.

—Alguien lo sabe. Alguien lo hizo. Ahora se está riendo. Cree que se ha salido con la suya.

—De momento, se ha salido con la suya.

—No seas pesimista, Falco.

—Soy realista.

—Tenemos que encontrarlo.

Lo que en aquellos momentos quedó claro fue que íbamos a seguir bebiendo hasta emborracharnos.

—Búscalo tú. —Intenté ponerme en pie—. Yo tengo que ir a ver a mi mujer y a mi hija.

—Sí —Petronio se sintió magnánimo, con todo el desesperante sacrificio de su nueva tristeza y la considerable borrachera—. No me importa. La vida tiene que seguir adelante. Ve a ver a Julia y a Helena, hijo mío. Una niña encantadora, una mujer encantadora. Eres un hombre de suerte, amigo. Un hombre encantador…

No podía dejarlo y me senté de nuevo.

En la cabeza de mi viejo amigo se sucedían los pensamientos, girando y girando como si fueran planetas desequilibrados.

—Se nos ha dado esa mano porque nosotros somos tipos capaces de resolver este misterio.

—Se nos dio porque, como unos estúpidos, preguntamos qué era.

—Sí, es exactamente eso. Hicimos esa pregunta, éste es el quid de la cuestión, Marco Didio: estar en el sitio oportuno y formular la pregunta adecuada. Y también querer respuestas. He aquí unas preguntas más: ¿cuántos trozos más de cuerpos flotan como gambas en el suministro de agua de la ciudad?

—¿Cuántos más? —repetí.

—¿Cuánto tiempo llevan allí?

—¿Quién coordinará la búsqueda de las restantes partes de éste?

—Nadie.

—Bien, pues empezaremos por el otro extremo del rompecabezas. ¿Cómo localizas a una persona desaparecida en una ciudad que nunca ha tenido un dispositivo para encontrar almas perdidas?

—Cuando todos los departamentos de la administración dan carpetazo a esos casos…

—Si una persona ha sido asesinada y el hecho ha ocurrido en un sitio distinto del que fue encontrado la mano, ¿quién debe responsabilizarse de la investigación del crimen?

—Sólo nosotros, si somos tan estúpidos como para querer hacerlo.

—¿Quién se molestará en preguntarnos? —quise saber.

—Sólo un amigo o familiar de la fallecida.

—Tal vez no tuviera amigos ni nadie que se preocupase por su paradero.

—Una prostituta.

—O una esclava que se dio a la fuga.

—¿Un gladiador?

—No. Tienen unos preparadores que quieren proteger su inversión. Esos cabrones siguen el rastro de todos los hombres que desaparecen. Un actor o una actriz, quizá.

—Un extranjero de visita en Roma.

—Puede que haya bastantes personas buscando a familiares desaparecidos —dije con amargura—, pero en una ciudad de un millón de almas, ¿cuáles son las posibilidades de que sepan que hemos encontrado un mitón viejo? Y aun en el caso de que lo supieran, ¿cómo podríamos identificar algo así?

—Pondremos anuncios —decidió Petronio. Era de los que pensaba que la publicidad servía para todo.

—Por Júpiter, no. Recibiríamos miles de respuestas inútiles. Y por cierto, ¿qué anunciaríamos?

—Otras partes del rompecabezas.

—¿Otras partes del cuerpo?

—Tal vez el resto aún esté vivo, Falco.

—Entonces, ¿tenemos que buscar a un manco?

—Si está vivo. Un cadáver no responderá al anuncio.

—Y un asesino tampoco. Estás borracho, Petro.

—Tú también.

—Entonces será mejor que me marche a casa.

Intentó convencerme de que me quedara para que, primero, se me pasara la borrachera. Yo ya había pasado por situaciones muy parecidas y sabía que eso nunca ocurría.

Resultaba extrañísimo encontrar a Petronio Longo actuando como un soltero depravado que quería prolongar la fiesta toda la noche, mientras que yo era el cabeza de familia sobrio buscando una excusa para irme a casa.

VIII

La actividad de bajar corriendo seis pisos tendría que bastar para aclarar una cabeza achispada, pero si no sabes negociar las esquinas acabas lleno de morados. Si sueltas maldiciones para denunciar el daño, puedes atraer atención no deseada.

—¡Falco! ¡Ven! Dime qué tengo que hacer para dejar a Esmaracto.

—No lo dejes, Lenia. Es una plaga y lo que tienes que hacer es derribarlo y saltar encima de él hasta que deje de chillar.

—Pero, ¿y mi dote?

—Ya te lo he dicho. Divórciate de él y la recuperarás.

—Él dice que no.

—Pero también te dijo que si te casabas con él tendrías prosperidad, paz y una vida llena de felicidad. Y eso es mentira, ¿verdad?

—Es una mentira que ni siquiera él intentó nunca colarme, Falco.

Tal vez tendría que haberme quedado en la lavandería para consolar a mi amiga Lenia. En los viejos tiempos me pasaba muchas horas en el cubículo que utilizaba como oficina, bebiendo vino peleón con ella, mientras nos quejábamos de la injusticia y la falta de denarios. En esos momentos, como seguía casada con Esmaracto, había muchas posibilidades de que éste viniera a beber con nosotros, por lo que intenté evitar ese peligro. Además, tenía una casa propia adonde ir cuando los demás dejaban de distraerme.

Lo que yo no sabía era que mi casa había sido invadida por otra plaga: Anácrites.

—Hola, Falco.

—¡Socorro! Pásame una escoba, Helena. Alguien ha dejado aquí una horrible cucaracha. —Anácrites me miraba con una sonrisa tranquila y tolerante. Sabía cómo sacarme de quicio.

—¿Cómo está tu amigo? —me preguntó Helena, inspeccionándome con atención.

Probablemente pensaba que la ocupación de mi apartamento por parte de Petronio en la casa de enfrente alteraría nuestra vida doméstica.

—Se recuperará.

Helena dedujo que eso significaba que estaba mal.

—Hay tortilla de piñones y ensalada de orugas —dijo. Ella ya había cenado y mi plato estaba preparado. Había un poco menos de lo que yo me hubiera servido a mí mismo, la tortilla se había enfriado y, para beber, irónicamente, había agua.

Anácrites me lanzó unas cuantas miradas de anhelo pero estaba claro que él quedaba excluido. Helena no le hacía ningún caso. Lo detestaba tanto como yo, aunque no opinaba sobre su eficiencia o carácter. Helena lo odiaba sólo porque intentó matarme.

Me gustaban las chicas con principios, sobre todo la que pensaba que merecía la pena que siguiera vivo.

—¿Hay alguna posibilidad de que Petronio Longo vuelva a su trabajo? —Anácrites fue directo al grano, a lo que le interesaba decir en aquella visita. Antes de lesionarse la cabeza nunca había sido tan directo. Perdió su astucia social y su elegante y malvada seguridad, pero sus ojos eran tan indignos de confianza como siempre.

—Balbina Milvia es una chica muy guapa —respondí, encogiéndome de hombros.

—¿Crees que el enamoramiento es serio?

—Creo que Petronio no soporta que le digan lo que tiene que hacer.

—Espero que tengamos oportunidad de trabajar juntos tú y yo, Falco.

—Todo el mundo pensaría que tienes miedo de mi madre.

—¿Y no es eso lo que piensan ya? Estoy hablando muy en serio.

Seguí cenando. No estaba dispuesto a bromear sobre mi madre. Helena se sentó en un taburete junto al mío. Entrelazó las manos sobre la mesa y miró a Anácrites airada.

—Creo que tu pregunta ya ha sido contestada. ¿Has venido a alguna otra cosa?

Anácrites se puso nervioso ante aquella hostilidad. Sus ojos gris pálido denotaban incertidumbre. Desde que le golpearon en la cabeza, parecía haberse encogido un poco, tanto física como mentalmente. Resultaba extraño tenerlo allí sentado con nosotros.

Había una época en la que yo sólo veía a Anácrites en su oficina del Palatino. No conoció formalmente a Helena hasta el día en que mi madre lo trajo a nuestra fiesta, por lo que debía de estar preguntándose cómo tratar con ella. Y en cuanto a Helena, antes incluso de que él viniera a nuestra casa, ya había oído muchas historias sobre los problemas que me había causado Anácrites. Ella sí que tenía claro cómo tratarlo.

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