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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (30 page)

BOOK: Causa de muerte
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—¿Querrá copias impresas de todo esto? —preguntó.

—Sí, por favor. ¿Y para qué se usa el uranio empobrecido?

—En general no tiene utilidad. —El hombre pulsó varias teclas.

—Si no procede de una central nuclear, ¿de dónde entonces?—pregunté.

—Muy probablemente de una instalación donde se lleva a cabo la separación isotópica.

—Como la de Oak Ridge, Tennessee —apunté.

—Bueno, allí ya no se dedican a eso, pero lo han hecho durante décadas y deben de tener almacenes de metal de uranio. Ahora también hay instalaciones en Portsmouth, Ohio, y en Paducah, Kentucky.

—Doctor Matthews, al parecer alguien llevaba metal de uranio empobrecido en las suelas de los zapatos y dejó rastros de ese material en un coche. ¿Cómo o por qué puede haber sucedido tal cosa? ¿Puede usted darme una explicación razonable?

—No. —Me miró con cara inexpresiva—. No creo que pueda.

Pensé en las formas esféricas y melladas que me había mostrado el microscopio electrónico de barrido y probé de nuevo:

—¿Para qué se funde uranio doscientos treinta y ocho? ¿Por qué se le da forma con una máquina?

—En general la gran industria no utiliza el metal de uranio —respondió—. Ni siquiera en las centrales nucleares, porque en ellas las varillas o pellas de combustible son de óxido de uranio, un material cerámico.

Planteé la cuestión de otra manera:

—Entonces quizá debería preguntar para qué se emplearía, teóricamente, ese metal de uranio empobrecido.

—Durante cierto tiempo en el Departamento de Defensa se habló de utilizarlo para las planchas blindadas de los carros de combate, y se ha sugerido que podrían emplearse para hacer balas u otros tipos de proyectiles. Salvo esto sólo se utiliza, que nosotros sepamos, como escudo contra materiales radiactivos.

—¿Qué clase de materiales radiactivos? —dije mientras notaba cómo despertaban mis glándulas suprarrenales—. ¿Servirían como camisas para combustible gastado, por ejemplo? —pregunté.

—Desde luego, en el caso de que supiéramos cómo librarnos de los residuos nucleares en este país —respondió Matthews con ironía—. Verá, si pudiéramos recogerlos para enterrarlos a unos trescientos metros de profundidad bajo Yucca Mountain, Nevada, por ejemplo, el uranio doscientos treinta y ocho podría utilizarse como revestimiento de los bidones necesarios para el transporte.

—En otras palabras —comenté—, si hay que trasladar combustible nuclear gastado fuera de una central tiene que guardarse en algún recipiente, y el uranio empobrecido es mejor que el plomo como escudo.

El físico me respondió que a eso se refería, justamente. Después me devolvió la muestra a cambio del recibo, porque era una prueba que un día podía terminar ante un tribunal. Por eso no podía dejarla allí aunque supiera cómo se sentiría Marino cuando volviese a guardarla en el portaequipajes de su coche.

Lo encontré cuando estiraba las piernas, con las gafas de sol puestas.

—Y ahora, ¿qué?

—Abre el maletero, por favor.

Marino tanteó bajo el volante y tiró de una palanca al tiempo que decía:

—Aquí mismo te aseguro que eso no irá a parar a ningún archivo de pruebas de mi comisaría ni de la central. Nadie va a colaborar, ni aunque se lo pida yo.

—Pues tiene que guardarse —me limité a replicar—. ¿Qué hace ahí dentro un paquete de doce latas de cerveza?

—Así después no tendré que preocuparme de parar a comprarlas.

—Un día de éstos te verás en problemas —le advertí mientras cerraba el portaequipajes del coche policial, propiedad de la ciudad.

—Bien,
¿qué
me dices de guardar el uranio en la oficina?

—De acuerdo —asentí—. Me lo quedaré.

—¿Y cómo te ha ido ahí dentro? —preguntó Marino, al tiempo que ponía el motor en marcha.

Hice un resumen, evitando los detalles científicos.

—¿Me estás diciendo que alguien dejó restos de residuos nucleares en tu Mercedes? —preguntó, perplejo.

—Así parece. Tengo que hablar con Lucy otra vez.

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Lucy en todo esto?

—No creo que tenga nada que ver —respondí mientras el coche descendía la ladera—. Se me ha ocurrido una idea bastante loca...

—Tú y tus locuras...

Cuando aparecí de nuevo en la puerta, esta vez acompañada de Marino, Janet puso cara de preocupación.

—¿Ocurre algo?

—Creo que necesito vuestra ayuda. La de las dos.

Lucy estaba sentada en la cama con un ordenador portátil sobre los muslos. Miró a Marino y murmuró:

—Dispara, pero cobramos las consultas.

Marino se sentó junto al fuego y yo ocupé una silla a su lado.

—Ese pirata que ha estado colándose en el ordenador de la CP&L... —empecé a decir—, ¿sabes dónde más se ha metido, además de en la facturación de clientes?

—No puedo decir que lo sepamos todo —me respondió Lucy—, pero lo de facturación es seguro y la información sobre clientes es general.

—¿Y qué significa eso? —preguntó Marino.

—Significa que la información sobre clientes incluye direcciones de las facturas, números de teléfono, servicios especiales, promedios de uso de energía, y algunos clientes participan de un programa de compra de acciones...

—Hablemos de ese programa —la interrumpí—. Yo participo en él. Cada mes, una parte de mi cheque va destinado a comprar acciones de la CP&L, y por tanto la compañía tiene cierta información financiera sobre mí, incluidos los números de la cuenta bancaria y de la seguridad social. —Hice una pausa, pensativa—. ¿Esos datos podrían ser de interés para el pirata?

—En teoría, sí-dijo Lucy—, porque debes recordar que una base de datos tan enorme como la de la CP&L no reside en un único lugar. Tienen otros sistemas que utilizan accesos que conducen a ellos, lo cual podría explicar el interés del pirata por el ordenador
mainframe
de Pittsburgh...

—Quizá te explique algo a ti —intervino Marino, que siempre se impacientaba con la jerga informática de Lucy—, pero a mí no me dice nada.

—Imagina los accesos como carreteras principales en un mapa —explicó con paciencia—. Por ejemplo la Interestatal 95. En teoría, si vas pasando de una a otra puedes empezar a recorrer la red global, puedes llegar al rincón que quieras.

—¿Adonde? —preguntó él—. Dame un ejemplo que pueda entender.

Lucy posó el ordenador portátil sobre sus muslos y se encogió de hombros.

—Si yo entrara en el ordenador de Pittsburgh, mi siguiente parada sería en la AT&T.

—¿Ese ordenador es un acceso al sistema telefónico? —pregunté.

—Es uno de ellos, y es una de las sospechas en las que hemos trabajado Janet y yo: que el pirata intenta descubrir maneras de robar electricidad y tiempo de teléfono.

—De momento sólo es una teoría, por supuesto —dijo Janet—. Porque por ahora no ha aparecido nada que nos diga cuáles son los motivos de ese pirata. Pero desde el punto de vista del FBI, las entradas no autorizadas van contra la ley. Eso es lo que cuenta.

—¿Sabéis a qué registros de clientes ha accedido? —pregunté.

—Sabemos que tiene acceso a todos —respondió Lucy—. Y hablamos de millones. Pero en cuanto a registros individuales, nos consta que sólo ha inspeccionado unos cuantos con detalle. Y sabemos cuáles.

—¿Podría verlos? —pregunté.

Lucy y Janet guardaron silencio.

—¿Para qué? —intervino Marino, y me miró fijamente—. ¿Qué se te ha ocurrido ahora, doctora?

—Se me ha ocurrido que ese uranio hace funcionar las centrales nucleares y que la CP&L tiene dos de ellas en Virginia y una en Delaware. El pirata entra en su ordenador. Ted Eddings me hizo preguntas en mi despacho sobre la radiactividad. En el PC de su casa tenía toda clase de archivos sobre Corea del Norte y las sospechas de que intentaban fabricar plutonio para uso militar en un reactor nuclear.

—Y tan pronto empezamos a investigar algo en Sandbridge, apareció un merodeador —añadió Lucy—. Luego alguien nos revienta las ruedas y el detective Roche te amenaza. Y por último Danny Webster llega a Richmond y acaba muerto, y parece que quien lo mata dejó restos de uranio en tu coche. —Mi sobrina me miró fijamente—. Dime qué necesitas ver.

No pedí una lista completa de clientes porque hubiera salido prácticamente toda la población de Virginia, incluida mi oficina y mi casa. Lo que me interesaba era los registros detallados a los que había accedido el pirata. La lista que apareció era curiosa, aunque corta. De los cinco nombres, sólo uno me resultó desconocido.

—¿Alguien sabe quién es Joshua Hayes? Tiene un apartado de Correos de Suffolk —dije.

—Un agricultor —explicó Janet—. Es lo único que sabemos hasta ahora.

—Está bien. —Seguí repasando la lista—. Tenemos a Brett West, un ejecutivo de la CP&L. No recuerdo su cargo.

—Vicepresidente ejecutivo encargado de Operaciones —dijo Janet.

—Vive en una de esas mansiones de ladrillo cerca de tu casa, doctora —añadió Marino—. En Windsor Farms.

—Vivía —le corrigió Janet—. Si te fijas en la dirección de la factura verás que se mudó en octubre pasado. Parece que se ha trasladado a Williamsburg.

Fuera quien fuese el que estuviera moviéndose ilegalmente por la red, había husmeado también los expedientes de otros dos ejecutivos de la CP&L. Uno era el CEO, y el otro el presidente. Pero fue la identidad de la quinta víctima electrónica la que me asustó de verdad.

—¡El capitán Green! —Me volví hacia Marino, desconcertada.

Él me dedicó una mirada inexpresiva.

—No tengo idea de quién es.

—Estaba presente en el varadero de naves fuera de servicio cuando saqué del agua el cuerpo de Eddings —le expliqué—. Pertenece al Servicio de Investigación de la Marina.

—Te escucho. —A Marino se le ensombreció el rostro y el maletín del COI de Lucy y Janet se inclinó pronunciadamente ante los ojos de ambas—. Quizá no sea tan sorprendente que ese pirata informático sintiera curiosidad por los altos cargos de la empresa en la que se ha introducido ilegalmente, pero no veo cómo encaja el SIM en esto.

—Y yo no estoy segura de querer saberlo —afirmé—. Pero si Lucy tiene razón en lo que dice de los accesos, puede que el destino final de nuestro pirata sean los registros telefónicos de ciertas personas.

—¿Para qué? —preguntó Marino.

—Para ver a quién llaman. Para ver en qué clase de información podía estar interesado un periodista, por ejemplo.

Me levanté de la silla y empecé a deambular por la estancia con un hormigueo de miedo en el cuerpo. Pensé en Eddings, envenenado en su barca, en las balas Black Talón y en el uranio, y recordé que Joel Hand tenía la granja en algún lugar de Tidewater.

—Ese tal Dwain Shapiro, el de la Biblia que encontraste en casa de Eddings... —dije a Marino—. Presuntamente murió en un atraco a un coche. ¿Tenemos más información sobre el caso?

—De momento, no.

—La muerte de Danny habría podido pasar por un incidente similar —apunté.

—O la tuya. Sobre todo por el tipo de coche. Si lo hizo un profesional, quizás ignoraba que su objetivo no era un hombre —apuntó Janet—. Quizá sólo sabía qué coche conducirías. —Me detuve junto a la chimenea mientras ella continuaba—: O puede que no descubriese que era Danny hasta que ya era demasiado tarde. Entonces tuvo que deshacerse de él.

—¿Por qué yo? ¿Cuál sería el motivo?

—Está muy claro —respondió Lucy—. Creen que sabes algo.

—¿Quiénes?

—Los Nuevos Sionistas, tal vez. Y mataron a Eddings por la misma razón. Pensaron que sabía algo o que iba a destapar algún asunto.

Miré a mi sobrina y a Janet y me sentí más nerviosa.

—Por el amor de Dios —les dije con vehemencia—, no hagáis nada más sobre este asunto hasta haber hablado con Benton o alguien de arriba. ¡Maldita sea! No quiero que esa gente piense que vosotras también sabéis algo.

Pero estaba segura de que Lucy, por lo menos, no me escucharía. Tan pronto cerrase la puerta volvería a su teclado con renovada energía.

—¿Janet? —Sostuve la mirada de mi única esperanza de que Lucy actuara con prudencia—. Es muy posible que vuestro pirata informático esté relacionado con varios asesinatos.

—Doctora Scarpetta —respondió ella—. Comprendo.

Marino y yo abandonamos el campus, y el Lexus dorado que ya habíamos visto dos veces aquel día nos siguió todo el camino de vuelta a Richmond. Marino condujo con los ojos puestos constantemente en los retrovisores. Sudaba y estaba furioso porque el ordenador del DVM aún no estaba en funcionamiento y el número de matrícula que había consultado tardaba una eternidad en aparecer. El conductor del coche que nos seguía era blanco y joven. Llevaba gafas de sol y una gorra.

—No le importa que sepamos quién es —indiqué—. Si le importara, no sería tan descarado. Esto no es más que otro intento de intimidación.

—¿Ah, sí? ¡Pues vamos a ver quién intimida a quién! —exclamó, al tiempo que reducía la velocidad. Miró de nuevo por el retrovisor, siguió frenando, y el otro coche se acercó más. De pronto Marino frenó en seco. No sé quién se sorprendió más, si nuestro perseguidor o yo. Los frenos del Lexus chirriaron, los cláxones sonaron por todas partes, y el coche topó con la parte posterior del Ford de Marino.

—¡Uy, uy, uy! —dijo Pete—. Me parece que alguien acaba de dar por detrás a un policía...

Bajó del coche y desabrochó disimuladamente la funda de la pistola mientras yo mantenía mi expresión de incredulidad. Busqué la pistola, la guardé en un bolsillo del abrigo y decidí salir también pues no tenía idea de lo que iba a suceder. Marino, junto a la puerta del conductor del Lexus, observaba el tráfico a su espalda mientras hablaba por la radio portátil.

—Mantenga las manos donde pueda verlas en todo momento —ordenó de nuevo al conductor con voz sonora y autoritaria—. Ahora quiero que me dé su permiso de conducir. Despacio.

Yo estaba al otro lado del coche, cerca de la puerta del copiloto, y reconocí al individuo antes de que Marino viera el permiso y la foto que constaba en él.

—Vaya, vaya, detective Roche. —Marino alzó la voz sobre el estruendo del tráfico—. Qué curioso que hayamos topado con usted... o viceversa. —De pronto endureció el tono—: Salga del coche. Venga. ¿Lleva armas de fuego encima?

—El arma está entre los asientos. A plena vista —replicó Roche fríamente.

Después salió del coche poco a poco. Vestía pantalones militares, una chaqueta de algodón y botas, y lucía un gran reloj negro de submarinismo. Marino lo obligó a volverse y le repitió que mantuviera las manos a la vista. Me quedé donde estaba mientras las gafas de sol de Roche me miraban fijamente. En sus labios había una sonrisa burlona.

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