Read Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza Online

Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (29 page)

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La mirada de Wheeler se había adensado e iluminado mientras hablaba, sus ojos me parecieron gotas de moscatel ahora. No era sólo que le gustara perorar, como a cualquier antiguo conferenciante o docente. Era también que la índole de aquellas reflexiones suyas lo encendía por dentro y un poco por fuera, como si la cabeza ardiente de una cerilla le chisporroteara en cada pupila. Él mismo se dio cuenta, cuando se detuvo, de que estaba agitado, y por eso no tuve reparo en enfriarlo con mi respuesta, o en decepcionarlo, la expresión inquieta de la señora Berry —entre los dos escindida— me recordó que mucha excitación dialéctica lo perjudicaba.

—Usted me perdonará, Peter, pero lamento confesarle que no entiendo del todo lo que me está diciendo —le contesté, aprovechando su pausa (que en principio quizá era sólo para tomar aliento) —. No he descansado mucho y debo de estar muy torpe, pero la verdad es que no sé bien de qué me habla.

—Dame un cigarrillo —dijo. No solía fumarlos. Le alcancé mi paquete. Cogió uno, se lo alumbré, lo sostuvo entre los dedos con poca mafia, dio dos caladas y en seguida lo vi apaciguarse, para eso sirve el tabaco a veces, digan los médicos lo que quieran—. Ya sé, ya sé. Parece que divago, pero no estoy divagando, no en realidad, Jacobo. He estado hablándote de lo que estamos hablando, no me retires la atención, no te equivoques. No he olvidado lo que me has preguntado. Qué he querido decir, y a qué se refería Toby cuando me avisó de que tú podías ser como nosotros, es eso, ¿no?

—Eso es, exacto. ¿Y qué fue lo que quiso decir? Aún no me lo ha explicado.

—Sí te lo estoy explicando. Pero espera. —La ceniza empezó ya a crecerle. Le arrimé el cenicero, pero aún no hizo caso—. Aunque estuvimos separados durante bastantes años y sin saber uno del otro, conocía bien a Toby, y en algunas cuestiones me fiaba mucho de su criterio (no en todas, desde luego, poca confianza tenía en sus juicios literarios). Pero lo conocía más o menos, tanto al niño que ya estaba también en el mundo cuando mandaron a nuestros mayores al matadero en Gallípoli con los australianos..., todos como cochinos, algunos con sus bayonetas tan sólo, sin balas..., cuanto al jubilado colega universitario y vecino del río de sus últimos años; vecinos cuando yo venía, claro. Cuando coincidíamos. —Hizo un breve inciso rememorativo e histórico, tal vez el que había aplazado para acabar su anterior frase; hizo, así, otra pausa—: ('Anzac', los llamaron, no sé si lo sabes: un acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps; y los Anzacs, así en plural, fue el nombre hoy glorioso de aquellos inútiles sacrificados nuestros, los de Chunuk Bair, los de Suvla... Tantos ha habido en mi tiempo, y tantos por eso, por no ver lo que estaba a la vista y no saber lo que era sabido, tantos en el transcurso de una sola vida. La mía es larga, de acuerdo, pero es sólo una. Da miedo pensar en los sacrificados que ha habido y que seguirá habiendo por eso, por no atreverse y no querer... Cuánto desperdicio.) Llevamos vidas sorprendentemente paralelas, Toby y yo, para habernos despedido el uno del otro en la preadolescencia, y haberse él mudado de país y de continente. Quiero decir en nuestras carreras, en lo accesorio, fue gracioso que obtuviéramos sendas cátedras en la misma Universidad inglesa (y no cualquiera) al cabo del tiempo. No fue tan casual, en cambio, que ambos formáramos parte del grupo, yo lo recluté a él, supongo. La historia de nuestros apellidos es trivial, te lo he advertido, no gran misterio. Nuestros padres se divorciaron cuando teníamos unos ocho y nueve años respectivamente, hacia 1922 o por ahí, él un año menor, ya te he dicho. Nos quedamos con mi madre, entre otras razones porque nuestro padre corrió a apartarse, yo creo que no quiso ver cómo mi madre iba a acercarse a otro hombre más pronto o más tarde, él estaba seguro (aunque eso lo creo ahora; bueno, y desde hace tiempo). Se trasladó a Sudáfrica, y pareció no echarnos demasiado en falta. Tanto lo pareció, y durante años eternos, que lo tomé por indudable y cierto, y el rencor se me hizo fácil. Nuestro abuelo materno, nuestro abuelo Wheeler, decidió hacerse cargo de sus dos nietos, económicamente hablando. Y como sólo tenía esos, apellidados Rylands como era lógico, mi madre, nada experta sin duda en la psicología de los preadolescentes, cambió su nombre y el nuestro, es decir, recuperó el suyo de soltera y también nos lo colocó a nosotros: una forma de perpetuar al abuelo, imagino, nominalmente; quién sabe si él no la impuso. La cosa se hizo oficial a todos los efectos en 1929, mediante escritura legal —
'by deed poll',
fue la expresión inglesa, la había visto en el
Who's Who
—, pero ya veníamos utilizando ese apellido Wheeler desde poco después del divorcio. Así estábamos inscritos en el colegio, y así se nos conocía ya en Christchurch, donde nacimos. La medida de la pobre Rita, mi madre, fue una probable muestra de gratitud o una compensación al abuelo, su padre, y una más probable y pueril represalia contra el nuestro, su ex-marido Hugh. Casi de un día a otro pasamos de sentirnos Peter y Toby Rylands a ser los hermanos Wheeler, sin padre y sin patronímico
sensu stricto.
Pero así como yo no protesté por ello (luego me he dado cuenta de la turbación, de los desarreglos, cómo decir: de que el rótulo de una identidad no se cambia impunemente), Toby se rebeló desde el primer momento. Seguía contestando 'Toby Rylands' cuando le preguntaban su nombre y así seguía firmando en el colegio, hasta en los exámenes. Y al cabo de dos o tres años de forcejeos y de infelicidad evidente, no sé, a los once, expresó su estridente deseo no sólo de conservar su apellido de siempre, sino de irse a vivir con su padre. Le tuvo más afecto que yo, más admiración, más camaradería y más dependencia; era más sentimental, a la media o a la larga no debió de tolerar perdernos a mí y a mi madre, aunque jamás me lo dijo, en efecto era orgulloso; pero a su padre lo echó más de menos, inmensamente; y el rencor que yo desarrollé en contra de él, a Toby fue creciéndole contra nuestra madre. Por asimilación o por intuición, también contra nuestro abuelo Wheeler, al que nunca consiguió no ver como a un suplantador o rival de su padre, quizá el abuelo no era tan paternal con su hija. Y yo no me salvé tampoco, ningún Wheeler. El disgusto y la hostilidad de Toby se hicieron tan insoportables, para él y para nosotros, que al final mí "madre accedió a su traslado, en el caso de que nuestro padre estuviera dispuesto a llevárselo y cargar con él, lo cual parecía improbable. Que mi padre lo aceptara contra todo pronóstico (o contra el mío, un
desideratum
más que otra cosa, he comprendido más tarde) contribuyó no poco a que quisiera eliminarlo a él de mi conciencia enteramente, como si nunca hubiera existido, y asimismo, por asimilación y por despecho, a que casi lograra suprimir a mi hermano de mis recuerdos, que lo había preferido a él y se había marchado. Bueno, ya sabes, nos ocurre siempre, en la edad adulta y aun en la vejez, te lo aseguro: pero en la infancia es aún más acusada la sensación de abandono y desdicha y de traición: es eso: de deserción sufrida) para el que permanece quieto, allí donde estaba, mientras otros se largan y desaparecen. También cuando los otros se mueren, la impresión no es muy distinta, para mí al menos, algo de rencor guardo a mis muertos. Él se fue a Sudáfrica y yo me quedé en Nueva Zelanda. No es que aquello fuera mejor, Sudáfrica, ninguna razón objetiva para creerlo, pero para mí se convirtió entonces en un lugar infinitamente más atractivo, y pronto empecé a impacientarme, a desear que me llegara la edad universitaria que me haría salir del país, tal vez, en mi percepción, ensombrecido y menguado por las ausencias, y venir aquí. Lo hice por fin a los dieciséis años, metido en un barco tan lento que pareció no ir a arribar a destino, llamándome ya Wheeler oficialmente. Yo no lo recuerdo ni tampoco lo creo cierto, porque alguna clase de posterior agravio he sentido respecto a mi cambio de nombre, el cambio
defacto
más que el
de iure,
pero decía mi madre que la escritura legal se tramitó por mi conveniencia, si es que no por complacerme. Es verdad que en los años veinte y aun en los treinta todo era más fácil y natural, y en muchos aspectos se era más libre que ahora: ni el Estado ni la justicia regulaban ni intervenían tanto, dejaban respirar y moverse, eso está hoy acabado, nuestra obsesión tutelar no existía, ni se habría consentido. Así que es posible que al cabo del tiempo mi nombre hubiera sido Wheeler de todas formas y a cualquier efecto sin necesidad de papeleos, sancionado por el uso y por la costumbre, del mismo modo que Toby pudo irse con su padre tras el mero acuerdo de los progenitores y el visto bueno de mi madre, sin que ninguna autoridad ni juez, que yo sepa, se entrometieran en cuestión tan privada. Fuera como fuese, fue entonces cuando pasé a llamarme Wheeler
también
legalmente, y de muy buen grado. No hace falta decir que la escritura me afectó a mí nada más, y no a Toby (sólo habría faltado), de quien hacía ya cuatro años que apenas sabía. No mantuvo contacto directo, o bueno, ni él ni yo lo procuramos. De tarde en tarde tenía alguna vaga noticia suya a través de mi madre, a quien a su vez llegaban sobre todo, me temo, a través de nuestro padre. Y él tendría algunas mías por el mismo conducto a la inversa. Vagas, siempre vagas. Así que yo nací 'Peter Rylands' y lo fui hasta los nueve o diez años, si es que no hasta los dieciséis
in partibus.
Pero no te creas, él también fue 'Toby Wheeler' durante un periodo, bien que a su pesar, desde luego: no sabes cómo se mortificaba con eso en nuestro colegio de Christchurch, por ejemplo cuando pasaban lista. No suele ocurrir con el que al nacer le dan a uno, pero de Toby puede decirse en justicia que, además de recibirlo, conquistó o se ganó su nombre. —Wheeler cambió de expresión un instante, y ya supuse, al ver la nueva, que ahora venía alguna observación irónica o humorística—. Y eso que con el de pila nunca estuvo muy conforme, el mismo que el de nuestro abuelo Wheeler, le tocó a él, mala suerte. De haber sido ese el sometido a cambio, lo habría aceptado con gusto, estoy seguro. Y a lo mejor habríamos seguido juntos entonces, quién sabe. Decía que le recordaba al pesadísimo caballero de
Noche de Reyes,
Sir Toby Belch —en realidad dijo
'Twelfth Night',
no iba a llamar él de otro modo a esa obra de Shakespeare—, sabes lo que significa
'belch',
¿verdad? Luego, ya de adulto, se reconcilió con el nombre un poco, cuando leyó
Tristram Shandy,
gracias al personaje del Tío Toby. —Y Wheeler pareció dar por terminadas aquí sus explicaciones sobre Wheeler y Rylands, porque añadió a manera de cierre—: Ya ves. Te lo he dicho. Una historia trivial. Un divorcio. El apego a un nombre. A una madre. A un padre. Una segregación. La aversión a otro nombre. A una madre. Y a un abuelo. A un padre. —Estaba mezclando las dos subjetividades, la suya y la de su hermano—. No gran misterio. —Tuve entonces la impresión, por la lentitud con que las fue soltando, de que esperaba una refutación mía a esas palabras, ahora que me había relatado la historia; pero si fue así, no la obtuvo. Él debía saber que no era trivial en modo alguno (aquella separación de los bandos tan drástica; Rylands diciéndome en su día 'cuando salí de África por primera vez', como si allí hubiera nacido y negando sin más, por tanto, sus diez u once iniciales años en Nueva Zelanda, en otro continente aunque fueran islas), y que en ella sí había misterio, por mucha naturalidad que hubiera puesto al contarla. Y la debía de haber contado tan sólo en parte: no había contado el misterio mismo, sino la parte que lo bordeaba, o que como una flecha lo señalaba.

—¿Y luego? —le pregunté— ¿Cuándo volvieron a encontrarse?

—Ya en Inglaterra, mucho más tarde. Para entonces yo era ya Wheeler de veras y él era Rylands. Creo que ya era el que soy, si soy el que creo ser. Yo lo busqué, no nos encontramos. No exactamente. Pero esa es otra historia.

—Seguro que lo es —respondí, acaso un poco impacientado sin querer estarlo: el escaso sueño me pasaba factura en algunos momentos, y lo que a uno lo atañe tiene mala espera, aunque sea sólo un comentario—. E imagino que en algún punto de ella se esconderá la respuesta a mi ya vieja y por usted provocada pregunta: en qué podía ser yo como ustedes dos, según Toby. No irá a decirme que era por mi variable nombre de pila, ya sabe: usted y otros me llaman Jacobo, pero Luisa y muchos más me dicen Jaime, y hasta los hay que me conocen por Diego o Yago. Por no hablar de Jack, aquí en Inglaterra. No es nada infrecuente.

Wheeler notó mi leve impaciencia, esas cosas no se le escapaban. Vi que lo divertía, en absoluto lo azoraba, ni lo apremiaba.

—Yo lo llamo Jack, por ejemplo —dijo tímidamente la señora Berry—. Espero que eso no lo incomode..., Jack. —Y esta vez dudó al pronunciar el nombre.

—En modo alguno, Mrs Berry.

—¿Y por cuál te conoces tú a ti mismo? —aprovechó Wheeler para preguntarme.

No lo tuve que pensar ni un segundo.

—Por Jacques. Es así como me lo aprendí, y lo hice mío de niño. Aunque así no me haya llamado casi más que mi madre. Ni siquiera me lo concede mi padre.

—Ahí lo tienes —dijo Wheeler en tono absurdamente demostrativo.
'Thereyou are
', fue su expresión, que no se me ocurre traducir aquí de otra forma—. Pero no, Toby no se refería a eso, ni yo tampoco —añadió en seguida—. Él me había hablado bastante de ti, antes de que tú y yo nos conociéramos. De hecho, en parte, llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso... Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo. Pero claro, tú ya no vivías aquí por entonces, ni podía pensarse que fueras a regresar algún día para quedarte. Descuida, no quiero decir que ahora te vayas a quedar para siempre, estoy seguro de que volverás a Madrid más pronto o más tarde, los españoles no aguantáis alejados de vuestro país demasiado tiempo; aunque seas madrileño, sois los menos añorantes. Pero has regresado para quedarte indefinidamente en principio, valga la contradicción relativa, y eso ya es mucho regreso. Así que lo que Toby opinaba adquiere de pronto postumamente, cómo decirlo, un suplemento de interés práctico. Sobre todo porque yo también lo opino (al fin y al cabo él ya no tiene influencia, ni ya pueden apretarlo), tras haberte frecuentado bastante desde su muerte. Intermitentemente, desde luego, pero van siendo muchos años. En sus juicios literarios no confiaba gran cosa, ya te he dicho. Pero sí en cambio en los personales, en sus juicios sobre las personas, en su interpretación y anticipación, las veía, o como decís vosotros, las calaba. —Y estas últimas dos palabras las dijo en mi lengua—. En eso rara vez se equivocaba, era poco menos que infalible. Casi tanto como yo —Rió un segundo estudiadamente, para anular o rebajar la inmodestia—. Posiblemente más que nuestro amigo Tupra, que es muy bueno, o que esa chica que tiene tan competente, supongo, a vosotros os ha tocado una época que no pone tanto a prueba: también española, esa chica, o sólo a medias, me ha hablado varias veces de ella pero nunca consigo recordar su nombre, dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente, esa es una de las dificultades, la mayoría se cansa y lo deja pronto. Toby era casi tan infalible como tú debes de serlo, en tu época de menor exigencia. Bueno, según él. Él creía que lo serías más que él mismo, que podrías superarlo en cuanto tomarás conciencia primero, y te desprendieras luego de ella, ó te la aplazaras al menos, como hicimos los que la teníamos, los que la tenemos, conciencia. Indefinidamente en principio, valga también esa contradicción relativa para el aplazamiento de las conciencias. Pero la verdad, no sé yo si llegarías a tanto.

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
13.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Law of the Trigger by Clifton Adams
Persona by Genevieve Valentine
Donde los árboles cantan by Laura Gallego García
His Spoilt Lady by Vanessa Brooks
The Missing Dough by Chris Cavender
Hot, Sour, Salty, Sweet by Sherri L. Smith
Hello Treasure by Hunter, Faye