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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (31 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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Cerré el armero e hice girar el tambor de la combinación con gesto irritado. Volvimos a la casa y subí al piso de arriba porque no quise ver a Marino repartiendo armas y munición. No podía soportar la idea de que Lucy estuviera en el piso de abajo con un rifle de repetición en las manos y me pregunté si habría algo capaz de atemorizar o detener a Gault. Empezaba a pensar en él como en un muerto viviente a quien ninguna de nuestras armas podía atajar.

Ya en el dormitorio, apagué las luces y me quedé de pie ante la ventana. Mi aliento se condensó en el cristal mientras contemplaba la noche iluminada por la nieve. Recordé cuando, en mis primeros tiempos en Richmond, despertaba a veces en un mundo silencioso y blanco como el que tenía ahora ante mí. En ocasiones, la ciudad quedaba paralizada y yo no podía acudir al trabajo. Entonces salía a pasear por el vecindario y me dedicaba a levantar la nieve a puntapiés y a arrojar bolas del blanco elemento a los troncos de los árboles. Recordé todo aquello y evoqué la imagen de los chiquillos tirando de los trineos por las calles.

Limpié el vaho del cristal y me sentí demasiado triste como para compartir mis sentimientos con nadie. A lo largo de la calle, las velas navideñas ardían con brillo mortecino en las ventanas de todas las casas, salvo la mía. La calle estaba radiante, pero vacía. No circulaba un solo coche. Sabía que Marino se quedaría levantado la mitad de la noche junto a su «equipo especial» femenino. Pero se llevarían una decepción. Gault no se presentaría.

Empezaba a intuir algo acerca de él. Lo que Anna Zenner me había dicho de Gault era cierto, probablemente.

Me acosté y leí hasta quedarme dormida. Desperté a las cinco. Sin hacer ruido, bajé al piso inferior pensando si sería mi sino morir de un disparo en mi propia casa, pero la puerta de una de las habitaciones de invitados estaba cerrada y Marino roncaba en el sofá. Me colé sigilosamente en el garaje y saqué el Mercedes. El coche maniobró de maravilla sobre la nieve lisa y seca. Me sentí como un pájaro y eché a volar.

Conduje a buena marcha por Cary Street y, cuando el coche coleó al patinar, lo encontré divertido. No había nadie más a la vista. Puse una marcha más corta y avancé entre montones de nieve hasta el aparcamiento de International Safeway. La tienda de alimentación estaba abierta las veinticuatro horas y entré a comprar zumo de naranja recién exprimida, queso cremoso, tocino y huevos. Llevaba puesto un gorro y nadie me prestó la menor atención.

Cuando regresé al coche, me sentía contenta como no lo había estado en muchas semanas. Tarareé las canciones de la radio durante todo el camino de vuelta y, cuando pude hacerlo sin riesgos, provoqué nuevos patinazos del coche. Al entrar en el garaje, encontré allí a Marino con su rifle Benelli, negro y plano.

—¿Qué demonios anda usted haciendo? —exclamó mientras yo cerraba la puerta del garaje.

Mi euforia se desvaneció.

—He ido a comprar provisiones.

—¡Virgen Santísima! ¡No puedo creerlo! —exclamó a gritos.

Al oír aquello perdí la paciencia.

—¿Por quién me toma? ¿Cree que soy Patty Hearst? ¿Acaso estoy secuestrada? ¿Piensa encerrarme en un armario?

—Entre en la casa.

Marino estaba muy trastornado. Le dirigí una fría mirada y repliqué:

—Esta es mi casa. No la suya, ni la de Tucker, ni la de Benton. ¡Es mi casa, maldita sea! Y entraré cuando me dé la gana.

—Muy bien. Y puede morir en ella igual que en cualquier otra parte.

Entré en la cocina detrás de él. Saqué los artículos de la bolsa de la tienda y los dejé sobre la mesa con gestos enérgicos. Casqué unos huevos en un cuenco y tiré las cáscaras a la basura. Encendí la cocina de gas y batí con rabia los huevos para hacer unas tortillas con cebolla y queso fundente. Preparé café y mascullé un juramento porque había olvidado la crema de leche baja en grasas. También había olvidado las servilletas, de modo que las sustituí por unas hojas de papel de cocina.

—Puede poner la mesa en el salón y encender el fuego —dije a Marino mientras añadía un poco de pimienta recién molida a los huevos espumeantes.

—El fuego lleva encendido desde anoche.

—¿Lucy y Janet están despiertas? —pregunté. Empezaba a sentirme mejor.

—No tengo ni idea.

—Entonces, vaya a llamar a su puerta. —Cogí una sartén y la unté de aceite de oliva.

—Es que las dos duermen en la misma habitación...

—¡Oh, por el amor de Dios, Marino...!

Me volví en redondo y le dirigí una mirada de exasperación.

Desayunamos a las siete y media y eché una ojeada al periódico, que estaba húmedo.

—¿Qué vas a hacer hoy? —me preguntó Lucy como si estuviéramos de vacaciones, tal vez en algún encantador hotelito de los Alpes.

Iba vestida con la misma ropa de faena y estaba sentada en una otomana frente al fuego. Cerca de ella, en el suelo, tenía la Remington de cachas niqueladas. El arma estaba cargada con siete balas.

—Tengo que hacer varios recados y llamadas telefónicas —respondí.

Marino se había puesto unos pantalones téjanos y una sudadera y me observó con suspicacia mientras tomaba el café a sorbos.

—Me voy al centro —añadí clavando la mirada en sus ojos; pero él no se inmutó.

—Benton ya se ha marchado —se limitó a decir. Noté que se me encendían las mejillas—. He intentado llamarle y ya había dejado el hotel. —Consultó el reloj y agregó—: Eso debió de ser hace un par de horas, alrededor de las seis.

—Cuando digo que voy «al centro», me refiero a mi despacho —respondí sin alzar la voz.

—Lo que debe hacer, doctora, es ir a Quantico y alojarse en la planta de seguridad durante un tiempo. Lo digo en serio. Por lo menos, el fin de semana.

—Estoy de acuerdo —dije—. Pero no lo haré hasta haberme ocupado de algunos asuntos aquí.

—Entonces, lleve a Lucy y a Janet consigo.

Lucy estaba contemplando el panorama tras las puertas correderas de cristal y Janet seguía aún enfrascada en la lectura del periódico.

—No —respondí—. Ellas pueden quedarse aquí hasta que salgamos hacia Quantico.

—No es una buena idea.

—Escuche, Marino: a menos que esté detenida por alguna razón que ignoro, dentro de menos de media hora saldré de casa e iré a mi despacho. Y pienso ir sola.

Janet bajó el periódico y dijo a Marino:

—Llega un momento en que una tiene que seguir su vida.

—Esto es una cuestión de seguridad —respondió Marino, sin tomarse en seno el comentario.

Janet no cambió de expresión.

—No, no lo es —se limitó a decir—. La cuestión, aquí, es que usted se comporta como todos los hombres.

Marino la miró, desconcertado.

—Es excesivamente protector —añadió ella, muy sensata—. Y quiere encargarse de todo y controlarlo todo.

Marino no se mostró enfadado gracias a que ella hablaba en un tono muy suave.

—¿Se te ocurre una idea mejor? —le preguntó.

—La doctora Scarpetta puede cuidar de sí misma —contestó Janet—. Pero no debería quedarse sola en esta casa por las noches.

—Gault no vendrá aquí —dije a esto.

Janet se puso en pie y se desperezó.

—Es probable que él, no —asintió—. Pero Carrie, tal vez sí.

Lucy se volvió y dio la espalda a las puertas correderas. Tras los cristales, la mañana era cegadora y el agua goteaba del alero.

—¿Por qué no puedo ir contigo al despacho? —quiso saber mi sobrina.

—Allí no hay nada para ti —respondí—. Te aburrirías.

—Puedo trabajar con el ordenador.

Finalmente, llevé a Lucy y a Janet a trabajar conmigo y las dejé en el despacho con Fielding, mi ayudante jefe. A las once de la mañana, las calles del Slip estaban llenas de nieve sucia y pisada y los comercios empezaban a abrir, con notable retraso. Enfundada en unas botas impermeables y una chaqueta larga, esperé en una acera para cruzar Franklin Street. Las brigadas urbanas rociaban el asfalto con sal y el tráfico era escaso en aquel viernes previo a Nochevieja.

La galería James ocupaba el piso superior de un antiguo almacén de tabaco, cerca de un local de Laura Ashley y de una tienda de discos. Entré por una puerta lateral, seguí un pasillo apenas iluminado y tomé un ascensor en el que no cabían más de tres personas de mi tamaño. Pulsé el botón de la tercera planta y el camarín no tardó en abrirse ante otro pasillo en penumbra, en el fondo del cual había unas puertas acristaladas con el nombre de la galería pintado en letras negras de caligrafía.

James había abierto la galería después de trasladarse de Nueva York a Richmond. En una ocasión yo le había comprado una litografía y una talla de un pájaro, y las figuras de cristal de mi comedor también procedían de su tienda. Pero hacía más o menos un año había dejado de comprar allí, después de que un artista local creara en mi honor unas nada apropiadas batas de laboratorio con estampados hechos a mano que reproducían escenas de crímenes, sangre y huesos. Además, cuando le pedí a James que no las expusiera, amplió su pedido.

Vi al galerista tras una vitrina, ordenando una bandeja llena de lo que parecían pulseras. Cuando llamé al timbre, levantó los ojos, movió la cabeza en gesto de negativa y leí en sus labios, inaudible, el mensaje de que el local no estaba abierto. Me quité el gorro y las gafas de sol y llamé al cristal con los nudillos. El hombre me miró inexpresivamente hasta que saqué mis credenciales y le enseñé la placa.

Cuando se dio cuenta de que era yo, se sobresaltó y se quedó perplejo. James, que insistía en que le llamaran así porque su nombre de pila era Elmer, se acercó a la puerta. Una vez allí, echó otro vistazo a mis facciones y oí el tintineo de unas campanillas contra el cristal mientras el hombre hacía girar la llave.

—¿Qué quiere? —preguntó al franquearme el paso.

—Usted y yo tenemos que hablar —respondí mientras me desabrochaba el abrigo.

—Ya he agotado las batas de laboratorio.

—Me encanta oír eso.

—Yo también estoy encantado —dijo él, con su habitual displicencia—. Vendí la última por Navidad. Vendí más de esas estúpidas batas de laboratorio que ninguna otra cosa de la galería. Ahora pensamos en serigrafiar delantales de esos que ustedes llevan cuando hacen una autopsia.

—Eso no es una falta de respeto hacia mí, sino hacia los muertos. Y usted no será nunca yo, pero seguro que un día morirá. Quizá debería pensar un poco en ello.

—El problema de usted es que no tiene sentido del humor.

—No estoy aquí para hablar de cuál le parece que es mi problema —repliqué con calma.

James, un hombre alto y quisquilloso de cortos cabellos grises y bigote, se había especializado en pinturas, bronces y mobiliario minimalistas, en piezas de joyería insólitas y en caleidoscopios. Desde luego, tenía preferencia por lo irreverente y lo extravagante, y nada de lo que vendía era una ganga. Además, trataba a los clientes como si éstos fueran muy afortunados al poder gastarse el dinero en su galería. De hecho, estaba segura de que James no trataba bien a nadie.

—¿Qué hace aquí? —me preguntó—. Me he enterado de lo sucedido en su oficina.

—Por supuesto que se ha enterado —respondí—. No se me ocurre cómo podría ignorarlo nadie.

—¿Es cierto que a uno de los policías lo metieron en...?

Le dirigí una mirada feroz. James volvió a situarse tras el mostrador en el que, según pude ver ahora, había estado colocando minúsculas etiquetas con el precio en unas pulseras de oro y plata con forma de serpientes, de anillas de lata de refresco, de trenzas e incluso de esposas.

—Especiales, ¿verdad? —comentó con una sonrisa.

—Diferentes.

—Mi preferida es ésta. —Levantó una pulsera formada por una cadena de manos en oro mate.

—Hace varios días, alguien visitó su galería y utilizó mi tarjeta de crédito —le dije.

—Sí. Su hijo. —James devolvió la pulsera a la bandeja.

—¿Mi qué?

El galerista alzó la vista.

—Su hijo —repitió—. Veamos... creo que se llama Kirk.

—No tengo ningún hijo —respondí—. Y la tarjeta oro de American Express me la robaron hace varios meses.

—Vaya, ¿y por qué no la canceló enseguida?

—No me he dado cuenta de que no la tenía hasta hace muy poco. Y no he venido a hablar de esto —respondí—. Necesito que me cuente qué sucedió, exactamente.

James acercó un taburete y tomó asiento. A mí no me ofreció una silla.

—Vino el viernes antes de Navidad —me dijo a continuación—. Sobre las cuatro de la tarde, calculo.

—¿Y era un hombre, dice?

James me dirigió una mirada de desdén.

—Sí, un hombre. Todavía sé distinguirlos, ¿sabe?

—Descríbalo, por favor.

—Un metro setenta y pico, delgado, con facciones angulosas. Las mejillas un poco hundidas. Pero, a decir verdad, lo encontré bastante extravagante.

—¿Y los cabellos?

—Llevaba una gorra de béisbol, de modo que apenas se los vi, pero tuve la impresión de que los llevaba teñidos de un rojo realmente terrible. Un color zanahoria subidísimo. No puedo imaginar quién se lo hizo, pero deberían demandarlo por incompetencia.

—¿Qué me dice de sus ojos?

—Llevaba gafas de sol. Estilo Armani. Me sorprendió mucho que usted tuviera un hijo así —añadió con un tonillo burlón—. Yo habría imaginado que su chico llevaría traje caqui y corbatas estrechas, y que estudiaría en el MIT...

—James, esta conversación no tiene nada de divertida.,. —le interrumpí bruscamente.

De pronto, comprendió a qué venía el comentario. Se le iluminó el rostro y los ojos se le abrieron como platos.

—¡Oh, Dios mío! ¿Era el hombre del que hablan? ¿Ése que...? ¡Dios mío! ¿Dice que él estuvo en mi galería?

No hice el menor comentario.

—¿Se da cuenta de lo que significa eso? —James parecía eufórico—. Cuando la gente sepa que compró aquí...

Continué callada.

—¡Será fabuloso para el negocio! Vendrán clientes de todas partes. Mi galería entrará en las rutas de las visitas turísticas.

—Tiene razón —dije por fin—. Asegúrese de hacer publicidad de una cosa así y pronto tendrá cola en la puerta, tipos con trastornos de personalidad llegados de todas partes. Empezarán a tocar sus valiosos cuadros, los bronces y los tapices, y tendrá que responder a sus innumerables preguntas. Y no le comprarán nada.

James enmudeció.

—Ese hombre... —continué—, ¿qué hizo cuando estuvo aquí?

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