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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (24 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Ahí tenemos la confirmación —anunció Frost, y ajustó el enfoque sin apartar los ojos del microscopio.

De pronto oímos unos pasos que se acercaban a la carrera por el pasillo y levantamos la cabeza.

—¿Quiere mirar?

—Sí, claro —respondí mientras una segunda persona pasaba corriendo con un sonoro tintineo de llaves colgadas de un cinturón.

—¡Pero qué cono ocurre! —Frost se puso en pie y se volvió hacia la puerta, ceñudo.

En el pasillo, las voces habían subido de tono y todo el mundo corría ahora, pero en dirección contraria. Frost y yo asomamos la cabeza en el preciso instante en que varios guardias de seguridad pasaban corriendo, camino de sus puestos. Los técnicos, con sus batas de laboratorio, no se movían de las puertas, observando el movimiento. Todo el mundo preguntaba qué sucedía cuando de pronto se disparó la alarma de incendios y las luces rojas del techo empezaron a destellar.

—¿Qué cono es esto, un ejercicio antiincendios? —gritó Frost.

—No hay ninguno programado. —Me cubrí los oídos con las manos mientras todo el mundo corría.

—¿Eso significa que hay un incendio? —Me miró, perplejo.

Eché una breve mirada a los aspersores del techo y grité:

—¡Tenemos que salir de aquí!

Corrí escaleras abajo y apenas había cruzado las puertas del vestíbulo de mi planta cuando una furiosa tormenta blanca de frío gas halón se desató desde el techo. Entré y salí de las dependencias envuelta en un estruendo, como si estuviera entre enormes platillos batidos furiosamente por un millón de baquetas. Fielding había desaparecido y todas las oficinas que vi habían sido evacuadas tan deprisa que los cajones habían quedado abiertos y los microscopios y visores de radiografías conectados. Me envolvieron las nubes frías y tuve la sensación irreal de volar a través de un huracán en medio de un raid aéreo. Me asomé a la biblioteca, miré en los lavabos, y cuando tuve la seguridad de que todo el mundo estaba a salvo, eché a correr por el pasillo y abrí de un empujón las puertas de la entrada, donde me detuve un momento a recuperar el aliento.

El procedimiento a seguir en las alarmas y ejercicios estaba tan rígidamente establecido como en la mayoría de los lugares públicos del estado. Sabía que encontraría a mi personal reunido en la segunda planta del aparcamiento de la Torre Monroe, al otro lado de Franklin Street. En aquellos instantes, todos los empleados de Consolidated Lab deberían estar en los lugares asignados, excepto los jefes de sección y los jefes de agencia, y de éstos yo era la última en aparecer, sin contar al director de servicios generales, que era el responsable de mi edificio. Lo vi cruzar la calle con paso enérgico delante de mí, con un casco de trabajo bajo el brazo. Cuando lo llamé a gritos, se volvió e hizo una mueca, como si no me conociera.

—Madre mía, ¿pero qué sucede? —le pregunté cuando llegué a su altura y cruzamos hasta la acera.

—Que será mejor que este año no haya solicitado ningún extra en su presupuesto. ¡Esto es lo que sucede!

El tipo era un viejo siempre bien vestido y siempre desagradable. Esta vez estaba furioso.

Miré hacia el edificio y no vi rastro de humo, aunque oí ulular las sirenas de los coches de bomberos a lo lejos.

—Algún cabrón ha manipulado el sistema de aspersores, que no se para hasta que ha soltado los productos químicos. —Me lanzó una mirada furiosa, como si yo tuviera la culpa—. ¡Y eso que tenía programado un retraso en el disparo del maldito sistema para evitar una cosa así!

—Lo cual sería de gran ayuda si se produjera un fuego químico o una explosión en el laboratorio... —no pude resistirme a señalar, porque la mayor parte de las decisiones de aquel hombre eran de aquel calibre—. Seguro que no le gustaría un retraso de treinta segundos si sucediera algo parecido.

—Bah, esas cosas no pasan. ¿Tiene idea de cuánto costará esto?

Pensé en el papeleo de mi escritorio y en otros materiales importantes, barridos por el vapor de los aspersores y posiblemente dañados.

—¿Por qué iba a estar alguien interesado en manipular el sistema? —pregunté.

—Mire, en este momento tengo la misma información que usted.

—Pero miles de litros de productos químicos han llovido sobre todas mis oficinas, en el depósito de cadáveres y en la división de anatomía.

Mientras subíamos las escaleras, mi frustración se hacía cada vez más incontenible.

—Ni se dará usted cuenta de que ha sucedido. —El hombre hizo caso omiso de mi comentario—. Desaparece como un vapor.

—Ha caído sobre los cuerpos que estábamos estudiando. Entre ellos, varios homicidios. Esperemos que ningún abogado defensor traiga a colación el asunto ante un tribunal.

—Lo que usted debe esperar es que encontremos la manera de pagar lo sucedido. Varios cientos de miles de dólares, sólo para rellenar los depósitos de halón. Eso es lo que no tiene que dejarle pegar ojo en toda la noche.

En la segunda planta del aparcamiento se apretujaban cientos de empleados públicos en un descanso inesperado en su jornada. Por lo general, los ejercicios y falsas alarmas eran una invitación a bromear y la gente se mostraba cordial siempre que hiciera buen tiempo, pero esta vez no había nadie relajado. El día era frío y gris y la gente hablaba con voces excitadas. El director se marchó bruscamente a hablar con uno de sus secuaces y eché un vistazo a mi alrededor. Acababa de localizar a mi equipo cuando noté una mano en el brazo.

—Eh, ¿qué te pasa? —preguntó Marino cuando me sobresalté—. ¿Tienes el síndrome de estrés postraumático?

—Claro que sí. ¿Estabas en el edificio?

—No, pero no andaba lejos. He oído lo de la alarma de incendio por la radio y he venido a comprobarlo.

Se enderezó el cinturón del uniforme, con todos sus numerosos pertrechos, y su mirada recorrió la multitud.

—¿Te importaría decirme qué cono sucede aquí? ¿Por fin habéis tenido un caso de combustión espontánea?

—No sé exactamente qué sucede, pero me han dicho que alguien ha provocado una falsa alarma que ha disparado el sistema de aspersores de todo el edificio. ¿Qué haces tú aquí?

—Ahí está Fielding. —Marino lanzó un saludo—. Y Rose. No falta nadie. Y tú, ¿no estás helada?

—Sí. ¿Y dices que no andabas lejos? —insistí yo, porque cuando Marino se mostraba evasivo siempre era por alguna razón.

—La alarma se oía desde la mismísima Broad Street —respondió.

Como si lo hubiese oído, el terrible estrépito al otro lado de la calle cesó bruscamente. Me acerqué al muro del aparcamiento y me asomé por encima, cada vez más preocupada por lo que encontraría cuando nos permitiesen volver al edificio. Los coches de bomberos ronroneaban estruendosamente en los aparcamientos y los hombres, con sus trajes protectores, entraban por puertas distintas.

—Cuando he visto lo que sucedía —añadió Marino—, he imaginado que estarías aquí y he querido comprobarlo.

—Has imaginado bien —asentí. Tenía las puntas de los dedos amoratadas—. ¿Sabes algo del asunto de Henrico, el casquillo del cuarenta y cinco que parece haber sido disparado por la misma Sig P220 que mató a Danny? —le pregunté, todavía pegada al frío muro de cemento y contemplando la ciudad.

—¿Qué te hace pensar que iba a saber algo tan pronto?

—Pues que todo el mundo te tiene miedo.

—Sí, es cierto. ¡Y tienen buenas razones para ello!

Marino se acercó más a mí y también se apoyó en la pared, pero él lo hizo vuelto de cara a la gente porque no le gustaba dar la espalda a nadie... y no era por una cuestión de buenos modales. Se ajustó de nuevo el cinturón y cruzó los brazos sobre el pecho. Evitó mi mirada y me di cuenta de que estaba enfadado.

—El once de diciembre —me explicó—, la policía de Henrico dio el alto a un coche en la 64 y la autovía de Mechanicsville. Cuando el agente de Henrico se acercó al coche, el conductor salió huyendo y el agente lo persiguió a pie. Era de noche. —Pete sacó el paquete de cigarrillos—. La persecución a pie cruzó el límite del condado y siguió en la ciudad hasta terminar en Whitcomb Court. —Encendió el mechero—. Nadie está seguro de qué pasó, pero lo cierto es que el agente perdió su arma durante el incidente.

Tardé un momento en recordar que hacía varios años el departamento de policía del condado de Henrico había cambiado las nueve milímetros por unas pistolas Sig Sauer P220 del cuarenta y cinco.

—¿Y ésa es la pistola en cuestión? —pregunté, inquieta.

—Efectivamente. —Aspiró una bocanada de humo—. En Henrico tienen establecido incluir todas las Sig en el archivo DRUGFIRE por si alguna vez sucede una cosa como ésta. ¿Lo sabías?

—Pues no, no lo sabía.

—Está bien. Los policías pierden su arma, o se la roban, como a cualquiera. Por eso no es mala idea seguir su rastro cuando desaparecen, por si son utilizadas en la comisión de delitos.

—Entonces, ¿el arma que mató a Danny es la que perdió ese policía de Henrico? —quise asegurarme.

—Eso parece.

—Hace un mes estaba perdida —continué—, y ahora acaba de ser utilizada para cometer un asesinato, para matar a Danny.

Marino sacudió la ceniza del cigarrillo y se volvió hacia mí.

—Por lo menos no eras tú quien iba en el coche.

No podía responder a aquello.

—El sitio no está lejos de Whitcomb Court y de otros lugares poco recomendables —continuó Pete—. No me extrañaría que al final estuviéramos ante un robo de coche.

—No. —Me negaba a aceptar tal posibilidad—. El coche seguía allí. Nadie se lo llevó.

—Quizá sucedió algo que hizo cambiar de idea a ese hijoputa. Pudo ser cualquier cosa. Un vecino que enciende una luz, una sirena que suena en alguna parte, una alarma contra ladrones que se dispara accidentalmente... Quizá le entró miedo después de disparar contra Danny y dejó sin terminar lo que había empezado.

—No era preciso disparar... —Contemplé el tráfico que avanzaba lentamente por la calle de abajo—. Podía haber cogido el Mercedes a la salida del bar. ¿Por qué llevarse a Danny y obligarlo a bajar por la colina entre los árboles? —Mi tono se hizo más duro—. ¿Por qué tantas molestias por un coche que al final no se lleva?

—Quién sabe. Esas cosas suceden —insistió Pete.

—¿Qué hay del mecánico de Virginia Beach? ¿Alguien ha hablado con él?

—Danny pasó a recoger el coche hacia las dos y media, la hora a la que te dijeron que lo tendrían listo.

—¿Qué significa eso de que me dijeron?

—Cuando llamaste —explicó Marino.

Me volví hacia él.

—Yo no he llamado a nadie.

—Pues ellos dicen que sí. —Arrojó más ceniza al suelo.

—No. —Moví la cabeza—. Llamó Danny porque era cosa suya. Trató con ellos y con el servicio de mensajería de mi despacho.

—Pues el mecánico habló con alguien que dijo llamarse Scarpetta. ¿Lucy, tal vez?

—Dudo mucho de que se hiciera pasar por mí. ¿Y era una mujer quien llamó?

Marino vaciló.

—Buena pregunta, pero creo que deberías hablar con Lucy, sólo para asegurarte de que no fue ella.

Los bomberos empezaban a abandonar el edificio y calculé que pronto nos permitirían volver a los despachos. Pasaríamos el resto de la jornada comprobándolo todo, entre especulaciones y lamentos, con la amenaza de que llegaran nuevos casos.

—Lo que me preocupa más es lo de la munición —añadió Marino.

—Frost debería estar de vuelta en su laboratorio dentro de una hora —indiqué, pero a Marino no parecía interesarle.

—Lo llamaré. No voy a subir ahí con todo este lío.

Me di cuenta de que no quería separarse de mí y que tenía en la cabeza algo más que aquel caso.

—¿Te preocupa algo? —le pregunté.

—Sí, doctora. Siempre hay algo que me preocupa.

—¿De qué se trata esta vez?

Pete sacó de nuevo el paquete de Marlboro y pensé en mi madre, que ahora estaba permanentemente acompañada por una tienda de oxígeno porque en otra época había sido tan fumadora como él.

—No me mires así —me advirtió mientras buscaba el encendedor.

—No quiero que te mates con eso. Y hoy pareces realmente decidido a hacerlo.

—De algo hay que morir...

—Atención —vociferó la megafonía de un vehículo contra incendios—. Habla el departamento de Bomberos de Richmond. La emergencia ha terminado. Pueden entrar de nuevo en el edificio. —La voz mecánica insistió en su mensaje con su tono monocorde y sus repetidos e insoportables pitidos—. Atención. La emergencia ha terminado. Pueden entrar de nuevo en el edificio...

—Yo quiero estirar la pata —continuó Marino sin prestar atención al alboroto— mientras bebo una cerveza y tomo unos nachos con enchilada y crema agria, con un puro entre los dedos, dándole al Jack Black y viendo un partido.

—Puestos ya, añade «y mientras hago el amor». —No lo dije en son de broma porque no veía nada de divertido en aquella manera de arriesgar su salud.

—Doris me curó del sexo. —Marino también se puso serio al referirse a la mujer con la que había estado casado la mayor parte de su vida. Caí en la cuenta de que allí debía estar la explicación de su estado de ánimo.

—¿Cuándo has tenido noticias de ella por última vez?

Pete se apartó del muro y se alisó hacia atrás los cabellos, cada vez más escasos. Una vez más volvió a ajustarse el cinturón como si detestara los pertrechos de su profesión y las capas de grasa que se habían introducido sin miramientos en su vida. Había visto fotos de él cuando era agente en Nueva York, montado en moto o a caballo; entonces era un hombre delgado y fuerte, con una tupida mata de cabellos negros y unas botas altas de cuero. Era una época en la que Doris debía de encontrar muy atractivo a su marido.

—Anoche. Llama de vez en cuando, ya sabes, sobre todo para hablar con Rocky.

Recordé al muchacho, su hijo.

Marino observaba a los funcionarios que empezaban a dirigirse hacia las escaleras. Estiró los dedos y los brazos y llenó los pulmones con una profunda inspiración. Mientras los ocupantes abandonaban el aparcamiento —la mayoría de ellos helados de frío y malhumorados y dispuestos a recuperarse del trastorno causado por la falsa alarma en su programa de trabajo—, Pete se frotó la nuca.

—¿Qué quiere de ti? —me sentí obligada a preguntar. Él siguió mirando a su alrededor.

—Bueno, parece que se casa —respondió por fin—. Es el titular del día.

Me quedé de una pieza.

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