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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (5 page)

BOOK: Causa de muerte
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Me alejé. Mientras conducía, busqué el número del ayudante de Mant con la esperanza de encontrarlo en casa. Allí estaba.

—Danny, soy la doctora Scarpetta.

—¡Ah, doctora! —dijo el muchacho, sorprendido.

Se oía música navideña al fondo y voces que discutían. Danny Webster tenía veintipocos años y aún vivía con la familia.

—Lamento molestarte en Nochevieja pero tenemos un caso y debo hacer una autopsia con urgencia. Voy camino de la oficina.

—¿Me necesita? —Lo noté muy abierto a tal idea.

—No sabes cuánto te agradecería que me ayudaras. En este momento hay una embarcación y un cuerpo camino de allí y...

—No hay problema, doctora Scarpetta —se ofreció con gusto—. Enseguida estaré allí.

Llamé a casa pero Lucy no contestó. Luego marqué un código para comprobar los mensajes del contestador: dos amigos de Mant le expresaban sus condolencias. Había empezado a nevar bajo el cielo plomizo, y la interestatal estaba llena de gente que conducía más deprisa de lo que resultaba prudente.

Me pregunté por qué motivo se habría retrasado Lucy y por qué no me había llamado. Lucy tenía veintitrés años y acababa de graduarse en la Academia del FBI. Yo aún me preocupaba por ella como si necesitara mi protección.

Mi oficina en el distrito de Tidewater se encontraba en un anexo pequeño y abarrotado del recinto del Hospital General Sentara Norfolk. Compartíamos el edificio con el Departamento de Sanidad, en el que por desgracia se ubicaba la oficina de Control de Mariscos. Entre el hedor de los cuerpos en descomposición y el del pescado putrefacto, el aparcamiento no era un lugar recomendable en ningún momento del día ni del año. El viejo Toyota de Danny ya estaba allí, y cuando abrí la puerta del hangar, me alegró ver también la batea.

Fui rodeando la embarcación para observarla. La larga manguera de baja presión estaba enroscada cuidadosamente. Un extremo de ella, cortado, y el regulador conectado a él, habían sido introducidos en una bolsa de plástico sellada, siguiendo mis instrucciones. El otro extremo todavía estaba conectado al pequeño compresor. Junto a éste había una lata de gasolina y el previsible equipo de navegación y de buceo: lastres, un tanque con aire comprimido a tres mil libras por pulgada cuadrada, un remo, un chaleco salvavidas, una linterna, una manta y una pistola de señales.

Eddings también había añadido a la embarcación un motor extra, de cinco caballos, que sin duda había utilizado para entrar en la zona restringida en la que había muerto. El motor principal, de treinta y cinco caballos, estaba levantado y asegurado. Así que debía de llevarlo fuera del agua y recordé que, en efecto, lo había visto en aquella posición en el escenario del suceso. Pero lo que más me interesó fue una bolsa de plástico duro abierta en el fondo de la embarcación. Protegidos en sus correspondientes forros de gomaespuma había varios accesorios de cámaras fotográficas y cajas de carretes Kodak de 100 ASA. No vi ninguna cámara ni objetivos, e imaginé que estarían perdidos para siempre en el lecho del río Elizabeth.

Ascendí una rampa y abrí otra puerta. Ted Eddings yacía bajo la cremallera de una bolsa de transporte de cuerpos, sobre una camilla aparcada junto a la sala de radiografías, en aquel pasillo de baldosas blancas. Sus brazos, rígidos, empujaban el negro vinilo como si quisieran romperlo, y unos lentos regueros de agua formaban pequeños charcos en el suelo. Me disponía a ir en busca de Danny cuando éste asomó tras una esquina, cojeando y cargado con un montón de toallas. En la pierna derecha llevaba una rodillera deportiva de color rojo brillante como consecuencia de una lesión cuando jugaba a fútbol, que había precisado la reconstrucción del ligamento cruzado anterior.

—Tendríamos que entrarlo enseguida en la sala de autopsias —le dije—. Ya sabes lo que opino de dejar los cuerpos sin vigilancia en el pasillo.

—Pensé que alguien podía resbalar —respondió Danny mientras extendía las toallas para secar el suelo.

—Hoy los únicos «álguienes» aquí somos tú y yo —comenté con una sonrisa—. Pero gracias por preocuparte. Y por lo que más quieras, ten cuidado, no vayas a ser tú el que resbale. ¿Qué tal la rodilla?

—Creo que ya no mejorará nunca. Hace casi tres meses, y apenas puedo bajar las escaleras.

—Paciencia. Sigue con la fisioterapia y verás cómo progresas. —No era la primera vez que se lo decía—. ¿Lo has pasado ya por rayos X?

Danny había trabajado en otros casos de muertes de submarinistas. Sabía que era sumamente improbable que buscáramos proyectiles o huesos rotos, pero las radiografías podían mostrarnos un neumotórax o un desplazamiento del mediastino causado por la fuga de aire de los pulmones debido a un barotrauma.

—Sí, doctora. Están revelando las placas. —Hizo una pausa y cambió de expresión—. Y el detective Roche, de Chesapeake, viene de camino. Quiere estar presente durante la intervención.

Aunque yo solía animar a los detectives a observar las autopsias de sus casos, no me gustaba la idea de ver a Roche en mi quirófano.

—¿Conoces al detective? —pregunté a Danny.

—Ha estado por aquí en otras ocasiones, pero prefiero que sea usted misma la que saque su propia opinión de él.

El muchacho se incorporó y recogió de nuevo sus cabellos oscuros en una cola de caballo, porque se le habían escapado unos mechones que le molestaban en los ojos. Ágil y agraciado, con una sonrisa luminosa, parecía un joven cherokee. A menudo me preguntaba por qué le gustaba trabajar allí. Le ayudé a entrar la camilla en la sala de autopsias. Él se quedó pesando y midiendo el cuerpo, y yo desaparecí en el vestuario y me di una ducha. Mientras me restregaba, Marino dejó un mensaje en el contestador.

—¿Qué sucede? —pregunté cuando respondió a mi llamada.

—Es quien pensábamos, ¿verdad?

—Aún es extraoficial, pero sí.

—¿Lo estás examinando ahora?

—Iba a empezar... —respondí.

—Dame quince minutos. Casi estoy ahí.

—¿Vienes hacia aquí?

—Hablo desde el coche. Ya te contaré. No tardo nada.

Me pregunté a qué venía todo aquello, pero tuve la certeza de que Marino había descubierto algo
en
Richmond. De otro modo, su presencia en Norfolk carecía de sentido. La muerte de Ted Eddings no era jurisdicción de Marino a menos que ya interviniera en el asunto el FBI, y eso tampoco tenía ninguna lógica.

Marino y yo éramos asesores del programa de Análisis de Investigaciones Criminales, más conocido como Unidad de Perfiles, un grupo del FBI especializado en asesorar a la policía en casos de muertes inusualmente atroces y difíciles. Era habitual que participáramos en investigaciones fuera de nuestro territorio, pero sólo por invitación y era un poco pronto para que Chesapeake hubiera comunicado nada al FBI.

El detective Roche llegó antes que Marino. Traía una bolsa de papel e insistió en que le proporcionara bata, guantes, mascarilla, gorro y fundas de calzado. Mientras estaba en el vestuario, ocupado con su armadura biológica, Danny y yo empezamos a tomar fotografías y a estudiar a Eddings exactamente como nos había llegado, todavía con el traje isotérmico entero, que seguía mojando el suelo con su lento goteo.

—Lleva un buen rato muerto —apunté—. Tengo la sensación de que lo que le sucedió, fuera lo que fuese, se produjo poco después de que se metiera en el río.

—¿Sabemos cuándo fue eso? —preguntó Danny mientras colocaba hojas nuevas de escalpelo.

—Suponemos que después de anochecer.

—No parece muy viejo.

—Veintinueve.

Contempló el rostro de Eddings, y el suyo adquirió una expresión de tristeza.

—Es como cuando llega aquí un niño, o ese jugador de baloncesto que cayó fulminado en el gimnasio la otra semana... —El muchacho me miró—. ¿No le afecta?

—No puedo dejar que me afecte porque tengo que hacer un buen trabajo. Por ellos —respondí mientras tomaba notas.

—¿Y cuando ha terminado? —insistió, mirándome fijamente.

—No terminamos nunca, Danny —le dije—. Nuestro corazón sigue roto el resto de nuestra vida y nunca termina del todo con la gente que ha pasado por aquí.

—Porque no podemos olvidarla... —El muchacho forró el interior de un cuenco con una bolsa para vísceras y lo colocó en el suelo, cerca de mí—. Por lo menos, yo no puedo.

—Si la olvidamos es que algo nos funciona mal —contesté.

Roche asomó desde el vestuario. Con su mascarilla y su traje de papel tenía el aspecto de un astronauta desechable. Se mantuvo a distancia de la camilla, pero lo más cerca que pudo de mí.

—He echado una ojeada a la barca —le dije—. ¿Qué objetos ha retirado de ella?

—Un arma y la cartera. He traído las dos cosas —respondió—. Están en la bolsa. ¿Cuántos pares de guantes lleva?

—¿Y una cámara, carretes, algo de eso?

—Todo lo que había está en la barca. Parece que lleva más de un par...

Roche se inclinó hacia delante y su hombro se apoyó en el mío.

—Sí, llevo dos. —Me aparté de él.

—Supongo que necesito otro par...

—Están en ese armario de ahí —le indiqué mientras abría la cremallera de las húmedas botas de buceo de Eddings.

Corté el traje isotérmico con un escalpelo y abrí el traje ligero por las costuras porque habría resultado demasiado difícil despojarlos del cuerpo ya completamente rígido. Mientras lo liberaba del neopreno, observé su tono rosado y uniforme debido al frío. Le quité el ceñido traje de baño azul. Danny me ayudó a subir el cuerpo a la mesa de autopsias, donde le rompimos la rigidez de los brazos y empezamos a tomar fotografías.

Eddings no tenía lesiones, salvo algunas viejas cicatrices, la mayoría en las rodillas. Pero la biología, mucho antes, le había asestado un golpe en forma de hipospadias, una anormalidad anatómica por la que el conducto de la uretra se abría en la parte inferior del glande y no en el centro. Este moderado defecto debía de haberle causado una gran angustia, sobre todo en la adolescencia. Ya adulto, quizá la vergüenza sufrida había sido suficiente para convertirlo en una persona reacia al sexo.

Durante nuestros encuentros profesionales nunca se había mostrado tímido ni pasivo. De hecho siempre lo había encontrado bastante seguro de sí mismo y encantador, aunque rara vez me dejaba encantar por nadie y menos aún por un periodista. No obstante, tampoco se me escapaba que las apariencias no significaban nada respecto al comportamiento de las personas cuando dos de ellas se encontraban a solas.

Intenté no ir más allá. No quería recordarlo con vida mientras tomaba medidas y realizaba anotaciones en los diagramas sujetos con clips a mi carpeta. Pese a mi propósito, una parte de mi mente se rebelaba contra mi voluntad y me llevó de nuevo a la última ocasión en que lo había visto. Era la semana antes de Navidad y me hallaba en mi oficina de Richmond, de espaldas a la puerta, escogiendo diapositivas de un carrete. No lo oí acercarse hasta que me habló, y al volverme lo encontré en la puerta; llevaba una maceta con un guindillo de Indias cargado de frutos de un rojo brillante.

—¿Le importa si entro? —me preguntó—. ¿O prefiere que me vuelva al coche con esto?

Lo saludé mientras me irritaba contra el personal de recepción. Todos sabían que no debían permitir el paso a los periodistas, sin avisarme, más allá de la barrera blindada y cerrada del vestíbulo, pero Eddings caía demasiado bien, sobre todo a las recepcionistas. Así que entró puso la planta en la moqueta del despacho. El rostro se le iluminó con una sonrisa.

—Se me ha ocurrido que en este lugar tenía que haber algo vivo y feliz. —Sus ojos azules me miraron fijamente y no pude evitar una risilla.

—Espero que no lo diga por mí.

—¿Preparada para darle la vuelta?

El diagrama del cuerpo en la hoja de la libreta reapareció ante mis ojos y me di cuenta de que Danny me estaba hablando.

—Lo siento —murmuré.

El muchacho aún me miraba con preocupación mientras Roche daba vueltas por la sala como si no hubiera estado nunca en un depósito de cadáveres, observando el contenido de las vitrinas y dirigiéndome una mirada de vez en cuando.

—¿Todo en orden? —me preguntó Danny con su tacto habitual.

—Ya podemos darle la vuelta —respondí.

Me estremecí por dentro como una pequeña llama. El día de nuestro último encuentro, Eddings llevaba unos pantalones caqui de montaña y una camiseta negra de comando.

Intenté recordar la expresión de sus ojos y me pregunté si habría en ella algo que presagiara lo que acababa de suceder.

El cuerpo estaba frío al tacto y empecé a descubrir otros aspectos de él que distorsionaban los que ya conocía, lo cual me perturbó todavía más. La ausencia de los primeros molares era signo de ortodoncias. Llevaba coronas muy extensas y muy caras, además de lentes de contacto tintadas que realzaban sus ojos, de un azul 'ya muy subido. Curiosamente, la lente del ojo derecho no se había desprendido al inundarse la escafandra y su mirada apagada resultaba extrañamente asimétrica, como si entre aquellos párpados soñolientos miraran dos muertos, y no uno.

Casi había concluido el examen físico, pero lo que quedaba era lo más ultrajante pues en cualquier muerte que no se debiera a causas naturales era necesario investigar las prácticas sexuales del paciente. Rara vez tropezaba con alguna señal evidente —como un tatuaje— que indicara las tendencias del cadáver, y por norma general nadie que fuera amigo íntimo del difunto se presentaba voluntariamente a proporcionar información. Aunque en realidad poco importaba lo que me dijera nadie, porque no por ello dejaría de buscar indicios de coitos anales.

Roche se aproximó de nuevo a la mesa y se colocó detrás de mí, muy cerca.

—¿Qué busca? —preguntó.

—Proctitis, perforaciones anales, pequeñas fisuras, engrosamiento del epitelio por trauma... —respondí mientras procedía al examen.

—¿Supone usted que era marica?

Roche echó una mirada por encima de mi hombro. A Danny le subió el color a las mejillas y en sus ojos apareció un destello de cólera.

—El anillo anal y el epitelio no muestran señales notables —le indiqué mientras tomaba unas notas apresuradas—. En otras palabras, no presenta ninguna lesión que corresponda a una vida de homosexual activo. Y, oiga, detective, tendrá usted que dejarme más espacio libre.

Notaba su aliento en la nuca.

—Este hombre había estado muchas veces por aquí, haciendo entrevistas, ¿sabe?

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