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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (5 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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Se apeó en Cibeles y entró en Correos, donde mandó una cantidad de dinero por giro postal a una dirección de Asturias. Luego cogió otro tranvía de la misma línea. El largo paseo de la Castellana, ahora avenida del Generalísimo, mostraba sus notables edificios públicos en las zonas del Prado y los admirados palacios en la parte larga que se abría al norte. Pero el ambiente no era el de una ciudad feliz. Era otra cosa, algo irreal, como si todos temieran que todavía quedaran por llegar la paz y el sosiego. Veía multitud de uniformes brillantes, camisas azules y flamantes sotanas, como si las hubieran sacado a orear. Barbillas alzadas y miradas fogosas sobresaliendo de un fondo de rostros agrietados por el temor, de miradas huidizas y pieles grisáceas.

Se bajó al final del trayecto, en la rotonda situada ante la Escuela Superior de Ingenieros Industriales. Cruzó hacia el otro lado de la avenida, sorteando el monumento a Isabel la Católica instalado en una rotondita en medio de la ancha arteria. Cerca de la Escuela de Sordomudos y Ciegos había un quiosco de bebidas. Se acercó y volvió a sentir las contradicciones profundas al contemplar a la joven morena que ayudaba en las tareas. Tenía un rostro galardonado de belleza, fresco como el rocío. Sabía su nombre y que era la hija del titular, un hombre silencioso en la cuarentena que llevaba un delantal blanco y estaba elaborando horchata en la parte exterior de la caseta, prensando a mano las chufas con un torniquete. Le pidió un vaso a la mujer y notó su nerviosismo, ya contrastado en su visita anterior. El líquido, totalmente natural, le supo tan agradable como la vez anterior. La joven era vecina de su misma casa y se vieron por primera vez días atrás en el ascensor. El se limitó a mirarla comprendiendo que algo había perturbado su sosiego. No entraba en la lógica que preguntara por ella a Alfonso, su primo, quien le dio todos los datos. Estaba soltera y vivía sola con sus padres. Tenía dieciocho años y nunca había dispuesto de novio. Era introvertida y no se vinculaba en los corrillos que durante muchas horas hacían otras vecinas en la calle. Vestía de negro, la manga acodada, como si tuviera cortedad en adornar su juventud. No la había visto antes porque al parecer había estado unos meses cuidando de una tía enferma en un pueblo de Valladolid. La atracción era nueva y ponía un interrogante en su posterior actividad. Quiso hacer de ello un hecho aislado pero al día siguiente se vio impelido a verla y se presentó en el quiosco para valorar su ansiedad. Obtuvo mayor desasosiego cuando los grandes ojos captaron similares dudas a las que él sentía. Fue consciente de que no podría desprenderse fácilmente de aquella perturbación.

Un carro tirado por un caballo percherón se detuvo y el repartidor bajó un barril de madera conteniendo cerveza El Águila. La joven pagó al cervecero y aprovechó la tregua para romper el encadenamiento de las miradas. Carlos abonó la consumición y se alejó caminando, pasando por el campo de La Tranviaria donde los chicos del barrio jugaban al fútbol. Enfrente, una valla circundaba las paralizadas obras de los Nuevos Ministerios sobre los terrenos del antiguo Hipódromo. Subió por la desarbolada calle de Ríos Rosas, pasó por delante del cuartel de Infantería y entró en el número 30, un edificio de buena planta que destacaba del resto y que una placa pregonaba orgullosamente que había sido construido en 1927. Las hojas de madera del gran portal en chaflán siempre permanecían abiertas durante el día. El sereno se encargaba de que todos los portales estuvieran cerrados en las noches, lo que era obligado no tanto por evitar robos en las humildes casas como por mantener el espíritu cuartelario de las autoridades. Subió al cuarto piso y abrió la puerta de una vivienda exterior. Su tía Julia estaba haciendo punto en el cuartito de estar con sus orejas ocupadas por los cordones de una radio galena. Las gafas centradas en la abigarrada nariz, como ruedas de bicicleta en miniatura, liberaban sus ojos para las distancias largas. Tenía un rostro bonachón, nunca trocado por ningún acontecimiento.

—¿Te preparo algo? —le dijo al recibir el beso.

—No. He comido en la estación. Voy a descansar un rato y luego escribiré unas cosas. Cuando llegue Alfonso, que no se vaya. Quisiera hablar con él.

El dormitorio tenía espacio para un armarito, una mesa y una silla. Sobre la cama un crucifijo, que él descolgaba cada noche y escondía en un cajón, para volver a colocarlo al irse. Todo estaba limpio como la sala de un hospital, los baldosines fregados a diario, las paredes desalojadas de polvo. La ventana, que parecía no tener cristales a fuer de limpios, estaba entreabierta para aliviar el calor. A esas horas el intenso sol huyente ponía tonos dorados en los frondosos árboles del jardín que adornaba el chalé situado entre la Escuela de Minas y el convento de María Inmaculada, al otro lado de la tranquila calle. Un ligero viento hacía oscilar los visillos. Subían pocos ruidos de la ancha vía, sin apenas circulación rodada, de vez en cuando el tintineo y el chirrido del tranvía 45 al pasar por delante sobre la calzada terrosa. Se quitó la chaqueta, el pantalón y la camisa y los colgó con meticulosidad en las perchas. Se sentó en la cama en calzoncillos y camiseta y estuvo pensando un rato mientras fumaba de forma mecánica. Fue al armario y cogió la maleta que estaba encima. La puso en la cama y accionó las cerraduras. Abrió una de las cajitas de madera contenidas en su interior. Dentro, un pequeño bulto de tela. Lo desenvolvió y apareció una pistola. La desarmó y con un paño estuvo limpiando cada pieza. Ya armada la sopesó y la hizo funcionar en vacío. Comprobó que estaba lista. Volvió a guardarla y finalmente puso la maleta en su sitio. Luego se echó en la cama y siguió fumando.

* * *

Pocos días después de finalizada la guerra, Franco nombró gobernador general de Madrid al general Espinosa de los Monteros, jefe del Ejército del Centro, quien, entre otras disposiciones, dio orden de que todos los habitantes se personaran en las comisarías y otros puntos para su identificación. Era imperativo poseer cuanto antes un censo completo y riguroso de la población y determinar con exactitud quiénes provenían de la zona roja o habían sido empleados de la administración republicana, incluso los que hubieran expresado simpatías por el régimen anterior. El control tenía eficacia militar y afectaba a todos, españoles y extranjeros. Se había anulado la libre circulación de personas en toda España, por lo que los necesitados de traslado debían registrarse para obtener el imprescindible salvoconducto.

Carlos llegó a Madrid procedente de Asturias con un pase expedido por el gobernador militar de esa provincia, que hubo de presentar en ventanilla al sacar el billete a la vez que a los policías que harían el recorrido.

Cuando en junio llamó a la puerta, su tía apenas le reconoció. Intentó relacionarle con el niño que guardaba en su memoria y con el de las fotos que de él conservaba. Pero no era lo mismo verle allí delante y por sorpresa. El delgado crío que con ocho años marchara con su madre a las montañas del norte se había transformado en un hombre alto y bien formado. Sus facciones parecían identificarle y sus ojos eran repetición de los suyos, pero había desaparecido la alegría que siempre le caracterizó. Su sonrisa de reencuentro, aunque con un matiz de fatiga, era auténtica pero estaba desvinculada de un rostro grave donde unos ojos de color celeste proclamaban un tormento interior. Cuando la besó desaparecieron todas sus dudas y se colgó de él con el dolor de la hermana ausente, como si fuera ella la huérfana.

El encuentro entre los dos primos fue muy emotivo. Alfonso era dos años menor que él y tenía gran don de gentes. Pero no había escalado la altura de su primo ni heredado el color de ojos de la familia, cuya rama principal procedía de Cuevas de Almanzora. Allí como en otros muchos lugares de Andalucía había gran cantidad de gente con el cabello dorado y los ojos azules, consecuencia de tantos caballeros francos, germanos e ingleses que llegaron a unirse a los Reyes Católicos en la Cruzada por la conquista de Granada. Alfonso nunca le preguntó lo que había hecho durante esos años. Su pertenencia a Falange y la buena reputación de su madre, catequista de La Milagrosa y antigua estudiante en las Hijas de la Caridad, colegio de niñas situado junto a la iglesia de los Paúles y perteneciente a esa congregación, aportaron las garantías necesarias para que no hubiera indagaciones sobre su pasado y fuera considerado una persona sin sospechas para el régimen naciente.

* * *

Su primo llegó pasadas las ocho y llenó de sonrisas la tranquila casa. Llevaba la camisa azul con el emblema en rojo sobre el bolsillo izquierdo. Después de la cena, con la luz todavía en el cielo, los dos hombres bajaron a la calle. En el portal se encontraron con Pedro, el jefe de la casa, también con el uniforme azul, que los saludó brevemente.

—Ese tío sigue mirándome como el lince al conejo. Seguro que sigue indagando mi procedencia.

—No te preocupes —contestó Alfonso—. Estás con nosotros, eres de la familia.

—¿Qué tal va lo del economato?

—No es posible. Por el momento sólo aceptan militares. No olvides que es un economato del ejército.

—Debo buscar algo pronto.

—Lo entiendo. Tienes un trabajo duro.

—No es eso. Es que tendré que dejarlo.

Alfonso se paró. Habían llegado al puesto de melones situado en la acera y junto aj cuartel. Eran de Villaconejos, grandes y oblongos como obuses. Ninguno por debajo de los seis kilos. Se miraron.

—Me ocultas algo.

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—En realidad no valgo para ese trabajo.

—Debo darte la razón. Creo que podrías aspirar a mejores empleos y no a esos trabajos de jornaleros. No me has explicado nunca a qué te dedicabas.

—Trabajaba en la mina. Soy picador.

—Tienes algún amor esperándote en Asturias, ¿eh?

—¿Por qué lo dices?

—Sé que de vez en cuando haces un envío de dinero.

—No es lo que crees.

Alfonso lucía una madurez consolidada a pesar de su juventud, quizá debido a la fuerza que imprimía el sindicato azul. Miró a su primo en profundidad.

—Sería bueno que te hicieras de Falange. Tendrías acceso libre a tus proyectos, que seguro tienes aunque te los calles, y no dependerías de intermediarios. Y no lo digo porque no me guste ayudarte.

—No tengo proyectos y me gustaría que no insistieras sobre lo de Falange. Intento vivir en la neutralidad, fuera de la política.

—Nadie es neutral. Debemos tomar partido por algo. No hay que esperar a que otros hagan todo el trabajo.

—Ese tipo de trabajo no me interesa. Sólo quiero el que produce riqueza al país.

—¿Crees que Falange no quiere lo mismo?

Carlos guardó silencio y su gesto definió que no quería seguir con el tema, tan recurrente en su primo.

—¿Cómo va lo de Espasa?

—Muy bien. Pero has de esperar todavía. —Le envió una sonrisa—. Voy a mirar unos libros, ¿vienes?

Cruzaron la calle y entraron en el estanco-librería regentado por dos jóvenes hermanas. Toda la industria editorial estaba controlada por el Estado a través del Instituto Nacional del Libro, estricto censor tras la guerra. Aparte de libros de autores tradicionales, los de actualidad eran casi todos de la Editora Nacional, dirigida por Falange, y versaban inevitablemente sobre la Victoria, la degeneración de la República y la esperanza de un futuro de la mano de Dios. Alfonso encontró una biografía de Bismarck y el magazín
Gran Mundo.

—¿Lees esa revista para ricos?

—Mi deseo es entrar en el mundo de la moda, como diseñador. Ahora no es fácil, pero a pesar de los malos tiempos, siempre hay gente con pasta. Sólo necesito algún patrocinador que se interese. Y lo encontraré porque creo que soy bueno en este terreno.

Fuera, eligió un melón. Iniciaron la vuelta a casa.

—He quedado con unos amigos en El Sotanillo. ¿Te apetece venir?

—No quiero ser un convidado de piedra. Tengo que escribir una carta.

—Entonces súbete el melón.

Tía Julia celebró recibir la fruta y le hizo los honores. Cortó un trozo y puso el resto en la fresquera. Hizo dos mitades y las partió en trocitos, una vez eliminada la corteza, sirviéndolos en dos platos que colocó en la mesa. Trajo tenedores y se sentó frente a Carlos.

—Qué rico, ¿verdad? Es mi fruta preferida.

—Allí no hay. Son otras las frutas —dijo Carlos.

—Allí... Hijo... —Siempre lo llamaba así desde el primer momento en que volvió—. Nunca me cuentas cosas de tu vida, dónde has estado después de lo de tu madre. Eres tan reservado...

El ladeó el rostro como si no pudiera enfrentar esa mirada maternal.

—Tienes las cartas. Supiste lo que ocurrió con mamá.

—No es lo mismo. Ahora estás aquí y puedes decírmelo de viva voz.

—No fueron tiempos felices. Recordarlos me produce dolor.

—El hablar descarga las angustias.

—Un día, tía, lo haré.

Ella le dio la mano por encima de la mesa y él se la apretó.

Capítulo 7

Llanes, Asturias, febrero de 2005

Para intentar descubrir al autor de una acción delictiva es regla fundamental investigar a quién beneficia.

Un mes antes había sido citado telefónicamente en Madrid en una dirección por alguien con voz rara, según Sara, que dijo tener información sobre Carlos Rodríguez Flores, cuya huella buscaba por encargo de su nieto. Dio su nombre y dijo que era hijo de un viejo amigo suyo. No me extrañó la cita porque la situó en un lugar céntrico y había estado preguntando tiempo antes en los comercios de la zona. Tampoco la hora, las 21 horas, parecía tan intempestiva como para sospechar.

La callejuela, que serpea entre las calles de Alonso Cano y María de Guzmán, se mostraba oscura y vacía, desertada de farolas y personas. Un viento frío la recorría. La casa estaba en obras, el portal abierto. Pasé al fondo, pisando escombros. Me hallé en un patio cuadrado de dos pisos con galerías tipo corralas. El edificio parecía estar poco ocupado. Una luz lánguida agarrada a un farol intentaba luchar contra las sombras. La figura se destacó en el portal y señaló la escalera. Y luego vino lo otro. Hasta ahí los hechos.

La confianza casi me cuesta la vida. Un calibre más grande, por ejemplo un 9 mm Parabellum, que penetra doce centímetros, me habría matado. Eso, lo que respecto al arma explicó Ramírez y el rastro del asesino me permitió identificarle, pero necesitaba saber el porqué.

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