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Authors: Louis-Ferdinand Céline

Tags: #Drama

Viaje al fin de la noche (6 page)

BOOK: Viaje al fin de la noche
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«Yo soy un reservista…»

«¡Ah!», dije. Me sorprendía, un reservista. Era el primero que me encontraba en la guerra. Nosotros siempre habíamos estado con hombres de la activa. No veía yo su figura, pero su voz era ya distinta de las nuestras, como más triste y, por tanto, más aceptable que las nuestras. Por eso, no podía por menos de sentir un poco de confianza hacia él. Ya era algo.

«Estoy harto —repetía—. Me voy a dejar coger por los
boches.»

No ocultaba nada.

«¿Y cómo vas a hacer?»

De repente, me interesaba, su proyecto, más que nada.

¿Cómo iba a arreglárselas para conseguir que lo apresaran?

«Aún no lo sé…»

«¿Cómo has conseguido largarte?… ¡No es fácil dejarse coger!»

«Me importa un bledo, iré a entregarme.»

«Entonces, ¿tienes miedo?»

«Tengo miedo y, además, esto me parece cosa de locos, si quieres que te diga la verdad. Me tienen sin cuidado los alemanes, no me han hecho nada…»

«Cállate —le dije—, tal vez nos oigan…»

Yo sentía como un deseo de ser cortés con los alemanes. Me habría gustado que me explicara, ya que estaba, aquel reservista, por qué no tenía valor yo tampoco, para hacer la guerra, como todos los demás… Pero no explicaba nada, sólo repetía que estaba hasta la coronilla.

Entonces me contó la desbandada de su regimiento, la víspera, al amanecer, por culpa de los cazadores de a pie, de los nuestros, que por error habían abierto fuego contra su compañía, a campo traviesa. No los esperaban a esa hora. Habían llegado tres horas antes de lo previsto. Entonces los cazadores, fatigados, sorprendidos, los habían acribillado. Yo ya me conocía eso, ya me había pasado.

«Y yo, ¡tú fíjate! Una ocasión así, ¡menudo si la aproveché! —y añadió—: Robinson. Me llamo Robinson… ¡Robinson Léon! “Si quieres pirártelas, ¡ahora o nunca!”, me dije… ¿No te parece? Conque me metí por un bosquecillo y después allí, tú figúrate, me encontré a nuestro capitán… Estaba apoyado en un árbol, ¡bien jodido el capi!… Estirando la pata… Se sujetaba el pantalón con las dos manos y venga escupir… Sangraba por todo el cuerpo y los ojos le daban vueltas… No había nadie con él. Había recibido una buena… “¡Mamá! ¡Mamá!”, lloriqueaba, mientras reventaba y meaba sangre también…

»"¡Corta el rollo!", fui y le dije. "¡Mamá! Sí, sí, ¡en eso está pensando tu mamá!"… ¡Así, chico, al pasar!… ¡En sus narices! ¡Imagínate! ¡Se debió de correr de gusto, aquel cabrón!… ¿No?… No se presentan muchas ocasiones, de decirle lo que piensas, al capitán… Hay que aprovecharlas. Y, para largarme más rápido, tiré el petate y las armas también… En un estanque de patos que había allí al lado… Es que, aquí donde me ves, yo no tengo ganas de matar a nadie, no he aprendido… Ya en tiempos de paz, no me gustaba la camorra… Me marchaba… Conque, ¡ya te puedes imaginar!… En la vida civil, procuraba no faltar a la fábrica… Incluso llegué a ser un grabador discreto, pero no me gustaba, por las disputas, prefería vender los periódicos de la tarde y en un barrio tranquilo, por donde me conocían, cerca del Banco de Francia… Place des Victoires, para ser más exactos… Rue des Petits-Champs… Ésa era mi zona… Nunca pasaba de la Rue du Louvre y el Palais-Royal, por un lado, ya ves tú… Por la mañana, hacía recados para los comerciantes… Por la tarde, un reparto de vez en cuando, a salto de mata, vamos… Alguna chapuza… Pero, ¡a mí que no me hablen de armas!… Si los alemanes te ven con armas, ¿eh? ¡Estás listo! Mientras que cuando vas a la buena de Dios, como yo ahora… Nada en las manos… Nada en los bolsillos… Notan que les costará menos apresarte, ¿comprendes? Saben con quién tienen que habérselas… Si pudieras llegar desnudo hasta los alemanes, sería lo mejor… ¡Como un caballo! Entonces, no podrían saber de qué arma eres…»

«¡Eso es verdad!»

Me daba cuenta de que la edad ayuda para las ideas. Te vuelves práctico.

«Están ahí, ¿no?» Mirábamos y calculábamos juntos nuestras posibilidades y buscábamos nuestro futuro, como en las cartas, en el gran plano luminoso que nos ofrecía la ciudad en silencio.

«¿Vamos?»

En primer lugar había que pasar la línea del ferrocarril. Si había centinelas, nos apuntarían. Tal vez no. Había que ver. Pasar por encima o por debajo, por el túnel.

«Tenemos que darnos prisa —añadió aquel Robinson—. Hay que hacerlo de noche; de día ya no hay amigos, todo el mundo trabaja para la galería; por el día, tú fíjate, hasta en la guerra es la feria… ¿Te llevas el penco?»

Me llevé el penco. Por prudencia, para salir pitando, si no nos recibían bien. Llegamos al paso a nivel, con los grandes brazos rojos y blancos levantados. Nunca había visto barreras de esa forma. Las de las afueras de París no eran así.

«¿Crees tú que habrán entrado ya en la ciudad?»

«¡Seguro! —dijo—. ¡Sigue adelante!…»

Ahora nos veíamos obligados a ser tan valientes como los valientes; el caballo, que avanzaba tranquilo tras nosotros, como si nos empujara con su ruido, no nos dejaba oír nada. ¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!, con sus herraduras. Golpeaba en pleno eco, tan campante.

Entonces, ¿contaba con la noche, aquel Robinson, para sacarnos de allí?… íbamos al paso los dos, por el centro de la calle vacía, sin la menor cautela, marcando el paso aún, como en la instrucción.

Tenía razón, Robinson, el día era implacable, de la tierra al cielo. Tal como íbamos por la calzada, debíamos de tener aspecto muy inofensivo, los dos, muy ingenuo incluso, como si volviéramos de permiso.

«¿Te has enterado de que han apresado al 1° de húsares entero?… ¿en Lille?… Entraron así, según dicen, no sabían, ¡eh!, con el coronel delante… ¡Por una calle principal, chico! Los cercaron… Por delante… Por detrás… ¡Alemanes por todos lados!… ¡En las ventanas!… Por todos lados… Listo… ¡Como ratas cayeron!… ¡Como ratas! ¡Tú fíjate qué potra!…»

«¡Ah! ¡Qué cabritos!…»

«¡Tú fíjate! ¡Tú fíjate!…» No salíamos de nuestro asombro ante aquella admirable captura, tan limpia, tan definitiva… Nos había dejado boquiabiertos. Las tiendas tenían todos los postigos cerrados, los hotelitos también, con su jardincillo delante, todo muy limpio. Pero, tras pasar por delante de Correos, vimos que uno de aquellos hotelitos, un poco más blanco que los demás, tenía todas las ventanas iluminadas, tanto en la planta baja como en el entresuelo. Nos acercamos y llamamos a la puerta. Nuestro caballo seguía detrás de nosotros. Un hombre grueso y barbudo nos abrió. «¡Soy el alcalde de Noirceur —fue y anunció al instante, sin que le preguntáramos— y estoy esperando a los alemanes!» Y salió, el alcalde, al claro de luna para reconocernos. Cuando comprobó que no éramos alemanes, sino franceses, no se mostró tan solemne, sólo cordial. Y también cohibido. Evidentemente, ya no nos esperaba, nuestra llegada contrariaba las disposiciones y resoluciones que había tenido que adoptar. Los alemanes debían entrar en Noirceur aquella noche, estaba avisado y había dispuesto todo de acuerdo con la Prefectura, su coronel aquí, su ambulancia allá, etc… ¿Y si entraban en aquel momento? ¿Estando nosotros allí? ¡Seguro que crearía dificultades! Provocaría complicaciones… No nos lo dijo a las claras, pero se veía que lo pensaba.

Entonces se puso a hablarnos del interés general, allí, en plena noche, en el silencio en que estábamos perdidos. Sólo del interés general… De los bienes materiales de la comunidad… Del patrimonio artístico de Noirceur, confiado a su cargo, cargo sagrado donde lo hubiera… De la iglesia del siglo XV, sobretodo… ¿La quemarían, la iglesia del siglo XV? ¡Como la de Condé-sur-Yser, allí cerca! ¿Eh?… Por simple mal humor… Por despecho, al encontrarnos allí… Nos hizo sentir toda la responsabilidad en que incurríamos… ¡Inconscientes soldados jóvenes que éramos!… A los alemanes no les gustaban las ciudades sospechosas, por las que aún merodearan militares enemigos. Ya se sabía.

Mientras nos hablaba así, a media voz, su mujer y sus dos hijas, rubias llenitas y apetitosas, se mostraban de perfecto acuerdo, con una palabra de vez en cuando… En resumen, nos echaban. Entre nosotros flotaban los valores sentimentales y arqueológicos, vitales de repente, pues ya no quedaba nadie en Noirceur para impugnarlos… Patrióticos, morales, estimulados por las palabras, fantasmas que intentaba atrapar, el alcalde, pero que se esfumaban al punto, vencidos por nuestro miedo y nuestro egoísmo y también por la verdad pura y simple.

Hacía esfuerzos extenuantes y conmovedores, el alcalde de Noirceur, para intentar convencernos, con pasión, de que nuestro deber era, sin lugar a dudas, largarnos en seguida con viento fresco y a todos los diablos, menos brutal, desde luego, que nuestro comandante Pinçon, pero tan decidido en su género.

Lo único seguro que oponer, a todos aquellos poderosos, era, sin duda, nuestro humilde deseo de no morir ni arder. Era poco, sobre todo porque esas cosas no pueden declararse durante la guerra. Conque nos encaminamos hacia otras calles vacías. La verdad era que todas las personas con las que me había encontrado aquella noche me habían revelado su alma.

«¡Mira que tengo suerte! —comentó Robinson, cuando nos íbamos—. ¡Ya ves! Si tú hubieras sido un alemán, como también eres buen muchacho, me habrías hecho prisionero y todo habría acabado bien… ¡Cuesta deshacerse de uno mismo en la guerra!»

«Y tú —le dije—, si hubieras sido un alemán, ¿no me habrías hecho prisionero también? Entonces, ¡a lo mejor te habrían concedido su medalla militar! Debe de llamarse con un nombre extraño en alemán su medalla militar, ¿no?»

Como seguíamos sin encontrar por el camino a alguien que quisiera hacernos prisioneros, acabamos sentándonos en un banco de una placita y nos comimos la lata de atún que Robinson Léon paseaba y calentaba en el bolsillo desde la mañana. Muy lejos, se oía el cañón ahora, pero muy lejos, la verdad. ¡Si hubieran podido quedarse cada cual por su lado, los enemigos, y dejarnos tranquilos!

Después seguimos a lo largo de un canal y, junto a las gabarras a medio descargar, orinamos, con largos chorros, en el agua. Seguíamos llevando el caballo de la brida, tras nosotros, como un perro muy grande, pero cerca del puente, en la casa del barquero, de un solo cuarto, también sobre un colchón, estaba tendido otro muerto, solo, un francés, comandante de cazadores a caballo, que, por cierto, se parecía bastante a Robinson, de cara.

«¡Mira que es feo! —comentó Robinson—. A mí no me gustan los muertos…»

«Lo más curioso —le respondí— es que se te parece un poco. Tiene la nariz larga como tú y tú no eres mucho menos joven que él…»

«La fatiga me hace parecer así; cansados todos nos parecemos un poco, pero si me hubieras visto antes… ¡Cuando montaba en bicicleta todos los domingos!… ¡Era un chavea que no estaba mal! Chico, ¡tenía unas pantorrillas! ¡El deporte, claro! También desarrolla los muslos…»

Volvimos a salir; la cerilla que habíamos cogido para mirar se había apagado.

«¡Ya ves! ¡Es demasiado tarde!…»

Una larga raya gris y verde subrayaba ya a lo lejos la cresta del otero, en el límite de la ciudad, en la noche. ¡El día! ¡Uno más! ¡Uno menos! Habría que intentar pasar a través de aquél como de los demás, convertidos en algo así como aros cada vez más estrechos, los días, y atestados de trayectorias y metralla.

«¿No vas a venir por aquí la próxima noche?», me preguntó al separarse de mí.

«¡No hay próxima noche, hombre!… ¿Es que te crees un general?»

«Yo ya no pienso en nada —dijo, para acabar—. En nada, ¿me oyes?… Sólo pienso en no palmarla… Ya es bastante… Me digo que un día ganado, ¡es un día más!» «Tienes razón… ¡Adiós, chico, y suerte!…» «¡Lo mismo te digo! ¡Tal vez nos volvamos a ver!» Volvimos cada uno a nuestra guerra. Y después ocurrieron cosas y más cosas, que no es fácil contar ahora, pues hoy ya no se comprenderían.

Para estar bien vistos y considerados, tuvimos que darnos prisa y hacernos muy amigos de los civiles, porque éstos, en la retaguardia, se volvían, a medida que avanzaba la guerra, cada vez más perversos. Lo comprendí en seguida, al regresar a París, y también que las mujeres tenían fuego entre las piernas y los viejos una cara de salidos que para qué y las manos a lo suyo: los culos, los bolsillos.

Heredaban de los combatientes, los de la retaguardia, no habían tardado en aprender la gloria y las formas adecuadas de soportarla con valor y sin dolor.

Las madres, unas enfermeras, otras mártires, no se quitaban nunca sus largos velos sombríos, como tampoco el diploma que les enviaba el ministro a tiempo por mediación del empleado de la alcaldía. En resumen, se iban organizando las cosas.

Durante los funerales pomposos, la gente está muy triste también, pero no por ello dejan de pensar en la herencia, en las próximas vacaciones, en la viuda, que es muy mona y tiene temperamento, según dicen, y en seguir viviendo, uno mismo, por contraste, largo tiempo, en no diñarla tal vez nunca… ¿Quién sabe?

Cuando sigues un entierro, todo el mundo se descubre, ceremonioso, para saludarte. Da gusto. Es el momento de comportarse como Dios manda, de adoptar expresión de decoro y no bromear en voz alta, de regocijarse sólo por dentro. Está permitido. Por dentro todo está permitido.

En época de guerra, en lugar de bailar en el entresuelo, se bailaba en el sótano. Los combatientes lo toleraban y, más aún, les gustaba. Lo pedían, en cuanto llegaban, y a nadie parecía impropio. En el fondo, sólo el valor es impropio. ¿Ser valiente con tu cuerpo? Entonces pedid al gusano que sea valiente también; es rosado, pálido y blando, como nosotros.

Por mi parte, yo ya no tenía motivos para quejarme. Estaba a punto de liberarme, gracias a la medalla militar que había ganado, la herida y demás. Estando en convalecencia, me la habían llevado, la medalla, al hospital. Y el mismo día me fui al teatro, a enseñársela a los civiles en los entreactos. Gran sensación. Eran las primeras medallas que se veían en París. ¡Un chollete!

Fue en aquella ocasión incluso cuando, en el salón de la Opéra-Comique, conocí a la pequeña Lola de América y por ella me espabilé del todo.

Hay ciertas fechas así, en la vida, que cuentan entre tantos meses en los que habría podido uno abstenerse muy bien de vivir. Aquel día de la medalla en la Opéra-Comique fue decisivo en mi vida.

Por ella, por Lola, me entró gran curiosidad por Estados Unidos, por las preguntas que le hacía y a las que ella apenas respondía. Cuando te lanzas así, a los viajes, vuelves cuando puedes y como puedes…

En el momento de que hablo, todo el mundo en París quería poseer su uniforme. Los únicos que no tenían eran los neutrales y los espías y eran casi los mismos. Lola tenía el suyo, su uniforme oficial de verdad, y muy mono, todo él adornado con crucecitas rojas, en las mangas, en su gorrito de policía, siempre ladeado, coquetón, sobre sus ondulados cabellos. Había venido a ayudarnos a salvar a Francia, como decía al director del hotel, en la medida de sus débiles fuerzas, pero, ¡con todo el corazón! Nos entendimos en seguida, si bien no del todo, porque los arrebatos del corazón habían llegado a resultarme de lo más desagradables. Prefería los del cuerpo, sencillamente. Hay que desconfiar por entero del corazón, me lo habían enseñado, ¡y de qué modo!, en la guerra. Y no me iba a ser fácil olvidarlo.

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