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Authors: Joaquín M. Barrero

Detrás de la Lluvia (8 page)

BOOK: Detrás de la Lluvia
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—Según los datos, era la primera vez que aparecía un cadáver así en el cementerio. Y ahora tenemos al segundo, que sepamos.

—Creí que era en los cementerios donde se encuentran los cadáveres —dijo Perales lleno de frialdad—. Y más en estos tiempos.

—Enterrados, incluso los fusilados —contestó Blanco, procurando hacer racional su discurso pero sin caer en el didactismo—. No tirados en un foso de cualquier manera, sin rastro de disparos, desnudos dentro del mono.

—¿Qué le sugiere eso?

—Que el asesino se llevó su ropa y el calzado y luego le puso el mono para desviar sospechas. Pero nadie va sin calzoncillos. No podemos saber cómo era el mono del anterior. No hay detalles. Pero el de ahora no era suyo porque le estaba grande. Y aunque grasiento, el hombre no era mecánico.

—¿Quiere decir que era un hombre de bien?

—Le miré las manos. No tenía huellas de grasa. Era un obrero de otro ramo.

El jefe extremó su mirada sobre Blanco.

—Por tanto —señaló—, y según sus datos, podríamos afirmar dos cosas sin equivocarnos: que no es uno de los nuestros y que sería un rojo. No podemos perder tiempo en averiguar quién mató a uno de éstos cuando los estamos persiguiendo. Seguramente lo habrá matado un amigo en una disputa de taberna.

—Tengo el mismo concepto que usted de esa gente. Pero puede que estemos ante un asesino, digamos, reincidente. Eso trasciende de ideas previas. Si pudiéramos hacer algo en lo poco que nos dejan los políticos, los policías podríamos distinguirnos y mostrarnos ante la sociedad que no estamos sólo para mantener el orden sino para perseguir a los criminales de cualquier tipo.

El comisario sabía de qué pie cojeaba su subordinado y por eso le sorprendió lo que parecía un intento de entrar en un camino diferente a sus atribuciones. Le miró y quiso hacerle bajar de las nubes.

—Su misión es la vigilancia en la estación y la persecución de las faltas y actividades criminales. Este cadáver se sale de su competencia porque no estaba en la estación.

—La orden para que interviniéramos fue dictada por el comisario jefe, supongo que por la cercanía. Nos limitamos a cumplir instrucciones.

—Ya ha cumplido. Esto es un trabajo para la Brigada Criminal. Lo mío es la captura de rojos, que son los elementos nocivos para la sociedad. No sé por qué me trae este cuento.

—Quizás ese presunto asesino sea un rojo. La investigación, de tener éxito, tendría una gran repercusión en lo criminal y en lo político. Vea: un asesino rojo en serie.

El comisario retiró la mirada de Blanco, abandonó la palmeta y el sillón y se acercó a la ventana. Sacó una pitillera dorada, eligió un cigarrillo y lo prendió pensativamente. Luego volvió a su mesa y se sentó, invitando a Blanco que hiciera lo mismo, lo que supuso una enorme sorpresa para el subalterno. Estuvo escribiendo pulcramente sobre un folio con su pluma estilográfica Waterman negra y con plumín dorado. Luego alzó la mirada.

—Vuelva al depósito y haga unas fotografías del rostro del muerto. Me las trae. Hablen con los que encontraron el cuerpo y con otros que vivan en esos cementerios. Quizás alguno haya visto algo que nos sirva. Vayan también a los talleres mecánicos de la zona, enseñen la foto, pregunten si echaron a faltar a alguien.

Capítulo 11

Ad primos ictos non corruit ardua quercus
.

(La fuerte encina no cae nunca con los primeros golpes.)

SÉNECA

Valdediós, Asturias, septiembre de 1928

El Alto de la Campa destacaba desde hacía varios kilómetros, unas veces enfrente y otras a la derecha. No era más alto que los picos de su tierra, pero estaba muy cerca de la carretera y a José Manuel le pareció un vigilante que espiara sus movimientos. Más adelante, a la izquierda, en un valle profundo y exuberante vio el Monasterio de Valdediós. Surgía en medio de la naturaleza encrespada de verde como si hubiera caído del cielo. Quizá fuera así porque alguna señal celeste debían de ver los que lo habitaron en los antiguos tiempos para darle tal nombre; es decir, Valle de Dios.

José Manuel, en el pescante del carro, miró el lugar donde iba destinado. No dejó de hacerlo mientras descendían lentamente por la sinuosa y estrecha carretera. Más adelante tomaron el sendero entre un bosque de castaños, cruzaron el río Valdediós y los viejos muros se les acercaron. El largo viaje desde Pradoluz tocaba a su fin y él empezaría una nueva vida en algo desconocido. Estaba lleno de preguntas, que no le permitieron formular, pero no le agobiaba la desazón. A su lado su hermano Eladio, que conducía el carro y que apenas le habló durante el trayecto, no porque no quisiera hacerlo sino porque era mozo de escasas palabras, además de que ignoraba todo lo relacionado con el mundo de los curas. Ahora le miró y le guiñó un ojo, lo que en él significaba una oferta de ánimo.

Eladio detuvo el caballo ante la entrada del monasterio. La mole pétrea estaba llena de silencio y de misterio, como si hubiera sido abandonada. José Manuel miró en torno. No se veía un alma en el valle. Un pequeño bosque esquinado y una cuidada pumarada desafiaban la soledad del convento y la iglesia adyacente. No muy lejos, un riachuelo recogía los parpadeos del sol. Eladio se bajó del carro, se acercó a la puerta y golpeó la aldaba. El sonido se extendió por el aire limpio como si fuera un eco. El cielo empezaba a abrumarse de sombras allá lejos, por el este, como si algo ominoso viniera a apoderarse del paisaje. Pero las viejas piedras mantenían un color dorado, como invitando a un futuro esperanzados.

* * *

Lo había intentado con Eladio cuando fueron a Oviedo.

—Quiero que padre me escuche.

—¿Para qué, ho?

—Sobre la cueva del tesoro.

—¿Qué contarás?

—Creo que allá había algo.

—¿Viste el tesoro?

—No sé qué vi.

—No viste nada, hermano. Lo inventas para no marchar donde los curas.

José Manuel miró a su hermano, las lágrimas pugnando por desparramarse.

—Sí lo vi. Fuera algo diferente al lugar. Un brillo.

—Padre estuviera allá con el tío durante meses, y otros antes que ellos. —Movió la cabeza—. Aunque vieras algo no sería el tesoro. No hay tal cosa. Ye una locura. Padre no te dará oportunidad de contarlo. Acepta las cosas como son. Será más fácil.

Fue a despedirse del maestro. Don Celestino era un hombre acosado de delgadez, con el cabello nevado. Tenía una nariz larga sobre la que se habían aposentado unas gafas grandes, con cristales que parecían lupas. Llegó hace años de lejana tierra y había sido un remanso de bondad tanto para él como para todos los guajes. Jamás una voz destemplada o un gesto impaciente, y menos un coscorrón. Siempre llevaba el mismo traje gastado y puede que la misma corbata negra, como si hubiera nacido con ellos. Le hizo pasar al húmedo despacho, lugar que a él siempre le imponía. Tenía algo de sagrado por la gran cantidad de libros y mapas que revestían las paredes y que creaban una atmósfera de gran sabiduría. Le dijo que se sentara y le volvió la espalda mientras limpiaba sus gafas. Siempre procedía del mismo modo. Por eso nunca le vieron los ojos y durante mucho tiempo la chavalería creyó que no tenía y que eran las gafas las que le daban la visión.

—¿Por qué quieres ir al seminario? —preguntó, ya de frente a él.

—No quiero ir. Me mandan.

—Es un lugar difícil. Aprenderás muchas cosas pero no todas te servirán.

José Manuel notaba que deseaba decirle algo, pero su prudencia lo impedía. Le hizo varias recomendaciones generales. Luego se levantó y le dio la mano.

—Vivirás solo, de ti y contigo mismo. No tendrás más ayudas de las que tú puedas darte. No te acomplejes de temores ni vaciles en expresar tus cuitas con firmeza de ánimo. Los profesores somos hombres como tú, aunque tengamos más edad. Y si un día sientes que no puedes seguir, no aguardes al desprestigio de que te expulsen. Hay otros caminos en la vida. Escríbeme siempre que puedas.

* * *

Una parte de la gran puerta de madera se abrió y apareció un hombre de edad indefinida aunque más joven que su padre. Alto, huesudo, con cabello muy corto y barba como la que llevaban los frailes que a veces veía caminar por sus pueblos. Una sotana negra absorbió todas las luces pareciendo que el cuerpo se le disolvía en la penumbra que tenía a su espalda.

—Soy el padre Lucas, el encargado de tu educación. Te esperaba. Tus compañeros del primer curso ya llegaron todos. Eres el último —dijo con amabilidad, dándole la mano para que se la besara, pero José Manuel notó que en su ánimo se colaba una incipiente zozobra.

Pasaron los tres a la gran sala de recepción y subieron la escalera de piedra. En el primer piso entraron en los dormitorios; una sala grande rectangular con algunas ventanas altas. Las camas de hierro estaban situadas a lo largo de las paredes, separadas por tabiques de paja prensada de unos tres metros de altura, con una cortina a la entrada. Eran como celdas sin techo. Muy arriba, el cielo raso apenas se apreciaba. En medio de la sala se asentaban las taquillas de madera, una larga fila doble que impedía la visión desde las camas de un ala a las de enfrente y cuyas puertas se abrían delante de cada cubículo. José Manuel se preguntó dónde estarían sus ocupantes porque no había nadie. La cama que le asignaron estaba vacía, los alambres del somier al aire. Eladio subió el colchón que trajeron en el carro y le ayudó a preparar el lecho con sábanas y cobertor, siguiendo las instrucciones de don Lucas. Luego le dijo cómo colocar en el armario el otro juego de sábanas, los dos calzoncillos, los pares de calcetines, camisetas, pantalones, pañuelos, zapatos, toallas, las dos sotanas para quita y pon y los mandilones, cosas que su hermano sacó de las dos maletas de cartón que transportaron en el carro. También su equipo de mesa: vaso de aluminio, y tenedor, cuchillo y cuchara de un metal brillante. Nada que ver con los cubiertos que usaban en la aldea. Más tarde supo que pertenecieron a don Abelardo. José Manuel nunca había dormido en sábanas y tampoco tuvo esa ropa, que aparecía a sus ojos por vez primera y que tendrían que enseñarle a ponerse, sobre todo los zapatos. Ignoraba quién había proporcionado todas esas cosas porque la familia nunca podría haberlas comprado. El carro y el caballo que les sirvió de transporte eran los mismos que usaran para ir a Oviedo cuando lo de su pierna escayolada; o sea, propiedad del señor Abelardo. Esa extraña generosidad quizá se debiera a indicaciones del cura de Piñera. El indiano era uno de los más ricos de la zona pero, salvo las dádivas a la parroquia de la que era el mayor contribuyente, de su puño cerrado no salía ninguna ayuda para nadie que no pudiera ser recobrada con beneficios. Por ello resultaba digno de consideración el gesto de dejarles el carro, y más cuando vino a despedirse de él y le dio la mano, lo que le llenó de perplejidad.

—Te presentaré al vicerrector —dijo el padre Lucas—. Quiere darte la bienvenida.

Les condujo a un cuarto grande, con sombras por los rincones. Un hombre alto se destacó y se puso frente a él sin mostrarle los ojos. Nunca olvidaría sus palabras.

—Puedes llegar a ser uno de los elegidos. No es fácil serlo. Tendrás que estudiar mucho y obedecer lo que te diga tu profesor encargado. Siempre.

Cuando Eladio se despidió, notó que algo se le rompía. Le habían dicho que pasaría mucho tiempo antes de volver a ver a su familia, a sus amigos, a su querido Jesús, a su pueblo. Quizás años. Cuando le abrazó notó el golpeteo de su pecho, el crujir de sus músculos, el olor de su cuerpo trabajado. Su hermano más querido. Le vio subir al carro y marchar, rehuyendo mirarle a los ojos. Sintió un impulso imparable. Salió corriendo y de un salto se subió al pescante. Eladio detuvo el caballo. Había muchas cosas en su mirada.

—Bájate. Ties que hacer lo que te manden.

—Me escaparé.

—¿Adónde irás? A casa no puedes volver. Adriano ye el moirazo. Ni él ni padre quieren te ver allá. Además, no ye malo venir al seminario.

—¿Tú vinieras?

—Si tuviera tu edad a lo mejor me gustara. Pero no ye fácil entrar —dijo con palabras arrastradas, tras una pausa—. Creo que ye lo mejor para ti. No tendrás que trabayar la tierra, ni apacentar las
roxas
, ni segar la yerba con la
gadaña
, ni ir a la mina, ni a la mili. No pasarás
fame
nunca. Serás hombre sabio y cuando llegues a cura vivirás muy bien. —Puso una sonrisa amarga en sus labios—. Así que baja y manda tu pena al
cuchu.

Bajar. Miró al suelo y vio un enorme espacio, como si se hubiera hundido a una distancia incalculable. La hierba había desaparecido y todo estaba negro.

—Vamos, hermanín —oyó decir a su hermano.

Cerró los ojos. Cuando los abrió la hierba estaba a su normal distancia. Saltó del carro y le vio alejarse. Un poco antes de coronar la cuesta, Eladio se volvió y agitó una mano. José Manuel entró en el monasterio desde donde el padre Lucas no dejaba de mirarle. Luego la puerta se cerró ante sus ojos y el sonido se enredó durante largos segundos por la inmensa sala.

Capítulo 12

Me vi

me vi por la espalda,

hasta que no quedó nada de mí.

MARINA OROZA

Madrid, noviembre de 1940

Carlos salió del gran edificio que albergaba la editorial Espasa Calpe, al término de la jornada. Eran las ocho de la tarde y había anochecido hacía tiempo. Cogió el metro en Ríos Rosas. Durante el trayecto volvió a leer la carta recibida y cuyo remite era de la casa donde vivió el desaparecido Andrés. En el papel rayado ordinario, la escritura desigual y con fallos ortográficos decía:

Madrid, segundo año de la Victoria.

Estimado señor Carlos.

Deseamos que al recibo de ésta se encuentre bien de salud, nosotros bien gracias a Dios. Como sabe guardamos las cosas de Andrés, que lleva tanto sin aparecer.

Nos gustaría que viniera para ver si encuentra algo que le pudiera ayudar en su búsqueda. Puede venir por la tarde. Que Dios le guarde muchos años.

Viva Franco. Arriba España.

Francisco Espinosa.

Había estado allí con Andrés varias veces, la última, un mes antes, cuando su ausencia empezó a ser inexplicable. Una casa de una planta, casi una chabola, con una pequeña huerta delante. El hombre trabajaba en el ferrocarril, en el mantenimiento de las vías. Días después de llegar de Asturias, Andrés le llevó con él y le presentó, y fue quien les colocó en las Contratas. El matrimonio era de una bondad extrema, derrochadores de atenciones. Siempre que iba le obsequiaban con un desbordado cocido y un buen trozo de blanca hogaza, traída del lugar de trabajo como otras provisiones, tras pasar por ojos que miraban hacia otro lado. No podían ocultar su consternación por la desaparición de su sobrino.

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