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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga

Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (41 page)

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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'Algo así pasó durante la dictadura de Franco en España, para sortear a la censura', dije yo; Wheeler me había invitado a interrumpirlo con más frecuencia: 'mucha gente pasó a hablar y a escribir de manera simbólica, alusiva, parabólica o abstracta. Había que hacerse entender dentro del oscurecimiento deliberado de lo que se decía. Un sinsentido: camuflarse, velarse, y aun así, sin embargo, pretender el reconocimiento y que fueran captados los mensajes más difusos, crípticos y confusos. La gente no tiene paciencia para las labores de desciframiento. Duró demasiados años, llegó a dar la impresión de no ser transitorio, sino definitivo. Hubo quien ya no pudo desacostumbrarse luego, y fue entonces cuando se quedó callado.'

Wheeler me escuchó, y pensé que si me hacía caso podría desviarse de su trayecto de nuevo. Pero ahora parecía resuelto a seguir con él, bien que a su medido paso:

'Muchos aprendieron a decir sin decir, repitió esa frase; 'pero a lo que no aprendió casi nadie fue a no decir, a callarse, que era lo que se pedía y lo conveniente. Era normal, es natural: ese es un aprendizaje imposible para el común o grueso de los mortales, no te quepa duda, es demasiado exigirles, ir contra su propia esencia, por eso la campaña estaba abocada al más que parcial fracaso. Fue corno si se dijera a la gente: "Bien, no sólo tienen ustedes que soportar la escasez de todo y la penuria y el racionamiento, y padecer los bombardeos de la aviación enemiga sin saber a quiénes tocará no despertar ya mañana ni esta noche quizá siquiera con el aullido de las sirenas, y ver sus casas incendiadas o reducidas a escombros en un instante tras los relámpagos y el estruendo, y sepultarse durante horas en los refugios profundos para no abrasarse en sus calles que aún parecen las de siempre, y sufrir la pérdida de sus maridos e hijos y en todo caso su ausencia y la zozobra mortificante respecto a sus diarias supervivencia o muerte, y subirse a aviones para que los ametrallen según batallan con el aire y hagan ferocidades por derribarlos, y hundirse en submarinos y en destructores y en acorazados bajo las aguas lejanas y llameantes, y asfixiarse o arder en el interior de un tanque, y lanzarse en paracaídas sobre territorio ocupado y recibir el fuego de las baterías o la persecución de los perros luego si llegan a poner pie salvo en tierra, y estallar en pedazos si tienen la mala pero posible suerte de ser alcanzados por un obús o una granada, y afrontar tortura y verdugo si visten por su misión de civiles y los capturan en país prohibido, y combatir cuerpo a cuerpo en el frente con la bayoneta calada, en los campos, en los bosques, en las selvas, en las marismas, en los hielos y en los desiertos, y volarle la cabeza rápido al muchacho que asoma con el casco y el uniforme odiados, e ignorar cada día y la noche si perderán esta guerra y al final habrá sólo servido para que sean cadáveres no recordados o prisioneros perpetuos o esclavos de sus vencedores, y pasar frío y hambre y sed y calor extremos y ahogo y sobre todo miedo, todos miedo y mucho miedo, un continuo pavor al que acabarán por acostumbrarse aunque lleven así ya varios años y nunca llegue ese acostumbramiento..." Sí', añadió Peter tras frenarse en seco y hacer una mínima pausa y luego tomar mucho aliento, 'fue como si se dijera a la gente: "Pues además de todo esto, deben ustedes callarse. Ya no hablen, ya no cuenten, no bromeen, no pregunten ni todavía menos respondan, no a su mujer, no al marido, no a sus hijos, no a su padre ni en modo alguno a su madre, no al hermano ni al mejor amigo. Y a su amor..., a su amor no le susurren ni tan siquiera al oído, no le expliquen con verdades ni con dulzuras ni con mentiras, no le digan adiós, y no le den ni el consuelo de la voz y el verbo, no le dejen en recuerdo ni el rumor de las últimas promesas falsas que siempre hacemos al despedirnos".' Wheeler se detuvo y se quedó repentinamente abstraído, se daba con los nudillos en la barbilla, unos golpecitos suaves, como si estuviera rememorando, pensé, como si a él le hubiera tocado vivir eso, retirarle a su amor las principales palabras, las que desean oírse y las que quieren decirse, las que luego se olvidan tan fácilmente o se confunden con otras o se repiten a otros con idéntica ligereza y la misma alegría, pero que en cada último instante parecen tan necesarias, aunque sean exageradas dulzuras y por lo tanto algo insinceras, es lo de menos eso, en cada instante último. 'Eso vino a ser, o anduvo cerca. No expuesto tan crudamente, no así planteado. Pero así fue entendido por muchos, así lo entendieron y lo asumieron los más pesimistas y desmoralizados, los muy asustados y los muy abatidos y los ya derrotados, y en tiempo de guerra esos suman la mayoría. En el de las guerras indecisas, claro, las que temen perderse a cada minuto con fundamento y siempre penden de un hilo, un día tras otro y una noche tras otra a lo largo de años eternos, las que son de veras a vida o muerte, a exterminio absoluto o a maltrecha y manchada supervivencia. Entre ellas no se cuentan, seguro, todas estas más recientes, la de Afganistán ni la de Kosovo ni la del Golfo, ni la de las Islas Falkland, vaya broma. O Malvinas, como quieras, tendrías que haber visto cuan patéticamente se encendió aquí la gente, quiero decir ante sus televisores, para mí fue muy penoso. En estas guerras de ahora abundan los eufóricos, que asisten complacidos a ellas desde sus sillones en casa. Eufóricamente, sí. Los muy imbéciles. Y criminales. No sé. Pero entonces era demasiado pedir, ¿no te parece? Que la gente lo aguantara todo y además guardara silencio sobre aquello que la atormentaba sin una sola hora de tregua. Ya callaban bastante los incontables muertos.'

'¿Lo hizo usted mismo, guardar silencio?', le pregunté. '¿Le hizo mella la campaña?'

'Claro. A mí y a la mayor parte. En teoría, no creas, fueron muchísimos los que siguieron sus recomendaciones al pie de la letra. Y no sólo en la teoría, sino en la memoria colectiva. Yo digo que fracasó en conjunto y que así había de ser, pero si preguntas a otra gente que vivió esa época, o a quienes la han oído contar de primera mano, o si consultas las referencias a la
careless talk
en algunos libros, sean de historia, de sociología o de la mezcla de ambas que ahora llaman con ínfulas microhistoria, te encontrarás con que la versión establecida, y aun los recuerdos personales sinceros de todo aquello, coinciden en afirmar y creer que esa campaña constituyó un gran éxito. Y no es que mientan a conciencia y de común acuerdo ni que se equivoquen en masa, sino que el efecto real de algo así no es apenas verificable ni mensurable (¿cómo saber cuántas catástrofes desencadenó la imprudencia o cuántas evitó el sigilo?), y cuando las guerras acaban ganándose (no digamos si con todo en contra), se hace fácil, casi inevitable, pensar retrospectivamente que cuantos esfuerzos se llevaron a cabo fueron abnegados y vitales y heroicos, y que todos y cada uno contribuimos a la victoria. Ya que tan mal lo pasamos y nos devoró tanto la incertidumbre, contémonos al menos el cuento que más nos alivie el luto y nos compense de los sufrimientos. Oh sí, ya lo creo, hubo millones de bienintencionados británicos que se tomaron muy en serio las advertencias y las consignas, y que creyeron aplicárselas escrupulosamente en la práctica: así lo creyeron en sus conciencias, y algunos en verdad las cumplieron, sobre todo las tropas y los políticos y los funcionarios y los diplomáticos, ya te he dicho. Y desde luego yo mismo, pero sin mérito: ten en cuenta que entre 1942 y 1946 sólo permanecí en Inglaterra durante temporadas nunca muy largas, cuando venía de permiso o con alguna encomienda específica que no solía demorárseme, mi principal lugar estaba lejos, mi puesto demasiado variable. Como has leído en el
Who’s Who,
anduve por los sitios más diversos en esos años, y en funciones que ya llevaban aparejados o incorporados el secreto, la discreción, la cautela, el fingimiento, el engaño, la traición si se terciaba (obligadamente), y por supuesto el silencio. Yo jugaba con ventaja, a mí no me costaba nada observar este último a rajatabla. Es más, quizá por estar tan alerta siempre, allí donde me destinaran, se me hacía más perceptible lo que le pasaba en general a la gente, aquí en casa, en la retaguardia. La campaña fue también una tentación tremenda, cómo decir, para la población entera: tan descomunal como inadvertida, tan irresistible como inconsciente, tan imprevista como sibilina.'

'¿A qué se refiere, Peter? No entiendo.'

'Los ciudadanos, Jacobo, los de cualquier nación, la mayoría inmensa, normalmente no tienen nada que contar de verdadero valor para nadie. Si uno se para a pensar por la noche en lo que le han dicho o contado a lo largo del día las muchas o pocas personas con las que haya hablado (y su grado de cultura y saber es indiferente), verá que rara es la fecha en la que haya oído algo de verdadero valor o interés o discernimiento, dejando de lado los detalles y cuestiones meramente prácticos e incluyendo por supuesto, en cambio, cuanto le haya llegado desde un periódico, la televisión o la radio (otra cosa es si ha leído uno de un libro, y también depende). Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, es relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea "nuestro" y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, "sienta la necesidad de expresarse". Nada habría variado apenas de no haberse expresado los millones de opiniones, sentimientos, ideas, hechos y noticias que en el mundo se expresan y relatan a diario.' (Huelga señalar que Wheeler recurrió a mi lengua para esa palabra, 'cursilería', que no tiene equivalente exacto en ninguna otra.) '"Hablando se entiende la gente", decís en español a menudo. "Hablar es bueno", suele afirmarse, en diferentes situaciones y contextos. Sólo faltaba que los psicólogos y similares metieran esa noción absurda en la cabeza de los parlantes para que éstos dieran rienda aún más suelta a lo que siempre fue su natural tendencia. Hablar no es en sí bueno ni malo, y en cuanto a entenderse haciéndolo, bueno, en tanta medida es fuente de conflictos y malentendidos como de armonía y entendimiento, de injusticias como de reparaciones, de guerras como de armisticios, de crímenes y traiciones como de lealtades y amores, de condenas como de salvaciones, de ofensas y furias como desconsuelos y apaciguamientos. Hablar es en todo caso el mayor malgasto de la población entera, sin distinción de edad, sexo, clase, riqueza ni conocimientos, el desperdicio por antonomasia. Casi nadie dispone de nada para decir que sus posibles oyentes considerasen en verdad apreciable, digno de atender, o no digamos de ser comprado, ¿quién paga por lo que es gratis siempre salvo en contadísimas excepciones, y aun a veces es obligado? Y sin embargo, extrañamente, con todo, la mayoría se empeña en hablar sin parar, y además a diario. Es asombroso, Jacobo, si se molesta uno en pensarlo: los hombres y las mujeres explican y cuentan sin cuento y también se explican hasta la saciedad así mismos, buscando a quien los escuche o imponiendo sus discursos si pueden, el padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el párroco a sus feligreses, el marido a la mujer y la mujer al marido, el comandante a sus tropas y el jefe a sus subalternos, el político a sus partidarios y aun a la nación congregada, las televisiones a sus espectadores, los escritores a sus lectores y hasta los cantantes a sus adolescentes, que encima les corean sus estribillos, para mayor tributo. También los pacientes a sus psiquiatras, sólo que aquí la índole de la relación es reveladora, se trata de una transacción muy clara: cobra quien escucha, paga quien habla. Desembolsa quien raja, se retrata quien larga.' (Y estos cuatro últimos verbos fueron españoles de nuevo. Pensé en una amiga mía de Madrid, la Doctora García Mallo, psicoanalista muy sabia: le recomendaría aumentarse los honorarios sin la menor mala conciencia.) 'Esa es una relación ejemplar, sería la apropiada en el fondo, para todas las ocasiones. Pues que escuchen de buen grado nunca hay muchos, no sobran, más que nada porque son infinitos más los que aspiran a la trinchera contraria, esto es, a decir ellos y a ser oídos por tanto. En realidad, si te fijas, hay una permanente y universal disputa por hacerse con la palabra: en cualquier lugar concurrido, privado o público, hay decenas si no centenares de voces incontenibles pugnando por prevalecer o por abrirse paso, y el
desideratum
de cada una de ellas sería elevarse por encima de las demás y acallarlas: ya lo intentan, en la medida de lo tolerable. Da lo mismo que sea una calle que un mercado que el Parlamento, la única diferencia es que en el último se establecen turnos y se conmina a quienes aguardan a fingir que atienden; da lo mismo que sea un
pub
que un té en casa aristocrática, sólo varían la intensidad y el
tempo,
en la segunda se va poco a poco, se disimula un rato hasta adquirir confianza para explayarse como en la taberna, aunque con el diapasón más bajo. Y bastan cuatro personas en torno a una mesa para que al menos dos rivalicen por llevar la voz cantante. Yo hice bien en ser profesor: durante muchos años gocé sin lucha del enorme privilegio de no verme interrumpido por nadie, o no sin mi consentimiento previo. Y aún gozo de él en mis libros y artículos. No otro es el espejismo de cuantos escribimos, creer que se abren nuestros volúmenes y que se recorren de cabo a rabo, contenido el aliento y con poca pausa. Lo es y lo ha sido de todos, no lo dudes, yo lo sé por experiencia ajena y también por propia, y a ti te falta esta última que yo sepa, no te imaginas lo bien que has hecho en no dejarte tentar por la escritura. Esa es la idea ilusoria de esos novelistas que lanzan sus varios e inmensos tomos llenos de aventuras y reflexiones desmesuradas, como vuestro Cervantes, Balzac, Tolstoy, Proust, o aquel pesado cuádruple de
Alejandría
que tanto estuvo de moda o nuestro Tolkien de Oxford (él sí era sudafricano de nacimiento, ¿sabes?), cuántas veces me lo crucé en Merton College o lo vi tomándose algo en
The Eagle & Child
con Clive Lewis al caer la tarde sin que ninguno sospecháramos lo que iba a ocurrir con sus tres entregas tan excéntricas por entonces, él aún menos que nosotros, sus muy escépticos colegas; y la de esos poetas torrenciales que tanto meten y concentran en cada una de sus engañosas líneas que se aparecen tan cortas, como Rilke y Eliot, o antes Whitman y Milton y antes vuestro gran Manrique; y la de esos dramaturgos que pretenden, tener a los espectadores sentados durante cuatro o más horas, como el propio Shakespeare en
Hamlet
y en
Enrique IV:
claro que en su tiempo muchos estaban de pie y entraban y salían del teatro como si nada y cuantas veces se les antojara; también la de esos cronistas y diaristas y memorialistas como Saint-Simon, Casanova, vuestro Inca Garcilaso, vuestro Bernal Díaz o nuestro ilustre Pepys, que no se hartan nunca de entintar hojas como maniáticos; y la de esos ensayistas como el incomparable Montaigne o como yo mismo (salvando todas las insalvables distancias, te lo suplico), que nos figuramos ingenuamente, mientras redactamos, que alguien tendrá la milagrosa paciencia de tragarse cuanto queramos soltarle sobre Henrique el Navegante, imagínate qué locura, mi último libro sobre él tiene cerca de quinientas páginas, una descortesía, un abuso. ¿Lo has leído ya, por cierto?'

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