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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (23 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—¡Oh, mierda! —dijo el detective retrocediendo un paso.

—¡Dios santo...! —exclamó Marino.

Al comisario Santa Claus le habían disparado un tiro entre los ojos. En la oreja izquierda tenía encajado un casquillo de nueve milímetros; a juzgar por la huella del percutor, el arma utilizada era una Glock. Me senté y miré a mi alrededor. Nadie parecía saber qué hacer. Nunca había sucedido nada comparable. La gente no cometía un homicidio y luego enviaba el cadáver al depósito.

—El guardia de seguridad del turno de noche está arriba —indiqué haciendo un esfuerzo por recobrar el aliento. :>

—¿Estaba él aquí cuando entregaron esto? —Marino encendió un cigarrillo mirando sin cesar de un lado a otro.

—Eso parece.

—Voy a hablar con él.

Era lógico que Marino estuviera al mando, pues nos hallábamos en su zona. Se volvió a sus agentes y añadió:

—Ustedes registren esta planta y la entrada de ambulancias. A ver qué encuentran. Informen por la radio sin despertar la atención de los periodistas. Gault ha estado aquí. Quizás esté por la zona todavía. —Consultó el reloj y me miró—. ¿Cómo se llama el tipo de arriba?

—Evans.

—¿Le conoce?

—Apenas.

—Vamos —indicó.

Me volví hacia el detective y los dos agentes uniformados.

—¿Alguien se encargará de vigilar esta sala?

—Yo lo haré —dijo uno de ellos—. Pero supongo que no querrá dejar su arma ahí...

Guardé el revólver en el bolso, que me colgué del hombro. Marino aplastó la colilla del cigarrillo en un cenicero y tomamos el ascensor del otro lado del pasillo. Tan pronto se cerraron las puertas, su rostro se encendió y perdió su compostura de capitán.

—¡No puedo creerlo! —Me miró con ojos llenos de rabia—. ¡Esto no puede pasar! ¡No puede pasar!

Las puertas se abrieron y Marino recorrió con aire irritado el pasillo de la planta en la que yo había pasado tanto tiempo de mi vida.

—El guardia debería estar en la sala de conferencias —apunté.

Pasamos ante mi despacho y apenas eché una mirada al interior. En aquel momento no tenía tiempo para investigar si Gault había estado allí. Le habría bastado con tomar el ascensor o subir por la escalera para poder colarse. A las tres de la madrugada, ¿quién iba a vigilarlo?

Evans esperaba en la sala de conferencias, sentado muy erguido en una de las sillas, colocada a medio camino de uno y otro extremo de la mesa. Desde las paredes, numerosas fotografías de anteriores jefes me observaron mientras tomaba asiento frente al guardia de segundad que había permitido que mi lugar de trabajo se convirtiera en escenario de un crimen. Evans era un hombre ya mayor, negro, que necesitaba el empleo. Llevaba un uniforme caqui con tapas marrones en los bolsillos y portaba un arma, aunque me pregunté si sabría utilizarla.

—¿Está usted al corriente de lo que sucede? —le preguntó Marino al tiempo que acercaba una silla.

—No, señor. Le aseguro que no —contestó el hombre con una mirada de temor.

—Alguien ha hecho una entrega que no debería. —Marino sacó de nuevo sus cigarrillos—. Ha ocurrido durante su turno.

Evans frunció el entrecejo. Parecía genuinamente sorprendido.

—¿Un cadáver, se refiere?

—Escuche —intervine—. Conozco bien los trámites normales. Todos los conocemos. Cuando hemos hablado por teléfono, le he comentado algo del caso de suicidio...

—Ya le he dicho que yo me encargué de la admisión —me interrumpió el guardia.

—¿A qué hora? —quiso saber Marino.

Evans levantó la vista al techo.

—Calculo que serían las tres de la madrugada. Yo estaba ahí fuera, en el mostrador, como siempre, y llegó el coche de la funeraria.

—¿Llegó adonde?

—Ahí, detrás el edificio.

—Si estaba detrás, ¿cómo pudo verlo? El puesto de guardia está en el vestíbulo de la entrada principal del edificio —replicó Marino con sequedad.

—No llegué a ver el coche —continuó el vigilante—. Pero el tipo se acercó y lo vi a través del cristal. Salí a preguntar qué quería y me dijo que tenía una entrega.

—¿Traía la documentación? —pregunté—. ¿No le enseñó los papeles?

—Dijo que la policía no había terminado el informe y le habían ordenado que se llevara el difunto, que ellos lo traerían todo más tarde.

—Entiendo.

—El hombre dijo que tenía el coche fúnebre aparcado ante la puerta de atrás —repitió Evans—. También dijo que se le había estropeado una rueda de la camilla y me preguntó si podía utilizar una de las nuestras.

—¿Conocía a ese individuo? —proseguí, conteniendo la cólera.

Evans dijo que no con la cabeza.

—¿Puede describirlo? —pregunté entonces.

Evans permaneció pensativo unos momentos.

—A decir verdad no me fijé mucho. Pero me parece que tenía la piel clara y los cabellos blancos.

—¿Tenía los cabellos blancos?

—Sí, señora. De eso estoy seguro.

—¿Era viejo, pues?

—No, señora. —Evans frunció de nuevo el entrecejo.

—¿Cómo iba vestido?

—Me parece que llevaba un traje negro y corbata. Ya sabe, como suelen vestir esos tipos de las funerarias.

—¿Era gordo, delgado, alto, bajo...?

—Delgado. De estatura mediana.

—¿Qué sucedió luego? —intervino Marino.

—Le dije que llevara el coche a la entrada de ambulancias y que le abriría. Crucé el edificio como siempre hago y abrí la puerta. En el pasillo había una camilla; el hombre la cogió, salió y volvió con el cuerpo. Firmó el ingreso —Evans desvió la vista—, llevó el cuerpo a la cámara frigorífica y se marchó.

El vigilante seguía rehuyendo nuestra mirada. Hice una suave y profunda inspiración y Marino exhaló una bocanada de humo.

—Señor Evans —dije a éste—, sólo quiero la verdad. —Me observó a hurtadillas—. Tiene que contarnos qué sucedió cuando le dejó entrar. Es lo único que me interesa. De verdad.

Esta vez Evans me miró abiertamente, con ojos muy brillantes.

—Doctora Scarpetta, no sé qué ha sucedido, pero me doy cuenta de que es algo malo. Por favor, no se enfade conmigo. No me gusta andar ahí abajo, de noche. Mentiría si dijera lo contrario. Pero intento cumplir bien mi trabajo.

—Usted dígame qué sucedió. —Medí mis palabras—. No quiero nada más.

—Yo... cuido de mi madre, ¿sabe? —El hombre estaba al borde de las lágrimas—. Soy lo único que tiene y está enferma del corazón. Voy a verla cada día y le hago la compra, desde que murió mi mujer. Tengo una hija que saca adelante sola a sus tres pequeños...

—Señor Evans, no va usted a perder el empleo —le aseguré, aunque se lo merecía.

Su mirada se cruzó brevemente con la mía.

—Gracias, doctora. A usted la creo. Pero lo que me preocupa es lo que dirán otros.

—Señor Evans —esperé hasta que volvió a mirarme a los ojos—, yo soy la única persona que ha de preocuparle.

El hombre se enjugó una lágrima.

—No entiendo qué ha pasado, pero lo siento mucho. Si he causado perjuicios a alguien no sé qué voy a hacer.

—No ha causado usted nada —dijo Marino—. Quien lo ha hecho es ese hijo de puta de cabellos blancos.

—Háblenos de él —insistí—. ¿Qué pasó, exactamente, cuando usted le franqueó la entrada?

—Como he dicho, entró la camilla con el cuerpo y la dejó aparcada en el vestíbulo, delante de la cámara frigorífica. Tuve que abrir el cerrojo, ¿sabe?, y le dije que podía dejar allí el cuerpo. Así lo hizo y, a continuación, le llevé al despacho del depósito y le mostré lo que tenía que rellenar. Le indiqué que anotara los kilómetros para que se los reembolsaran, pero no prestó atención a eso.

—¿Le acompañó hasta la puerta cuando se fue? —pregunté.

—No, doctora —reconoció Evans con un suspiro—. No voy a engañarla.

—¿Qué hizo, pues? —quiso saber Marino.

—Le dejé ahí abajo, ocupado en el papeleo. La cámara frigorífica volvía a estar bien cerrada y no tenía que preocuparme de cerrar la puerta de ambulancias cuando se marchara. El hombre no aparcó en la zona de ambulancias porque allí está una de esas furgonetas de ustedes...

—¿Qué furgoneta? —pregunté, tras unos instantes de reflexión.

—Ésa, la azul.

—No hay ninguna furgoneta donde usted dice —apuntó Marino.

Evans me miró, demudado.

—¡Pues a las tres estaba ahí, se lo aseguro! Me ocupé de mantener abierta la puerta para que el hombre entrara la camilla con el cuerpo y la vi perfectamente.

—Espere un momento —le interrumpí—. ¿Qué vehículo conducía ese hombre de cabellos blancos?

—Un coche fúnebre.

Me di cuenta de que no lo sabía con certeza.

—¿Lo vio usted?

Evans exhaló un bufido de frustración.

—No, no lo vi. Me lo dijo él y supuse que lo tenía en el aparcamiento, junto a la puerta de ambulancias.

—Así, cuando pulsó el botón para abrir esa puerta, no esperó a ver entrar el coche, ¿es eso?

El vigilante bajó la mirada a la mesa.

—¿Y esa furgoneta azul? ¿Estaba ya aparcada ahí cuando usted salió a pulsar el botón de la pared? Antes de que el hombre entrara el cadáver, me refiero —pregunté yo.

Evans reflexionó un momento y su expresión se hizo aún más pesarosa.

—Maldita sea, no me acuerdo —bajó la vista—. No miré. Abrí la puerta del pasadizo, pulsé el botón de la pared y volví dentro. No miré. Puede que entonces no estuviera allí fuera.

—¿Así, la entrada de ambulancias podía haber estado vacía en ese momento?

—Sí, doctora. Supongo que sí.

—Y unos minutos más tarde, cuando sostenía abierta la puerta para que el hombre entrara la camilla con el cuerpo, ¿no observó que hubiera una furgoneta en el exterior?

—Sí, fue entonces cuando reparé en ella. Parecía una de las de ustedes. Ya sabe, azul marino y sin ventanillas, salvo delante.

—Volvamos a lo que contaba. El individuo entró el cuerpo en la cámara frigorífica y usted la cerró —intervino Marino—. ¿Entonces, qué?

—Supuse que se marcharía cuando hubiese terminado el papeleo —dijo Evans— y volví al otro lado del edificio.

—Antes de que el hombre abandonara el depósito de cadáveres...

Evans agachó la cabeza otra vez.

—¿Tiene idea de cuándo se marchó?

—No, señor —respondió en un susurro el guardia de seguridad—. Supongo que ni siquiera podría jurar que se fuera.

Los tres enmudecimos, como si Gault pudiera irrumpir allí en aquel mismo instante. Marino echó la silla hacia atrás y contempló el hueco de la puerta.

El siguiente en decir algo fue Evans.

—Si la furgoneta era de ese hombre, supongo que cerraría la puerta él mismo. Sé que a las cinco estaba cerrada porque a esa hora he hecho una ronda por el edificio.

—Bueno, no se necesita ser un astrofísico para una cosa así —apuntó Marino con aspereza—. Sacas el vehículo, vuelves adentro y pulsas el condenado botón. Después, sales andando por la puerta de peatones.

—Una cosa es segura: ahora mismo, la furgoneta no está ahí detrás —dije yo—. Alguien se la ha llevado.

—Y nuestras dos furgonetas, ¿están ante la entrada principal? —preguntó Marino.

—Cuando he llegado, lo estaban —asentí.

—Si viera a ese hombre en una rueda de sospechosos —preguntó Marino a Evans—, ¿podría reconocerlo?

El guardia de seguridad alzó la vista, aterrorizado.

—¿Qué ha hecho?

—¿Podría reconocerlo? —insistió Marino.

—Creo que sí. Sí, señor. Desde luego lo intentaría.

Me puse en pie y salí al pasillo. Avancé con paso rápido y, al llegar a mi despacho, me detuve en el umbral y lo inspeccioné meticulosamente, como había hecho la noche anterior al entrar en casa. Intenté percibir el menor cambio en el ambiente: una alfombra algo movida, un objeto fuera de sitio, una lámpara encendida que no debería estarlo...

En la mesa tenía cuidadosamente apilado un considerable papeleo que esperaba a que le echara un vistazo, y la pantalla del ordenador me indicó, al conectarla, que tenía correo pendiente. La cesta de «entradas» estaba llena, la de «salidas», vacía y el microscopio tenía puesta la funda de plástico, pues la última vez que lo utilicé me disponía a volar a Miami para pasar allí una semana.

Aquello quedaba increíblemente lejano y me dejó pasmada pensar que el comisario Santa Claus había sido detenido en Nochebuena. ¡Cómo había cambiado el mundo, desde entonces! Gault había torturado a la desconocida que llamábamos Jane. Había asesinado a un joven agente de policía. Había matado al comisario Santa Claus y había irrumpido en mi depósito de cadáveres. Y todo eso lo había hecho en cuatro días. Me acerqué más a la mesa y, al aproximarme a la terminal del ordenador, casi pude oler una presencia, o percibirla, como un campo eléctrico.

No tuve que tocar el teclado para saber que él también lo había hecho. Contemplé el pausado destello verde del mensaje que anunciaba que tenía correo esperando. Pulsé varias teclas para entrar en un menú que me mostrara los mensajes, pero no apareció el menú, sino un salvapantallas. Era un fondo negro con el rótulo CAIN en letras rojas brillantes que goteaban como si sangraran. Volví al pasillo.

—Marino, venga aquí, por favor.

Marino dejó a Evans y me siguió al despacho. Señalé el ordenador y él lo contempló con expresión pétrea. En las axilas de la camisa blanca de uniforme se veían sendos círculos húmedos y me llegó su olor a transpiración. Cuando se movió, el cuero negro y rígido emitió unos crujidos. Marino se ajustaba una y otra vez el cinturón, cargado con el equipo completo, bajo su vientre prominente, como si todo lo que había llegado a tener en su vida fuese un estorbo.

—¿Sería muy difícil hacer eso? —preguntó mientras se secaba el rostro con un pañuelo sucio.

—No mucho, si se tiene un programa a punto para ser cargado.

—¿Y de dónde diablos sacaría el programa?

—Eso es lo que me preocupa —murmuré, pensando en una pregunta que no llegamos a plantear.

Volvimos a la sala de conferencias. Evans estaba allí, de pie, contemplando las fotos de la pared con aire aturdido.

—Señor Evans —le dije—, ¿ese hombre de la funeraria habló con usted?

El vigilante se volvió, sobresaltado.

—No, doctora. No mucho.

—¿No mucho? —repetí, perpleja.

—No, doctora.

—Entonces, ¿cómo le explicó lo que quería?

—Me dijo lo imprescindible. —Evans hizo una pausa—. Era un tipo muy taciturno. Y hablaba en voz muy baja. —Se pasó las manos por el rostro y continuó—: Cuanto más lo pienso, más extraño resulta todo. Ese tipo llevaba gafas de sol y, a decir verdad... En fin, me dio la impresión de...

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