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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (35 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Volcó de nuevo la atención en el libro que tenía delante, empeñado en leer al menos unas cuantas líneas. Ajá. Transcripciones de los juicios leahnos a brujos, principios del Segundo Imperio. Si tuviera tiempo sería una interesante lectura, pero lamentablemente dedicarlo a satisfacer su curiosidad personal era un lujo que no podía permitirse. Cerró con esfuerzo el libro, que soltó una nube de polvo y lo hizo toser. Los espasmos no duraron mucho, pero acusó un dolor en el pecho, como si tuviera los pulmones dentro de jaulas de acero. Maldición, tendría que visitar pronto a Hengfors, quien sin duda intentaría prohibirle abandonar sus habitaciones. No podía permitirlo. Aún no, al menos. En cuanto encontrase lo que necesitaba… En fin, Hengfors podría hacer de las suyas a partir de ese momento, pero no antes.

Inspeccionó rápidamente los siguientes libros amontonados en la mesa. En su mayor parte, basura propia de mentes enajenadas. Bastaba con leer un párrafo para saber si podía desterrarlo a la creciente montaña de libros apilados a su derecha. La penúltima obra era un tratado sobre hierbas, que sin duda habían sumado al Índice debido a las recetas caseras de hechizos que salpicaban sus dolorosos tratados sobre las propiedades medicinales de la vegetación pantanosa de Syfria. Cuando lo hubo cerrado y apartado, y ya sólo quedaba un libro, Ansel estiró el brazo para alcanzar la campanilla que había junto a la lámpara. Alquist podía vaciar otra estantería antes de que le diera permiso para retirarse.

El último libro carecía de adornos o de signos distintivos. Era pequeño, no mucho más largo que una mano extendida, la encuadernación se desprendía y el lomo estaba muy gastado. No era un buen comienzo. Lo abrió. Siguiente página. Manuscrita. La escritura era limpia, no era la caligrafía de un escribiente, pero sí la de alguien acostumbrado a utilizar pluma. Ansel volvió con cuidado las quebradizas páginas; estaba tenso mientras su vista recorría el texto, hasta que un nombre lo hizo detenerse. Volvió al inicio del párrafo y lo leyó de principio a fin.

«Con las primeras luces tuvimos noticias del asedio. El cansancio hizo que el mensajero se mostrara incoherente. Llevaba cuatro días a caballo, ¡durante los cuales apenas había descansado cuatro horas! Para muchos habría supuesto la muerte, pero al parecer estos exploradores de las llanuras son duros como sus caballos. El asedio continúa. Todos los caminos que se adentran en el valle están bajo control enemigo, quien se ha atrincherado a conciencia, si puede decirse así teniendo en cuenta la naturaleza de su campamento. Las tácticas de asalto de una posición defendida les resultan ajenas, pues no intentan socavar las murallas o derruirlas con máquinas de asedio. En su lugar se contentan con aguardar a que cunda la hambruna para recibir las llaves de las puertas. La propia ciudad está bien suministrada, de modo que Caer Ducain dista mucho de caer.»

Caer Ducain. Ése fue el inicio de las guerras de la Fundación. La fecha que figuraba en el encabezamiento de la página lo confirmaba. Por fin. A menos que estuviera muy equivocado, tenía en las manos el diario del preceptor Malthus, por tanto su búsqueda estaba a punto de llegar a su fin.

Oyó a su espalda pasos que se acercaban procedentes de la sala principal de la biblioteca, y cerró el libro.

—Gracias, Alquist, puedes empezar por la siguiente estantería —dijo—. Aunque nuestra labor se simplificaría mucho si alguien os hubiera enseñado a catalogar el archivo, o incluso a sacarle el polvo de vez en cuando.

Se dibujó en su campo de visión una túnica marrón. Del ceñidor colgaba un llavero que en las manos adecuadas se hubiese convertido en un arma mortífera. Por desdicha aquellas manos no eran las del custodio de los archivos y, sin embargo, sí era de su cintura de donde pendían las llaves.

—Maese custodio —dijo Ansel, al tiempo que se recostaba en la silla—. Qué detalle por tu parte venir a saludarme.

El custodio inclinó muy levemente la cabeza.

—Mi señor preceptor.

Incluso su voz carecía de inflexión alguna. Desde la calva reluciente hasta los piececillos enfundados en sandalias, el custodio recordaba a los restos que encuentran los comensales al fondo de la olla después de servida toda la chicha. La piel blanca cubría unos huesos largos y magros que formaban a duras penas el contorno de un hombre bajo la túnica, y en las cuencas ojerosas se alojaban un par de ojos oscuros que no pestañeaban, como los de una serpiente.

—¿Encuentras lo que buscas, mi señor?

—Me temo que la búsqueda continúa. Esta parte de los archivos parece algo desorganizada.

Reparó en la súbita contracción nerviosa de los labios del custodio.

—Hay muchos libros, mi señor. Cerca de trescientos mil volúmenes. Volver a catalogar semejante colección… lleva tiempo.

—Por supuesto. ¿Cuántos habrá en esta sala, en tu opinión?

El custodio volvió la cabeza para mirar en derredor e inspeccionó los estantes de madera oscura que se alzaban como batallones de infantería a la espera del pase de revista y se fundían en la negrura, más allá del círculo de luz que proyectaba la lámpara sita en la única mesa de lectura. En todo ese rato no mudó un ápice la expresión.

—No sabría decirlo.

—Si estuvieran catalogados, estoy convencido de que podrías darme el número preciso de hasta el último legajo suelto.

—Pues sí, mi señor. —Las cuencas volvieron de encarar la lejana e invisible pared del fondo para centrarse en el libro que Ansel tenía en las manos—. ¿Algo de interés, preceptor?

Ansel añadió el libro en la pila.

—No, me temo que es otro tratado de hierbas. La vegetación pantanosa de Syfria y los remedios que derivan de la misma. ¿Sabías, Vorgis, que puedes preparar nada menos que siete tinturas distintas a partir del mordisco de rana?

—¿De veras? Fascinante.

—Sí lo es. Ay, en fin, sigamos adelante. Estos diarios tienen que andar por aquí.

—¿Diarios, mi señor?

—Sí, diarios —confirmó Ansel—. Algunos de mis predecesores fueron fieles diaristas, y la lectura de sus anotaciones proporcionaría una particular perspectiva de la historia de la orden. Un punto de vista mucho más humano que el derivado de la fría escritura del hermano cronista, ¿no crees?

—Tal vez sí. Aunque yo prefiero que la historia se limite a contar los hechos, y no las opiniones.

—Mi querido custodio, si estuviera buscando tratados de historia, tendríamos esta conversación en la sala principal, donde hay ventanas y algo parecido al aire fresco. Son los hombres que hubo tras la historia lo que ando buscando, porque fueron los hombres quienes hicieron la orden tal como es.

Al custodio le brillaron un instante los ojos.

—¿Y crees que podrás encontrar esos diarios aquí, mi señor?

—Lo que es seguro es que no los encontraré en otro sitio que no sea éste. —Ansel señaló con una inclinación de cabeza la puerta que había tras él—. Según tu catálogo más exhaustivo, al menos. Eso si no se han… traspapelado.

—¿Traspapelado? —Vorgis enarcó ambas cejas, prácticamente invisibles—. Puedo asegurarte que en el archivo suvaeano no se traspapelan los libros. Ni uno de ellos.

—¿Como puedes estar tan convencido, custodio, teniendo en cuenta que hablamos de trescientos mil volúmenes?

—Estoy absolutamente convencido. Esto es una biblioteca, mi señor, no una vulgar casa de empeños. —Una mano blanca tocó las llaves como si el tacto y su presencia allí le infundieran confianza a su dueño—. Hemos cerrado los archivos. Me encargaré de que estos libros sean devueltos al lugar que les corresponde.

—Ah, aún no he terminado del todo, Vorgis. Creo que necesito una media hora más, si no te importa.

—Me temo que eso no es posible. Los archivos están cerrados.

—Necesito otra media hora.

El custodio se mordió los labios.

—Mi señor preceptor, cuando acudiste a mí hace tres semanas y… exigiste acceder a los archivos, tuve la sensación de que estabas empeñado en una búsqueda insensata. Supongo que después de todo este tiempo, si no has encontrado nada, habrás llegado a la conclusión de que no hay nada que buscar.

—Cabe esa posibilidad.

—Bien. —De nuevo Vorgis se cogió las manos a la altura de la cintura—. ¿Te acompaño a la puerta?

—No, pero gracias, Vorgis. Aún no he terminado.

—Cerraré el archivo en breve. Puedes quedarte hasta que se haga de día, pero no creo que eso sea recomendable dada tu… condición.

Ese hombre era intolerable.

—¿Me amenazas, Vorgis? Me sorprendes.

—No he formulado amenaza alguna, mi señor.

—Perfecto, porque si lo hubieras hecho me vería forzado a dar una buena patada en tu huesudo trasero.

El custodio pestañeó alarmado.

—¿Mi señor?

Ansel se puso en pie con la ayuda del bastón, ignorando las intensas punzadas de dolor que acusó en las articulaciones. Hundió la mano en el bolsillo de la túnica y sacó una reluciente llave de latón, que sostuvo entre índice y pulgar.

—Los archivos se cierran cuando yo lo diga, maese custodio, no antes. Harías bien en recordarlo.

—Pero sólo existe una llave… —La mano de Vorgis pellizcó el ceñidor, y luego señaló con dedo acusador a Ansel—. ¡Hiciste que la copiaran!

—Como es mi derecho y mi prerrogativa en calidad de funcionario mayor de la orden suvaeana.

—¿Y cómo? La llave nunca abandona la estancia.

La sonrisa de Ansel le dejó al descubierto la dentadura. Era de lo más satisfactorio ver a Vorgis superado por las circunstancias.

—Las velas —dijo—. Buenas velas blancas, capaces de proyectar una luz estupenda para la lectura. La cera sirve para hacer un calco excelente de una llave.

Vorgis pestañeó de nuevo.

—¡Soy el custodio de los archivos!

—¡Pues deberías recordar quién te nombró para el puesto! —rugió Ansel, que volvió a imprimir a su voz un tono más suave en cuanto acusó una presión como de acero en torno al pecho—. Tengo trabajo pendiente aquí, maese custodio, y puedes ayudarme o estorbarme. Tú eliges.

—Debo protestar, mi señor. Estos libros son extraordinariamente valiosos…

—En ese caso tendrías que cuidar mejor de ellos. La cantidad de polvo que hay aquí dentro podría asfixiar a una de esas mulas que transportan el carbón en una mina.

—¡Son extraordinariamente valiosos y no puedo permitir que estos archivos se abran a voluntad!

—¿Tú? —Ansel se inclinó en la mesa—. ¿Que tú no puedes permitir qué, Vorgis? Yo soy el preceptor. —Golpeó la losa con el remate metálico del bastón, y resonó como la campana de la sacristía—. Si quiero abrir los archivos lo haré. Si quiero leer hasta el último libro, pergamino y legajo deshilachado de todo el índice lo haré. ¿Me expreso con claridad?

No pretendió levantar la voz, pero tuvo el efecto deseado. Por primera vez, Ansel vio al custodio de los archivos falto de palabras. Los ojos de Vorgis estaban clavados en la dorada hoja de roble, hipnotizado por el modo en que se columpiaba con suavidad de un lado a otro de la cadena.

—¡Vorgis! ¿Me expreso con claridad?

La voz de Ansel despertó al custodio de su ensimismamiento. El hombre pestañeó otra vez y se pasó la mano blanca por la calva.

—Con asaz claridad, preceptor. —El espectro de lo que pudo ser una sonrisa tensó las comisuras de los labios, pero desapareció en seguida—. Buenas noches tengas.

Con una seca inclinación de cabeza, el custodio salió de la sala privada. De inmediato, Ansel llevó la mano a la campanilla. ¡Maldición, la de polvo que había en ese lugar! Tenía el pecho cerrado y un picor en la garganta amenazaba con convertirse en tos. No se atrevió a empezar sin tener un vaso de agua a mano porque tal vez no podría parar. Ay, debió contener las riendas de su temperamento, no dejarse arrastrar al terreno de los gritos. Maldito fuera Vorgis y malditos todos los secretos que la orden mantenía ocultos incluso de sus ojos.

—¿Alquist? ¡Alquist! —El flacucho bibliotecario reapareció junto a él—. Ah, estás ahí, muchacho. ¿Me traes un poco de agua? Aquí hay demasiado polvo…

El cosquilleo aumentó. Ansel recurrió con torpeza al pañuelo cuando la tos se abrió paso a través de los pulmones. Cada exhalación era como si alguien lo atravesara con una sierra, y silbó como un fuelle agujereado mientras intentaba respirar de nuevo con normalidad. Alquist se lo quedó mirando con los ojos desmesuradamente abiertos, horrorizado. Ansel lo despidió mediante un gesto y se hundió de nuevo en la silla mientras que a medida que tosía más, y más lucecillas multicolores danzaban ante sus ojos.

Cuando Alquist regresó con una jarra y una taza, lo peor había pasado ya y el pañuelo manchado había desaparecido de la vista. Ansel aceptó agradecido la taza de agua y la apuró a sorbos hasta que se le suavizó la respiración. El joven bibliotecario permaneció cerca de la mesa.

—¿Se encuentra indispuesto, mi señor? —preguntó.

—No, hijo —respondió Ansel, que compuso una sonrisa poco convincente—. Soy demasiado mayor para estar en medio de todo este polvo.

El joven acarició la cubierta de las transcripciones de los juicios a brujos y luego se limpió la mano en la túnica.

—No me parece normal —murmuró—. ¿Por qué no cuidan mejor de ellos?

—A nadie le preocupan estos libros, Alquist. Su presencia aquí se debe a que nos avergüenza que su contenido se haga público. Pero tememos destruirlos.

A Alquist se le petrificó la expresión.

—¿Destruirlos? —repitió como un eco—. ¡Nunca habría que destruir un libro!

Ansel recibió esta opinión con una sonrisa ronca.

—Da gracias a que no habías nacido cuando la Inquisición estaba en su apogeo. La Iglesia quemó miles de libros.

—¡Pero eso no está bien!

—Ay, hijo mío. Tienes el alma de un auténtico bibliotecario. Para ti todo el conocimiento es precioso, incluso el profano. Si vivo lo suficiente, procuraré que asciendas a custodio de los archivos.

—Pero maese Vorgis es el custodio de los archivos.

—Tal vez el custodio de los secretos —replicó Ansel, burlón.

—¿Mi señor?

—Divagaciones de un anciano, muchacho. No me hagas ni caso.

Ansel dejó la taza en la mesa y tomó de nuevo el diario de Malthus. Una diminuta perla escarlata le guiñó un ojo desde la cubierta, antes de que la limpiara con la yema del dedo. Tenía la sospecha de que había sangre de sobras en aquellas páginas, pero de la que no deja manchas que puedan verse a simple vista. Se frotó la yema con el pulgar, observando cómo la mancha roja se convertía en un borrón antes de desaparecer. Después de Samarak tenía tanta sangre y restos en las uñas que le llevó una semana hacerlos desaparecer. Sin embargo, aún tardó más en volver a sentir que tenía las manos limpias.

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