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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (26 page)

BOOK: Causa de muerte
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—¿Y antes de que Danny saliera?

Daigo se detuvo un momento a pensar. Enseguida se le iluminaron los ojos.

—Bueno, ahora que lo dice, me parece que los ladridos fueron casi constantes a primera hora de la tarde. Incluso comenté que me estaban volviendo loca y estuve a punto de llamar al dueño de ese cabrón.

—¿Qué me puede decir de los demás clientes? —pregunté—. ¿Había mucha gente mientras Danny estuvo aquí?

—No —dijo con toda rotundidad—. En primer lugar, su amigo llegó muy temprano. Aparte de los habituales de la barra, aún no había nadie. En realidad no recuerdo que entrara nadie a cenar hasta las siete, por lo menos. Y el chico a esa hora ya se había marchado.

—¿Y cuánto rato ladró el perro desde que se marchó?

—A ratos, durante toda la noche. Como siempre.

—A ratos, pero no todo el rato.

—Ni Bandido podría ladrar toda la noche. No, todo el rato no. —Me lanzó una mirada penetrante—. Ahora bien, si piensa que el perro ladraba porque ahí fuera había alguien esperando al chico —me apuntó con el cuchillo—, le diré que no lo creo. La gentuza que pudiera merodear por aquí saldría corriendo en cuanto oyera al perro. Para eso lo tiene esa gente de ahí delante. —Movió el cuchillo otra vez, indicando el lugar.

Pensé de nuevo en la Sig robada que se había utilizado para matar a Danny y en dónde la habría perdido el agente, y comprendí muy bien a qué se refería Daigo. El delincuente callejero habitual se asustaría de aquel perrazo escandaloso y de la atención que pudieran despertar los ladridos. Di las gracias a la encargada del bar y salí. Ya en la acera, me detuve un momento y observé las farolas de gas situadas a intervalos considerables a lo largo de las calles estrechas y oscuras. Los espacios entre edificios quedaban sumidos en densas sombras, y en ellos podía acechar cualquiera, sin ser visto.

Miré hacia mi nuevo vehículo y hacia el pequeño patio situado detrás, donde el perro yacía en el suelo, a la espera. En aquel preciso momento estaba callado. Anduve unos pasos por la acera en dirección al norte para ver qué hacía, pero no mostró el menor interés hasta que me acerqué al patio. Entonces oí su gruñido ronco y agresivo que me puso la piel de gallina. Cuando abrí la puerta del coche, el animal ya estaba erguido sobre las patas traseras y sacudía la valla con las delanteras, entre sonoros ladridos.

—Sólo guardas tu territorio, ¿eh, muchacho? —murmuré—. Ojalá pudieras contarme lo que viste anoche.

De repente alguien alzó el cristal de una ventana de guillotina del piso de arriba y miré hacia la casa.

—¡Cállate, Bozo! —gritó un hombre obeso de cabellos enmarañados—. ¡Deja de ladrar, estúpido!

La ventana se cerró con un fuerte golpe.

—Muy bien, Bozo —dije al perro que, por desgracia para él, en realidad no se llamaba Bandido—. Ya te dejo en paz.

Eché un último vistazo a mi alrededor y subí al coche.

El trayecto desde el restaurante de Daigo hasta la zona restaurada de Franklin donde la policía había localizado mi antiguo coche se hacía en menos de tres minutos si se conducía a la velocidad permitida. Al llegar a la colina que conducía a Sugar Bottom, di media vuelta. Ni se me pasó por la cabezaseguir hasta allá abajo, sobre todo en un Mercedes. Este pensamiento me llevó a otro.

Me pregunté por qué habría decidido el agresor seguir a pie en una zona rehabilitada como aquélla, que disponía de un programa de vigilancia del barrio del que se había hablado mucho. Church Hill publicaba su propio boletín y los residentes vigilaban tras sus ventanas y no dudaban en llamar a la policía, sobre todo cuando se producían disparos. Parecía más seguro regresar a mi coche como si tal cosa y alejarse hasta estar a una distancia segura.

Pero el asesino no había actuado así y pensé que tal vez conocía el lugar pero no lo que sucedía en él, porque en realidad no era de allí. Me pregunté si habría dejado mi coche donde estaba porque tenía el suyo aparcado en las inmediaciones y el mío no le interesaba. No lo necesitaba para sacar dinero ni para escapar. Tal teoría tenía sentido si el asesino había seguido a Danny, en lugar de tropezarse con él. Mientras el muchacho cenaba, tal vez el agresor había aparcado, había vuelto a pie hasta las inmediaciones del café y había esperado en la oscuridad, junto al Mercedes, sin importarle que ladrara el perro.

Pasaba junto al edificio de mi despacho de Franklin cuando noté la vibración del buscapersonas en la cintura. Lo descolgué del pantalón y encendí un piloto interior del coche para echar un vistazo. Aún no disponía de radio ni de teléfono y tomé la rápid? decisión de entrar en el aparcamiento trasero del edificio. Accedí a éste por una puerta secundaria, marqué el código de seguridad que me dio acceso al depósito y cogí el ascensor. Ya había desaparecido cualquier señal de la falsa alarma de horas antes, pero los certificados de defunción suspendidos en el aire, en el despacho de Rose, eran una visión fantasmagórica. Me senté tras mi escritorio y contesté a la llamada de Marino.

—¿Dónde cono estás? —preguntó al instante.

—En el despacho —respondí, y consulté el reloj.

—Pues me parece que es el último sitio donde debieras estar ahora mismo. Y seguro que estás sola. ¿Has cenado ya?

—¿Qué significa que es el último sitio donde debiera estar?

—Veámonos y te lo explico.

Quedamos citados en Linden Row Inn, que era céntrico y privado. Me tomé mi tiempo porque Marino vivía al otro lado del río, pero fue muy rápido. Cuando llegué estaba sentado delante de la chimenea del local, vestido de calle y con una cerveza en la mano. El camarero, un tipo pintoresco, ya mayor, que lucía una pajarita negra, llevaba un cubo de hielo mientras sonaba Pachlebel.

—¿Qué hay? —dije a Marino mientras tomaba asiento—. ¿Qué ha sucedido ahora?

Pete llevaba una camisa de golf negra, y la barriga le sobresalía contra el tejido de punto y rebosaba sobre la cintura del pantalón. El cenicero ya estaba repleto de colillas y sospeché que la cerveza que bebía no era la primera ni sería la última.

—¿Quieres oír la historia de la falsa alarma de esta tarde o ya te la ha contado alguien? —Marino se llevó el vaso a los labios.

—Nadie me ha contado gran cosa, aunque he oído un rumor sobre una alarma de radiactividad —respondí mientras el camarero se acercaba con fruta y queso—. Una Pellegrino con limón, por favor —le pedí.

—Al parecer es más que un rumor —dijo Marino.

—¿Qué? —Lo miré ceñuda—. ¿Y por qué vas a saber tú más que yo sobre lo que sucede en mi edificio?

—Porque la situación radiactiva tiene que ver con las pruebas de un caso de homicidio. —Dio otro trago de cerveza—. Del homicidio de Danny Webster, para ser preciso.

Me concedió unos instantes para que asimilara lo que me acababa de decir, pero no pude contenerme.

—¿Pretendes decirme que el cuerpo de Danny tenía radiactividad? —Lo miré como si estuviera loco.

—No. Pero según parece los restos que recuperarnos del interior de tu coche sí la tienen. Te aseguro que los tipos que analizaron esos restos están cagados de miedo, y yo tampoco estoy muy tranquilo porque también anduve mirando en el coche. La radiactividad es una cosa con la que tengo graves problemas, como les sucede a algunas personas con las arañas o las serpientes. Es corno esos chicos que se expusieron al Agente Naranja en Vietnam y ahora mueren de cáncer.

Ahora mi expresión era de incredulidad.

—¿Hablas del asiento del copiloto de mi Mercedes negro?

—Sí. Y yo, en tu lugar, no lo conduciría más. ¿Cómo sabe uno que esa mierda no le va a afectar a la larga?

—No te preocupes, no volveré a conducirlo —respondí—. ¿Y quién te ha dicho que los restos eran radiactivos?

—La encargada del MEB.

—El microscopio electrónico de barrido...

—Eso es. Encontró uranio y el contador Geiger se disparó. Según me han dicho, no había sucedido nunca.

—Estoy segura de ello.

—Inmediatamente se produjo una situación de pánico por parte de seguridad, que está al fondo de ese pasillo, ya sabes —continuó Pete—. Y uno de los guardias tomó la expeditiva decisión de evacuar el edificio. El único problema fue que el hombre se olvidó de que al romper el cristal de la cajita roja y tirar de la alarma, también dispararía el sistema de aspersores químicos.

—Comprendo que lo olvidara —señalé—, y hasta es posible que ni lo supiera. Que yo sepa, no se había utilizado nunca. —Pensé en el director de servicios generales e imaginé su reacción—. ¡Dios mío! Todo esto ha sucedido por culpa de mi coche. En cierto modo por culpa mía...

—No, doctora. —Marino buscó mi mirada, con expresión seria—. Todo esto ha sucedido porque un hijo de puta mató a Danny. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—Creo que tomaré una copa de vino.

—Deja de echarte la culpa. Me doy cuenta de lo que haces, y sé cómo te pones.

Busqué con la vista al camarero. El fuego empezaba a resultar demasiado cálido. Cuatro personas habían tomado asiento cerca de nosotros y hablaban en voz alta del «jardín encantado» que había en el patio del local, donde solía actuar Edgar Allan Poe cuando era joven y vivía en Richmond.

—Describió este lugar en uno de sus poemas —decía una mujer.

—Dicen que el pastel de cangrejo es muy bueno.

—No me gusta que te pongas así —continuó Marino, inclinándose hacia delante, y me hizo un gesto de advertencia con el dedo—. Lo siguiente será hacer cosas por tu cuenta. ¿Y yo? No podré pegar ojo.

Al verme, el camarero se desvió rápidamente hacia nosotros. Cambié de idea y en lugar del chardonnay pedí un whisky. Luego me quité la chaqueta y la colgué del respaldo de una silla. Estaba sudando y me sentía incómoda.

—Dame un Marlboro —dije a Marino.

Me miró, perplejo, con los labios entreabiertos.

—Por favor. —Alargué la mano.

—¡Oh, no! ¡Tú no quieres...! —dijo Pete con tono severo.

—Haremos un trato. Yo fumo uno, tú fumas otro y luego lo dejamos los dos.

Marino titubeó:

—No lo dices en serio.

—¿Por qué no?

—No veo ninguna ventaja para mí.

—Excepto seguir con vida, en el caso de que no sea demasiado tarde.

—Gracias, pero no hay trato. —Cogió el paquete, sacó un cigarrillo para cada uno y me ofreció fuego.

—¿Cuánto ha pasado?

—No sé. Tres años, quizá. —Era un placer sostener el cigarrillo entre los labios, como si se hubieran creado para aquello.

La primera bocanada me cortó los pulmones como una navaja, y al instante me sentí mareada. Era como la primera vez que había fumado un Camel, a los dieciséis años. Luego la nicotina me envolvió el cerebro, como en aquella ocasión. El mundo se puso a girar más despacio y mis pensamientos se ralentizaron.

—¡Uf, cuánto lo he echado de menos! —comenté mientras sacudía la ceniza.

—Entonces no me sermonees más con el asunto.

—Alguien tiene que hacerlo.

—Oye, que esto no es marihuana ni cosa parecida.

—No he fumado nunca de eso. Pero si no fuese ilegal, quizás hoy lo haría.

—¡Joder! Empiezas a asustarme —dijo Pete.

Di una última bocanada y apagué el cigarrillo mientras él me observaba con una expresión extraña. Pete siempre se dejaba llevar un poco por el pánico cuando me veía actuar de una manera insólita.

Fui al grano:

—Escúchame bien —le dije—. Creo que anoche siguieron a Danny, que su muerte no es un crimen al azar motivado por un robo, ni un ataque a un gay, ni un asunto de drogas. Creo que el asesino lo esperó, tal vez una hora entera, y que salió a su encuentro cuando volvía a mi coche, bajo la densa sombra del magnolio de la calle Veintiocho. ¿Sabes ese perro, el de la casa de enfrente? Se pasó ladrando todo el tiempo que Danny estuvo en el Hill Café, según Daigo.

Marino me miró un instante en silencio.

—¿Lo ves? Eso es precisamente lo que decía. Estuviste allí anoche.

—Sí.

Pete apartó la mirada, con los músculos de la mandíbula contraídos.

—Es exactamente lo que decía...

—Daigo recuerda que el perro estuvo ladrando sin parar.

No dijo nada.

—Estuve antes por allí —continué—, y el animal no ladra a menos que te acerques a la valla. Entonces se pone loco furioso. ¿Entiendes a qué me refiero?

Volvió los ojos hacia mí.

—¿Y quién se quedaría una hora por allí con un perro tan escandaloso? ¡Vamos, doctora...!

—Un asesino corriente no, desde luego —repliqué mientras llegaba mi copa—. Ahí quería ir. —Esperé a que el camarero nos sirviera y, cuando se hubo retirado añadí—: Creo que es posible que a Danny lo haya matado un profesional.

—Muy bien. —Marino apuró su cerveza—. ¿Por qué? ¿Qué cono sabía el muchacho? A menos que anduviera metido en drogas o en alguna clase de delincuencia organizada.

—En lo que andaba metido era en Tidewater —respondí—. Vivía allí. Trabajaba en mi despacho allí. Estaba relacionado con el caso de Eddings, aunque fuera marginalmente, y sabemos que quien mató a Eddings utilizó un método muy refinado. Lo de Danny también fue minuciosamente planificado.

Marino se acariciaba el rostro con aire pensativo.

—Así que estás convencida de que hay una relación...

—Y creo que alguien quería que no descubriéramos esa relación. Quien esté detrás de esto lo pensó todo para que pareciera un robo de coche, o cualquier otro delito callejero que salió mal.

—Sí, y es lo que todo el mundo piensa.

—Todo el mundo no. —Lo miré a los ojos—. Todo el mundo no, rotundamente.

—Y estás convencida de que Danny era el objetivo, suponiendo que fuera cosa de un profesional.

—Hubiera podido ser yo. O puede que fuera él, para asustarme —respondí—. Tal vez no lo sepamos nunca.

—¿Tienes ya el análisis toxicológico de Eddings? —Pidió otra ronda con un gesto.

—Ya sabes cómo ha ido el día. Es posible que mañana sepamos algo. Cuéntame qué tienes de Chesapeake.

—Ni una pista. —Marino se encogió de hombros.

—¿Cómo es posible? —exclamé, impaciente—. Deben de tener trescientos agentes. ¿No hay ninguno que se ocupe de la muerte de Ted Eddings?

—Ni que tuvieran tres mil. Lo único que se necesita es tener en contra una sección... y en este caso es la de homicidios. Así que hay una barrera que no podemos sortear porque el detective Roche sigue llevando el caso.

—No lo entiendo.

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