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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (33 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Gair tanteó el canto. La melodía que buscaba era huidiza como el propio lobo. El aullido del lobo habla de la nieve, el cálido aliento que atraviesa la noche amarga a la luz de las estrellas. Cuando permitió que lo envolviera fue cuando se efectuó el cambio. Se acortaron sus articulaciones y se le aguzaron los sentidos. Los músculos adoptaron nuevas y extrañas configuraciones que al principio le parecieron ajenas, pero que poco a poco, cuando asumió por completo la nueva forma, se convirtieron en algo familiar. Incluso sus pensamientos, en esa parte de él que era enteramente lobo, se habían transformado. Todo lo que había leído o aprendido acerca de los lobos, su comportamiento y compleja estructura social, cobró sentido sin el menor asomo de duda. Estaba todo ahí, en su interior, escrito en sus huesos, tan parte de él como pudiera serlo el grueso pelaje.

La loba lo inspeccionó con mirada crítica mientras caminaba en círculos a su alrededor.

«Bien —dijo—, pero tu cola debería estar más llena, igual que el cuello, y el pecho ser más prominente, a menos que quieras que te confundan con un lobato.»

De pie, Gair se concentró. Después se sintió más a gusto en aquella forma, como pasa con la ropa hecha a medida. Sacudió el cuerpo, disfrutando del modo en que se removió el pesado pelaje. Se sentía bien, era como si la nueva forma encajara como un guante, una sensación parecida a la que sentía cuando se transformaba en águila encarnada. Sólo que no disfrutaba del poder de volar, sino de correr, saltar, de perseguir, liviano como el viento, sin apenas dejar huella a su paso.

«¡Excelente! —Aysha permaneció a su lado, alerta, sonriente—. ¡Ahora, a cazar!»

19

ATRAPAME SI PUEDES

E
n primavera, cuando las flores adornan con sus colores brillantes las macetas, las ventanas y las terrazas, ocho días en Puertos Blancos eran un festín para el olfato y para la vista. Pero pasada la tormenta, con el vómito del mareo flotando en el canal y las embarcaciones auxiliares transportando el cargamento en la fétida noche, eran ocho días en el infierno.

Masen apartó la tapa que cubría el pozo de la taberna y se sacudió el polvo de las manos. El canto del agua no era su don principal, así que bastaría para asegurar el suministro de agua limpia de
La Pluma Escarlata
, pero proporcionárselo al resto de la ciudad era una labor que le quedaba muy grande. El agua estaba contaminada, por tanto tendría que limpiar el pozo mañana y noche. No tardaría en verse obligado a hacerlo tres veces al día. Demasiados cadáveres sin quemar flotando río arriba, demasiadas alcantarillas obturadas que derramaban su contenido en las calles para que su intervención se considerase algo más que una simple demora de lo inevitable.

—Si al menos dejara de llover —murmuró.

Podían recoger el agua de la lluvia para beber si al final no les era posible recurrir a los pozos, pero al mismo tiempo impedía que el río recuperase su altura habitual, y los caminos no se secaban, por lo que los alimentos no llegaban a la ciudad y los viajeros se encontraban varados.

—Paciencia, amigo mío —dijo el dueño mientras prensaba el tabaco en la cazoleta de la pipa—. Paciencia. Los vientos del norte siempre traen lluvias en esta época del año.

—Sí, pues mi paciencia está a punto de agotarse, Darshan. Me espera un largo camino y no puedo permitir que se me enfríen las suelas aquí.

—Hasta que la voluntad de la diosa apunte en otra dirección te tendremos aquí. Será mejor que te hagas a la idea.

Darshan apagó el cirio y dio varias chupadas a la pipa. Masen gruñó.

—No me malinterpretes, me alegra serte de ayuda en la medida de lo posible, pero tengo que ponerme en marcha. Debo entregar mi mensaje tan pronto como sea posible.

—¿Y no podrías…? Bueno, ya sabes. —Darshan hizo un gesto indefinido con los dedos. El recio syfriano había aceptado la revelación que hizo Masen con mayor ecuanimidad que la mayoría, limitándose a comentar que para clavar un clavo cualquier martillo sirve.

—No. Estoy demasiado lejos. Hay quienes poseen mayor facilidad para comunicarse a distancia, pero por desgracia no soy uno de ellos.

El dueño inspeccionó el fulgor que desprendía la cazoleta, el humo entre los dientes.

—No llevas puesta la librea, así que no se trata de algo relacionado con el emperador. ¿Qué podría ser tan apremiante que no lleve estampado el sello de Theodegrance?

A diario la misma pregunta, o una parecida. Darshan, quizá un ejemplar único entre los dueños de fondas, era incapaz de distinguir cuándo debía hablar y cuándo debía quitar en silencio las manchas de humedad de copas y vasos. Masen no tenía intención de mostrarse maleducado, pero se le agotaba la paciencia a medida que menguaban las posibilidades de encontrar pasaje en un barco antes de Atardecer.

—Mis asuntos son cosa mía —dijo, circunspecto, al dirigirse hacia la puerta de la cocina—. Voy a acercarme al puerto.

Hizo caso omiso de la llamada de Darshan, y anduvo por el muelle hasta el cruce con Aguasverdes. Bajo sus pies, los tablones estaban cubiertos por una capa resbaladiza tras la lluvia, pero no tuvo que andar mucho antes de encontrar un esquife amarrado cerca del embarcadero, de cuya popa colgaba empapado un pendón naranja, señal de que estaba a disposición de quien quisiera alquilar sus servicios. Bastó con dar un silbido para despertar de la siesta al barquero, que arrimó la embarcación a la escalera más próxima.

—A los muelles de gran calado, por favor.

Masen dio una moneda al patrón y embarcó en el esquife. Sin decir palabra, el tipo se guardó el dinero en el bolsillo, arrió la driza de la que colgaba el pendón, y apartó la embarcación del muelle, sirviéndose de un poste para desplazarla por la superficie del agua donde chapoteaba la lluvia.

A Masen le dolió contemplar la visión de la ciudad a su paso. Había visitado Puertos Blancos en diversas ocasiones a lo largo de los años, y atesoraba buenos recuerdos de ella: allí había gritado como un crío al ver a medianoche los fuegos artificiales por Todos los Santos; había bailado hasta que le sangraron los pies la Noche de los Inocentes; había hecho el amor entre sábanas de lino y seda y, en una ocasión, jamás lo olvidaría, en una antigua qilim que no tenía precio, con una pelirroja vendedora de alfombras, mientras los invitados de ésta parloteaban y bebían buenos vinos en la habitación contigua. Todos esos recuerdos de la ciudad, desde los exquisitos salones de Canal del Rey hasta las tabernas que bordeaban el canal, eran alegres. Nunca había tenido recuerdos del lugar que le humedeciesen los ojos.

A pesar de las valientes palabras de Darshan conforme Syfria se alzaría de sus cenizas, lo cierto era que aquella zona se había llevado una buena tunda. Todos los edificios estaban cubiertos de agua hasta la altura de las rodillas, y el grueso estuco blanco se agrietaba cubierto de manchas de humedad. Muchos de los almacenes y tiendas tenían sus puertas abiertas de par en par, bien debido a los saqueadores, bien a la gente hambrienta que andaba desesperada en busca de comida. Los que no habían sido saqueados tenían productos echados a perder amontonados fuera, mientras los dueños barrían la puerta alicaídos. Masen vio pieles, productos de cuero y muebles de buena factura que debían de valer un dineral abandonados en los muelles, tan renegridos y podridos que ni siquiera tenían valor para los saqueadores.

Tal vez vio algunos botes más que en días anteriores. Podría haber sido un indicio de que los instintos comerciales de Syfria permanecían intactos, de no ser porque las cubiertas de las embarcaciones tenían montones de fardos y de niños de mirada extraviada. La gente se marchaba a pesar de no tener adónde ir. Puertos Blancos estaba postrada de rodillas.

En otoño las tormentas eran habituales en la parte meridional de Syfria. ¿Por qué aquélla había caído con tanta fuerza y durado tanto? Contempló el cielo, que seguía cubierto por las mismas nubes plomizas. El ambiente era húmedo, bochornoso; era como respirar sopa. Seguía lloviendo, goterones cálidos como lágrimas que le resbalaban por el rostro. Las nubes lloraban por la destrucción derivada de las inundaciones.

El barquero gobernó con destreza la embarcación para evitar el esqueleto flotante de lo que en tiempos fue una barca de recreo, y luego lo llevó derecho a Canal del Rey. Los postes de amarre colgaban torcidos, la pintura que fue reluciente se había descolorido y los adornos labrados apenas se distinguían. Restos de madera asomaban de la turbia superficie del agua como los huesos de una fosa común. Incluso los cormoranes, que acechan las vías fluviales del mismo modo que las palomas algunas ciudades, brillaban por su ausencia. Masen cerró los ojos. No podía soportar seguir mirando.

Como era habitual, se abrió al canto y examinó los colores de la ciudad en busca de una pauta conocida. Había varias docenas de individuos con talento entre la población superviviente, pero no el reluciente calidoscopio que andaba buscando. Había formulado algunas preguntas discretas a otros propietarios de fondas, y a otros tantos mercaderes del barrio de los joyeros, pero obtuvo por respuesta miradas vacías y encogimientos de hombros. Nadie parecía conocer el paradero de un platero llamado Orsene, ni siquiera los propietarios de las tiendas. Sencillamente habían encontrado la puerta abierta a patadas y el taller saqueado, y en las habitaciones que había en la segunda planta, indicios de una marcha apresurada. Respecto a cuándo lo habían visto por última vez, nadie podía decirlo a ciencia cierta.

En el muelle de gran calado, Masen dio las gracias al barquero y subió la escalera del embarcadero. No había un solo barco de altura que tuviese intacto el casco. Las cuadrillas de carpinteros trabajaban en una o dos de las naves menos dañadas, pero los martillos y las sierras carecían de brío, era como si no vieran sentido a las reparaciones. Ni siquiera levantaron la vista cuando Masen pasó de largo en dirección al embarcadero principal. Tuvo que sortear restos de madera, palos caídos; una maraña de cabo y lona amenazó con hacerle tropezar. Los barcos a medio hundir golpeaban y crujían a merced de la corriente, y Masen siguió caminando hasta la columna de piedra que había al final del muelle donde se había alzado el faro occidental. La luz abovedada estaba rota, y los restos de metal no eran más que chatarra, a pesar de lo cual subió los peldaños húmedos de lluvia hasta lo más alto y se recostó en la piedra para mirar hacia el mar.

Era el punto situado más a poniente que había podido alcanzar, pero seguía sin estar lo bastante alejado, a pesar de lo cual acudía a diario al dar la décima campanada, decidido a encontrar barco, cualquier cosa que le permitiera reanudar su camino, pero a diario no vio nada en el horizonte aparte de más nubes grises. Cerró los ojos y alcanzó el canto.

Acudió a él con la presteza de costumbre, algo vital, burbujeante, fresco, limpio de la muerte que lo rodeaba. Al abrazarlo sintió que su conciencia se extendía sobre el gris oleaje y los restos que flotaban en él, hasta donde pudo alcanzar. Tres millas, cuatro, y nada. Con un poco más de esfuerzo podría alcanzar las seis millas, más allá del horizonte hasta adentrarse en las rutas de aguas profundas que solían tomar los grandes mercantes, pero nada se balanceaba en el mar. Con los dientes apretados, intentó llegar más allá, forzando su escaso talento media milla más, hasta el último palmo que pudo alcanzar. Nada. Nada. Nada.

¿Adónde habían ido todos esos barcos? Puertos Blancos era el puerto con mayor ajetreo de toda la costa sur. Tendría que haber barcos que transportaran seda y mercantes de especias procedentes del desierto, pescadores de perlas de las islas Maling, pues el mercado de perlas situado frente a Santa Caterin era el segundo en importancia, únicamente superado por Abu Nidar. Las tormentas no podían haberlos hundido a todos. Algunos las habrían superado, habrían hallado otro puerto.

«¿Dónde se han metido todos los barcos?», pensó.

Tuvo que llegar aún más allá. Tomó más del canto y lo empleó para llevar sus sentidos más lejos, a más de siete millas. Las sienes le palpitaban con fuerza; sentía el pulso en el oído, en el rostro. La mandíbula bien prieta, los labios metidos hacia adentro; lanzó un nuevo grito desesperado, después del cual tuvo que soltar el vínculo.

Jadeó a pesar del hedor que había en el ambiente, y recostó la nuca en la piedra húmeda mientras la lluvia le refrescaba el rostro. Mal asunto. Casi se había quemado el corazón, y ¿para qué? Para nada. Crispó los puños y golpeó sin fuerzas la piedra.

Por la diosa, ¡qué cansado estaba! Dormía más o menos bien, comía tan bien como podía con lo que le quedaba de las provisiones de la
Pluma
, suministros que no tardarían en agotarse, pero a pesar de todo ello se sentía agotado. El cansancio provenía del hedor, de los días que se arrastraban unos tras otros, y del miasma de desesperación que se había extendido en lo que antaño fue una ciudad rica y vibrante.

«¿Quién llama?»

La voz llegó clara y dorada como un rayo de sol. Masen cerró los ojos. ¡Alguien lo había oído! De algún modo alguien lo había oído. Recurrió al canto para distinguir los colores de su interlocutora.

«¿Quién llama?», repitió ella, cuyo acento le pareció lírico y desconocido.

«Soy Masen.»

No pudo detectar su presencia, pero envió la imagen de sus propios colores con la esperanza de que ella, con su talento superior, fuese capaz de distinguirlos.

«Estás muy lejos, Masen. Tu sello me es desconocido.»

«Lo sé. Necesito tu ayuda, por favor.»

«Mi barco se encuentra a cuatro leguas sur sudoeste de las islas color perla. ¿En qué puedo ayudarte?»

¿Cuatro leguas de las islas Maling? Masen ahogó una exclamación. Se encontraba a unas doscientas treinta millas pero hablaba con la claridad de alguien inclinado sobre su oído. Si había alguien capaz de ayudarlo era una elfa marina, siempre y cuando quisiera hacerlo.

«Mi señora, el Velo se debilita. Debo llevar la noticia a los guardianes. Te ruego que consideres la posibilidad de llevarme a poniente.»

La elfa marina guardó silencio.

«¿Mi señora?»

Cuando regresó la voz, lo hizo con impasible brusquedad.

«Esa ciudad tuya apesta. No podemos acercarnos.»

«Mi señora, por favor, reconsidéralo. El Velo nos concierne a todos. Si se fractura, tus mares morirán. Todo perecerá.»

«Te lo repetiré, Masen de la ciudad blanca: no podemos acercarnos. No nos acercaremos. Que el viento te lleve antes a tu destino.»

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