Read El Aliento de los Dioses Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (74 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
8.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Sondeluz se apartó de los barrotes, sorprendido. Llarimar. Llarimar estaba gritando.

—Y contigo siempre acabo metido en problemas —añadió el sacerdote, volviéndose—. No ha cambiado nada. ¡Tú te conviertes en dios y yo termino en prisión!

El grueso sacerdote se desmoronó, respirando entre jadeos, sacudiendo la cabeza con frustración. Encendedora los miraba. Y también los sacerdotes.

«Algo me resulta raro en ellos, pero ¿qué?», pensó Sondeluz, tratando de aclarar sus pensamientos y emociones mientras el grupo de sacerdotes se acercaba.

—Sondeluz —dijo uno de ellos, agachándose junto a su jaula—. Necesitamos tus frases de mando.

El dios bufó.

—Lamento decirte que las he olvidado. Probablemente conoces mi reputación de ser tonto. Quiero decir, ¿qué clase de necio entraría aquí alegremente para dejarse capturar? —Les sonrió.

El sacerdote suspiró e hizo un gesto a los demás. Abrieron la jaula de Encendedora y la sacaron. Ella gritó y se revolvió. Sondeluz sonrió al ver los problemas que les causaba. Sin embargo, eran seis sacerdotes y consiguieron arrastrarla.

Entonces uno sacó un cuchillo y le cercenó la garganta.

La sorpresa golpeó a Sondeluz como un martillo. Se quedó quieto, los ojos muy abiertos, viendo horrorizado cómo la sangre brotaba de la garganta de Encendedora, manchando su hermoso camisón. Más preocupante era la expresión de pánico en sus ojos. Aquellos ojos tan hermosos.

—¡No! —gritó Sondeluz, golpeando los barrotes y extendiendo inútilmente los brazos hacia ella. Tensó sus músculos divinos, apretujándose contra el acero mientras su cuerpo empezaba a temblar. Fue inútil. Ni siquiera un cuerpo perfecto podía abrirse paso a través del acero—. ¡Bastardos! —chilló—. ¡Hijos de puta malditos por los Colores!

Se debatió, golpeando los barrotes con una mano mientras los ojos de Encendedora empezaban a apagarse.

Y entonces su biocroma se consumió. Como una hoguera ardiente que se reduce a una simple lucecita, se apagó.

—No… —gimió Sondeluz, resbalando hasta quedar arrodillado, aturdido.

El sacerdote lo miró.

—Así que te importaba. Lamento que hayamos tenido que hacer esto. —Se inclinó, solemne—. Sin embargo, Sondeluz, decidimos que teníamos que matarla para que comprendieras que vamos en serio. Conozco tu reputación, y sé que sueles tomarte las cosas a la ligera. Es una buena cualidad en muchas situaciones, pero no en ésta. Te hemos demostrado que estamos dispuestos a matar. Si no haces lo que te pedimos, otros morirán.

—Cabrón…

—Necesito tus frases de mando —insistió el sacerdote—. Es importante. Más importante de lo que puedes comprender.

—Pues sácamelas a golpes —gruñó Sondeluz, sintiendo que la ira superaba lentamente su sorpresa.

—No es posible —el sacerdote negó con la cabeza—. Somos nuevos en todo esto. No sabemos muy bien cómo torturar, y nos haría falta mucho tiempo para que hablaras. Los que sí están versados en torturas no son muy cooperadores ahora mismo. Nunca pagues a un mercenario hasta que el trabajo esté hecho.

El sacerdote hizo una seña, y los otros dejaron el cadáver de Encendedora en el suelo. Se acercaron a la jaula de Llarimar.

—¡No! —gritó Sondeluz.

—Hablamos en serio, Sondeluz. Muy, muy en serio. Sabemos cuánto aprecias a tu sumo sacerdote. Ahora sabes que lo mataremos si no nos das lo que pedimos.

—¿Por qué? ¿De qué va todo esto? ¡El rey-dios al que sirves podría ordenarnos que hiciéramos actuar a los ejércitos si lo quisiera! Le haríamos caso. ¿Por qué te interesan tanto esas frases de mando?

Los sacerdotes sacaron a Llarimar de su jaula y lo obligaron a ponerse de rodillas. Uno le colocó un cuchillo en la garganta.

—¡Pantera roja! —chilló Sondeluz, sollozando—. Esa es la frase de mando. Por favor, soltadlo.

El sacerdote asintió a los otros, y metieron de nuevo a Llarimar en su jaula. Dejaron en el suelo el cadáver de Encendedora, boca abajo, sobre su sangre.

—Espero que no nos hayas mentido, Sondeluz —le advirtió el sacerdote principal—. No estamos jugando. Sería muy malo que descubriéramos que has intentado engañarnos. —Sacudió la cabeza—. No somos crueles, pero trabajamos por algo muy importante. No nos pongas a prueba.

Y se marchó. Sondeluz apenas lo advirtió. Seguía mirando a Encendedora, tratando de convencerse de que era una alucinación, o que ella estaba fingiendo, o que algo cambiaría para hacerle comprender que todo era una broma de mal gusto.

—Por favor —susurró—. Por favor, no…

Capítulo 54

—¿Qué se dice en las calles, Tuft? —preguntó Vivenna, acercándose a un mendigo.

El hombre hizo una mueca, extendiendo su taza a los pocos que pasaban tan temprano por su lado. Tuft era uno de los primeros en llegar por las mañanas.

—¿Y a mí qué me importa? —respondió.

—Vamos. Me echaste a patadas de este sitio en tres ocasiones distintas. Creo que me debes algo.

—No le debo nada a nadie —refunfuñó él, mirando a los transeúntes con su único ojo. El otro ojo era una cuenca vacía. No llevaba parche—. Sobre todo, no te debo nada a ti. Fuiste una farsante todo el tiempo. No eras una mendiga de verdad.

—Yo… No fui ninguna farsante, Tuft. Sólo pensé que debería saber cómo es.

—¿Qué?

—Vivir entre vosotros. Pensé que vuestra vida no podía ser fácil. Pero no podía saberlo de verdad hasta que lo probara por mí misma. Así que decidí vivir en la calle durante un tiempo.

—Menuda tontería.

—Te equivocas. Los tontos son esos que pasan de largo sin pensar siquiera cómo es vivir como vosotros. Tal vez si lo supieran os darían algo.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un brillante pañuelo. Lo metió en la taza.

—No tengo dinero, pero sé que puedes vender esto.

Él gruñó, mirándolo.

—¿Qué quieres saber de lo que pasa en las calles?

—Disturbios. Cosas extrañas o inusuales. Relacionadas tal vez con los despertadores.

—Ve a los suburbios del Tercer Muelle —dijo Tuft—. Husmea en los edificios alrededor del embarcadero. Tal vez encuentres allí lo que estás buscando.

* * *

La luz se colaba por la ventana.

«¿Ya es de día?», pensó Vasher, cabizbajo, todavía colgando de las muñecas.

Sabía lo que cabía esperar de la tortura. No era nuevo en esos menesteres. Sabía cómo gritar, cómo dar al torturador lo que quería. Sabía cómo no gastar sus fuerzas resistiendo demasiado.

También sabía que probablemente nada de eso serviría. ¿Cómo estaría después de una semana de tortura? La sangre le corría por el pecho, manchando su calzón. Una docena de dolores menores le picoteaban la piel, cortes bañados en zumo de limón.

Denth estaba de espaldas a él, los cuchillos ensangrentados en el suelo a su alrededor.

Vasher alzó la cabeza, forzando una sonrisa.

—No es tan divertido como esperabas, ¿verdad, Denth?

El mercenario no se volvió.

«Todavía hay un buen hombre en algún lugar de su interior —pensó Vasher—. Incluso después de todos estos años. Ha sido acosado, golpeado y herido aún peor que yo.»

—Torturarme no la traerá de vuelta —dijo Vasher.

Denth se volvió, la mirada sombría.

—No. No lo hará.

Cogió otro cuchillo.

* * *

Los sacerdotes empujaron a Siri por los pasadizos del palacio. A veces dejaban atrás cadáveres en los salones oscuros, y ella oía todavía lucha en algunas partes.

«¿Qué está pasando?» Alguien atacaba el palacio. Pero ¿quién?

Por un momento deseó que fuera su pueblo: los soldados de su padre, que venían a salvarla. Pero quienes se enfrentaban a los sacerdotes utilizaban soldados sinvida: eso no tenía relación con Idris.

Era alguien más. Una tercera fuerza. Y querían liberarla de la tenaza de los sacerdotes. Con suerte, sus llamadas de ayuda serían escuchadas. Treledees y sus hombres la guiaban rápidamente por el palacio, atravesando las salas de colores en su prisa por llegar a algún sitio.

Las mangas blancas del vestido de Siri empezaron a desprender color. Alzó la cabeza esperanzada cuando entraron en la última sala. El rey-dios estaba allí, rodeado por un grupo de soldados y sacerdotes.

—¡Susebron! —exclamó ella, debatiéndose contra sus captores.

Él dio un paso hacia ella, pero un guardia lo sujetó por el brazo, haciéndolo retroceder. «Lo ha tocado —se asombró Siri—. Toda apariencia de respeto ha desaparecido. Ya no hace falta fingir.»

El rey-dios se miró el brazo, frunciendo el ceño. Trató de zafarse, pero otro soldado avanzó para ayudar a sujetarlo. Susebron miró al segundo hombre, y luego a Siri, confundido.

—Yo tampoco comprendo —dijo ella.

Treledees entró en la sala.

—Benditos los Colores —dijo—. Habéis llegado. Rápido, tenemos que irnos. Este lugar no es seguro.

—Treledees —dijo Siri—, ¿qué está sucediendo?

Él la ignoró.

—Soy tu reina. ¡Responde a mi pregunta!

Él se volvió con expresión de fastidio.

—Un grupo de sinvidas ha atacado el palacio, Receptáculo. Están intentando llegar al rey-dios.

—Eso ya lo he deducido, sacerdote. ¿Quiénes son?

—No lo sabemos —contestó Treledees, volviéndose. Al hacerlo, un grito lejano llegó de fuera de la sala. Lo siguió un estrépito de lucha.

—Tenemos que salir de aquí —le dijo Treledees a uno de sus sacerdotes. Había una docena presentes, además de media docena de soldados—. El palacio tiene demasiadas puertas y pasadizos. Sería demasiado fácil rodearnos.

—Vamos por la salida trasera —propuso otro sacerdote.

—Si podemos llegar hasta allí. ¿Dónde está ese escuadrón de refuerzos que pedí?

—No vendrán, divina gracia —dijo una nueva voz. Siri se volvió para ver a Dedos Azules, con aspecto abatido, entrar por la puerta del fondo con un par de soldados heridos—. El enemigo ha tomado el ala este y se dirige hacia aquí.

Treledees maldijo.

—¡Tenemos que llevar a su majestad a lugar seguro! —dijo Dedos Azules.

—Soy consciente de ello —replicó Treledees.

—Si el ala este ha caído —dijo el otro sacerdote—, no podremos salir por ahí.

Siri observaba, tratando de atraer la atención de Dedos Azules. Él la miró a los ojos y luego asintió subrepticiamente, sonriendo.

—Podemos escapar por los túneles —dijo.

Los ruidos de lucha se acercaban. A Siri le pareció que su sala estaba virtualmente rodeada por combates.

—Tal vez —dijo Treledees mientras uno de los sacerdotes corría a asomarse a la puerta. Los soldados que habían venido con Dedos Azules descansaban junto a la pared, sangrando. Uno de ellos parecía haber dejado de respirar.

—Debemos irnos —instó Dedos Azules.

Treledees no dijo nada. Se acercó a uno de los soldados caídos y recogió su espada.

—Muy bien —dijo—. Grenden, coge la mitad de los soldados y ve con Dedos Azules. Lleva a su majestad a lugar seguro. —Miró al viejo escriba—. Intenta llegar a los muelles.

—Sí, excelencia —dijo Dedos Azules, aliviado.

Los sacerdotes liberaron al rey-dios, que corrió hacia Siri y la abrazó. Ella le devolvió el abrazo, tensa, tratando de controlar sus emociones.

Ir con Dedos Azules daba ciertas garantías: la expresión de sus ojos indicaba que tenía un plan para salvarla a ella y al rey-dios, para alejarlos de los sacerdotes. Sin embargo… algo le parecía mal.

Un sacerdote reunió a tres soldados y se dirigieron al otro lado de la sala. Llamaron a Siri y al rey-dios. Los otros sacerdotes se unieron a Treledees, tras coger armas de los guardias muertos, sus expresiones sombrías.

Dedos Azules tiró del brazo de Siri.

—Ven, mi reina —susurró—. Te hice una promesa antes. Vamos a sacarte de este lío.

—¿Y los sacerdotes?

Treledees la fulminó con la mirada.

—Niña necia. ¡Vete! Los atacantes se dirigen hacia aquí. Dejaremos que nos vean y luego los llevaremos a otra dirección. Ellos darán por sentado que sabemos dónde está el rey-dios.

Los sacerdotes que lo acompañaban no parecían sentir muchas esperanzas. Si eran capturados, los masacrarían.

—¡Vamos! —susurró Dedos Azules.

Susebron la miró, asustado. Ella dejó lentamente que el escriba los empujara a ambos a un lado, donde unos sirvientes vestidos de marrón se habían unido a los solitarios sacerdotes y los tres soldados. Algo le susurró en la mente. Algo que Sondeluz le había dicho.

«No hagas demasiado ruido hasta que estés lista para golpear. Súbita y sorprendente, así es como tienes que ser. No quieras aparecer demasiado indefensa: la gente siempre sospecha del inocente. El truco es quedarse en la media.»

Era un buen consejo. Un consejo que probablemente conocía también otra gente. Siri miró a Dedos Azules, que caminaba junto a ella, instándola a continuar. Nervioso, como siempre.

«Varios grupos han estado combatiendo para tomar el control de mi habitación —pensó—. Unos eran fieles a los sacerdotes. Otros, los sinvida, fieles a alguien. A ese misterioso tercer grupo.»

Alguien en T'Telir había estado empujando el reino hacia la guerra. Pero ¿quién tendría algo que ganar de semejante desastre? ¿Hallandren, que invertiría enormes recursos para aplastar a los rebeldes, librando una batalla que ganarían, pero probablemente a un precio enorme? No tenía sentido.

¿Quién ganaría más si Hallandren e Idris iban a la guerra?

—¡Espera! —dijo Siri. Las cosas encajaban de pronto.

—¿Receptáculo? —preguntó Dedos Azules.

Susebron le puso una mano en el hombro, mirándola confundido. «¿Por qué iban a sacrificarse los sacerdotes si estuvieran planeando matar a Susebron? ¿Por qué nos dejarían ir sin más, permitiéndonos huir, si la seguridad del rey-dios no fuera su principal preocupación?»

Miró a Dedos Azules a los ojos, y vio que se ponía más nervioso. Su rostro palideció, y ella lo supo.

—¿Cómo te sientes, Dedos Azules? —preguntó Siri—. Eres de Pahn Kahl, pero todo el mundo da por hecho que tu gente es de Hallandren. Los de Pahn Kahl estuvieron aquí primero, en esta tierra, pero os la arrebataron. Ahora sois sólo otra provincia, parte del reino de vuestros conquistadores.

»Queréis ser libres, pero no tenéis ejército propio. Y aquí estáis, incapaces de luchar y de liberaros. Considerados de segunda clase. Sin embargo, si vuestros opresores fueran a la guerra, eso os daría una oportunidad. Una oportunidad para liberaros…

BOOK: El Aliento de los Dioses
8.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Winnie Mandela by Anné Mariè du Preez Bezdrob
Appleby at Allington by Michael Innes
Heart Matters by tani shane
Quarantined Planet by John Allen Pace
Baffle by Viola Grace
Eye of the Law by Cora Harrison
New York Dead by Stuart Woods
Dead Giveaway by Joanne Fluke
A Man Betrayed by J. V. Jones