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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (10 page)

BOOK: Viaje a la Alcarria
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La cascada de Cifuentes es una hermosa cola de caballo, de unos quince o veinte metros de altura, de agua espumeante y rugidora. Sus márgenes están rodeadas de pájaros que se pasan el día silbando. El sitio para hacer una casa es muy bonito, incluso demasiado bonito.

El viajero busca un sitio para pasar la noche, deja su equipaje y se va a dar una vuelta por el pueblo. Desde el puente ve correr el Tajo, sucio, terroso, con las márgenes imprecisas. En sus orillas, unos pescadores de caña con aire de campesinos o de muleros, con traje de pana, faja negra y camisa con botón en el cuello, esperan pacientemente a que pique alguna trucha. Poco más abajo, unas mujeres lavan la ropa.

Sobre la cascada

canta el ruiseñor.

A orillas del Tajo

pesca el labrador.

En la tierna huerta

labra el pescador.

Granan los geranios

sobre albo verdor.

Los árboles tienen

aire de señor.

Desde Trillo huele

el mundo a otro olor.

El viajero se toma unas yemas y unos pastelitos de hojaldre en una tienda que hay al lado del puente y después se fuma un pitillo, a la puerta, con algunos hombres que han vuelto ya de trabajar. El grupo llega a hacerse grande y el viajero habla de que le gustaría ver el pueblo. Le acompañan tres o cuatro hombres de su edad. Las tabernas de Trillo tienen un aire jaranero, alegre, siempre un poco al borde del tumulto. El viajero encuentra a la gente amable, obsequiosa, con deseos de agradar. Así se lo dice a sus amigos, y uno de ellos le responde, sonriendo:

—Pues por ahí nos llaman la gente mala, ya ve usted.

A la salida de una taberna, el grupo se encuentra con un hombre joven. Uno de los acompañantes del viajero le dice:

—Le voy a presentar a usted al señor alcalde.

El viajero y el alcalde se saludan.

—Mucho gusto.

—El gusto es mío.

—¿Qué? ¿Anda usted viendo esto?

—Pues, sí... Dándome una vuelta.

El viajero y el alcalde no saben lo que decirse.

—¿Necesita usted algo?

—No, muchas gracias.

El alcalde de Trillo representa andar por los treinta o los treinta y tantos años y es sastre, de oficio. Tiene también una tienda de tejidos y de confecciones.

Caminando por el pueblo de un lado para otro pronto surge en la conversación el tema de la leprosería.

—Al principio andábamos un poco escamados con esto de la lepra; ahora ya nos vamos haciendo.

Un hombre viejo, tercia;

—La pena fue que se perdieran los baños de Carlos III, que eran famosos en toda España. Ya sabrá usted lo que decía el refrán: que Trillo todo lo cura, menos gálico y locura.

—¿Pero ustedes no tienen miedo a que les peguen la lepra?

Los hombres se miran antes de responder:

—Pues no, eso no. Vamos, unos tendrán y otros no tendrán...

Antes de volver a la posada el viajero va apuntando apellidos, los apellidos de la Alcarria. Por todos estos pueblos se ha ido encontrando con los Batanero, los Gamo, los Ochaíta, los Bachiller, los Arbeteta, los Bermejo, los Rodrigo, los Alvaro, los Laina, los Romo, los Bodega, los Poyatos.

—Unos son de un lado y otros son de otro, no vaya a creer que están todos mezclados.

—No, no, ya me figuro.

Ya en la posada, esperando la cena, el viajero lee lo que dice de las aguas de Trillo, en el libro que le regaló Julio Vacas en Brihuega, don Ramón Tomé, traductor del Tratado práctico de la gota, y autor del Tratado de Baños y Fuentes de Aguas Minerales, que va al final. Don Ramón Tomé explica brevemente la situación de la villa —a dos leguas de Cifuentes, a orillas del Tajo, en la provincia de Guadalajara y obispado de Sigüenza—, y repite el testimonio de don Eugenio Antonio Peñafiel, médico de Trillo, ya reseñado en la relación de las aguas escrita por don Casimiro Ortega, sobre el curioso caso del barón de Mesnis, primer teniente de Reales Guardias Walonas, hombre que, por lo visto, llegó baldado a Trillo, y después de algunos días de tomar las aguas mezcladas con suero de cabra, empezó a mejorar y pudo retirarse a la corte, según dice el cronista, lleno de consuelo. Esto sucedía en 1768.

El viajero, cuando lo llamaron a cenar, ciento setenta y tantos años más tarde, iba pensando en lo contento que se habría puesto el barón de Mesnis después de su visita a las termas de Trillo.

En el comedor había dos hombres, viajantes de comercio, según averiguó después, tomando café. Estaban ya cenados, pero preferían dejar pasar un rato antes de irse a la cama. Uno de los viajantes, el más viejo, leía un periódico que se llama Nueva Alcarria. El otro, el joven, apuntaba sus cuentas en un cuaderno. El viajero se sentó delante de su plato de huevos fritos con chorizo.

—Buenas noches.

—Que aproveche, buenas noches.

—¿Ustedes gustan?

—Gracias, ya hemos cenado.

Los viajantes dejaron, uno, la lectura, y el otro, su escritura, y miraron para el viajero. Los dos tenían ganas de preguntar, sobre todo el joven, pero al principio, esa es la verdad, no se decidieron. El viejo tenía un aire taciturno, sombrío, preocupado. El joven, por el contrario, era un hombre locuaz, bajito de estatura, servicial, que procuraba hacerse simpático. Se llamaba Martín y era representante de una fábrica de alpargatas con piso de cáñamo o goma, a elegir. El viajero supo más tarde que el viajante de más edad solía trasladarse de un lado a otro en coche de línea y, cuando no podía, a pie. Martín, en cambio, andaba siempre en bicicleta y tenía un concepto deportivo de la existencia.

—Con mí corcel de acero en buenas condiciones —llegó a decirle al viajero— soy capaz de ir a vender alpargatas al fin del mundo.

El viajero no lo había dudado ni un solo momento.

—Y para correr cualquier artículo, hay que echarle simpatía y aguantar; mucha simpatía y mucho aguante, si no, no hay nada que hacer.

—¿Y usted no vende más que alpargatas?

—No, señor, yo vendo todo lo que falta. ¿Que en un pueblo no tienen botones, o algodón de zurcir, o papel de cartas? Pues yo voy, escribo una tarjetita postal a la casa, y otra cosa. Corriendo un solo artículo no sacaría uno para los gastos.

Al comedor se entra por la cocina. En la cocina cenaban, cuando entró el viajero, la posadera y los suyos.

—En estos pueblos son muy zorros, ¿sabe usted?

El viajante, mientras hablaba, estaba liando un pitillo de la petaca del viajero.

—En cuanto que uno se duerme en las pajas ya le están haciendo la cusca. Pero eso no viene mal, así se va uno espabilando.

El viajante chupa del pitillo y ladea la cabeza. El otro viajante dobló ya su periódico y mira en silencio.

—Porque España es un pueblo muy inculto, aquí no hay cultura, hay mucho analfabeto. Yo, aquí donde usted me ve, tengo tres años del bachiller. Pero no me quejo; voy viviendo, y con eso ya me conformo. Ya me haré rico alguna vez si puedo, y si no, pues mire..., ¡de tal día en un año! Ahora procuro hacer vida sana y tomar bien el aire, ya sabe usted lo que se decía antiguamente: para tener la mente sana hay que tener el cuerpo sano. Yo me eduqué en los salesianos; algunos compañeros míos son ahora médicos o aparejadores y viven como príncipes. No los trato porque no me da la gana; cuando los salude quiero ser tanto como ellos y tener mi casa como Dios manda, yo soy muy orgulloso.

—Es verdad.

—Pues claro que sí, una gran verdad. De los mismos materiales nos han hecho a todos.

El viajante, después de su confesión, pregunta al viajero, como quien no quiere la cosa:

—¿Y usted?

—Pues yo, ¡ya ve!

—Cuando me dijeron que había un señor nuevo, pensé si sería de la fiscalía.

—Pues no, gracias a Dios no soy de la fiscalía.

El viajante está algo desorientado.

—Porque viajante no será, vamos, digo yo. Nos hubiéramos encontrado en otras partes.

—Claro.

Asoma la posadera con unos plátanos de postre y una taza de café, y el viajero le pregunta por un guía que lo lleve a través de las Tetas de Viana, por cualquier mozo que sepa el camino y ponga una caballería para cargar el equipaje. La posadera piensa un momento.

—¡Como no quiera llevarse a mi Quico!

—¿Quién es su Quico?

—Mi hijo mayor; tiene ya dieciocho años.

Después de llegar a un acuerdo con la posadera, el viajero se va a dormir. Con él sube Martín, las dos camas están en la misma alcoba.

—¿Adonde va a ir usted?

—Pues no lo sé fijo. A lo mejor voy a Budia, a lo mejor a Pareja.

Ya en la cama y con la luz apagada, el viajante pregunta:

—¿Y le es igual ir a un sitio que a otro?

—Pues, la verdad, sí. ¿Qué más me da?

Al cabo de un rato, después de dar la última vuelta antes de cerrar los ojos, el viajante vuelve a preguntar:

—Oiga usted, perdone la curiosidad, ¿usted cuando come huevos fritos toma siempre cinco?

El viajero no contesta, hace que está dormido. Fuera, en medio de un silencio impresionante, ruge, monótona, la cascada del Cifuentes.

DEL TAJO AL ARROYO DE LA SOLEDAD
VII

EL viajero se levanta a las seis. Está amaneciendo. El viajero ha descansado bien, ha dormido toda la noche de un tirón. Se lava, se viste, dobla su manta, se echa el morral al hombro y sale. Martín, que se ha despertado, le saluda:

—Buenos días.

—Buenos días, ¿qué tal se ha descansado?

—Bien, ¿y usted?

—Bien también, ¿no se levanta?

—Pues no, todavía no, ¡como voy en bicicleta!

—Claro.

A la puerta está Quico, con la mula, esperando al viajero. Quico es un muchacho fuerte, muy lavado y muy peinado, que lleva una camisa limpia, una camisa inmaculada. La madre de Quico se ha levantado a preparar al hijo y a hacer el desayuno al viajero.

La mula de Quico se llama Jardinera, y es castaña, joven, no muy grande; parece una mula de buena clase.

El viajero y su compañía cruzan el Tajo y se meten por un sendero de cabras que sube al montecillo de la Dehesa. Quico le explica al viajero que, según dicen, el monasterio de Óvila se lo llevaron los americanos piedra a piedra, antes de la guerra civil.

En el monte de la Dehesa la vegetación es dura, balsámica, una vegetación de espinos, de romero, de espliego, de salvia, de mejorana, de retamas, de aliagas, de matapollos, de cantueso, de jaras, de chaparros y de tomillos; una vegetación que casi no se ve, pero que marea respirarla. No hace todavía calor aunque el día se anuncia bueno. El aire es transparente. El Tajo, que de cerca es un río turbio y feo, desde lejos parece bonito, muy elegante. Viene haciendo curvas y se ve desde muy lejos, siempre rodeado de árboles. La leprosería aparece a su orilla en primer término. La forman varios pabellones grandes y alguna que otra casa más pequeña. Quico le explica al viajero lo que van viendo: esto es esto, esto es aquello, esto es lo de más allá. Después sonríe para decir, con la mirada triste:

—Pobre gente, ¿verdad?

—Sí...

—Poca suerte han tenido éstos, ¿verdad?

—Sí...

A los pies del viajero, del lado de acá del río, va la carretera de Azañón y de Peralveche y del Recuenco.

—Por ahí también se va a Viana y a La Puerta y a los baños de Mantiel.

—Y por aquí.

—Sí, por aquí, también. Por aquí hay un atajo que lleva todo derecho hasta Viana.

El viajero quiere aprovechar la fresca, y el que la mula lleva su morral, y camino seguido, sin pararse o parándose muy poco, sólo unos instantes, de tarde en tarde, para mirar el paisaje.

Marchando por la Entrepeña el viajero ve una hermosa decoración, una decoración teatral de grandes piedras abruptas y peladas y de árboles muertos, partidos por el rayo. Una rapiña vuela con su gazapo entre las garras. Un lagarto inmenso, un lagarto verde, amarillo y rojo, sale huyendo desde los mismos pies del viajero.

Al salir al terreno llamado de la Fuente de la Calinda, aparecen erizadas, violentas, las Tetas de Viana.

El viajero se siente poeta y tira de lápiz.

Por las Tetas de Viana,

el mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana.

Silba un jilguero en la rama

de la zarza. Se quedó,

de pie sobre la solana,

una liebre casquivana

viendo la estampa pagana

del mulo, el paisaje y yo.

Son las seis de la mañana

en mi reló.

Su verso se lo dedicó a una moza, ya no tan moza, andariega y silvestre, con la que tuvo amores; unos amores que tampoco viene a cuento traerlos aquí:

A la arriera

garrida,

una extranjera

en la vida,

Valvanera

consentida

por un marido capón.

La Fuente de la Calinda es un monte bajo y pedregoso, con mucha caza. Una bandada de perdices levanta el vuelo, raso, torpón, de pájaro poco fogueado, a poco pasos del grupo.

Quico y el viajero hacen el primer alto, echan un trago, fuman un pitillo y charlan.

—Aquí mataron una vez a uno.

El viajero piensa que el sitio está bien elegido, realmente es un sitio muy apropiado.

—¿Sí?

—Sí, señor. Primero le tiraron con postas y después lo dieron lo menos veinte navajazos.

—¡Pues lo debieron dejar bueno!

—Sí, señor, lo dejaron muerto. El muerto era uno de Sotoca.

—¿Y el que lo mató?

—Eso no se sabe, ¡cualquiera lo sabe!

Un nido de avispas zumba en el hueco de un árbol.

—Al muerto le llevaron los cuartos y le cortaron las orejas.

—No está mal.

—Pues no sé, según cómo se mire. Antes era costumbre, según dicen.

—¿Y ahora?

—No, yo creo que ahora pasan ya menos cosas.

Tras la Fuente de la Calinda se caminan los montes de las Acacias, unos cerrillos bajos que van a dar al llano del Olivar Hueco. A las faldas de las Tetas de Viana hay unos prados de yerba tierna, verde, rodeados de zarzas y de espinos.

—El atajo sigue todo por aquí, por la izquierda. Para subir a las Tetas hay que salirse del atajo. La de allá tiene una escalera de madera hasta arriba de todo; durante la guerra fue un observatorio. ¿Quiere usted que subamos?

—No, no, por aquí vamos bien.

Las dos Tetas son casi exactamente iguales vistas desde el norte, quizás la de poniente sea algo más alta. Tienen forma de cucurucho cortado antes de la punta y terminan, cada una, en una mesa de bordes rocosos y cortados a pico que deben ser difíciles de escalar.

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