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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

El hombre de bronce (10 page)

BOOK: El hombre de bronce
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De pronto lo comprendió todo:

El hombre se detuvo de repente y sacó las manos de los bolsillos.

¡Tenía las puntas de los dedos rojas!

El individuo profirió un fuerte grito y al instante surgieron formas oscuras de todos los portales y rincones cercanos.

¡Les habían tendido un lazo!

Monk emitió un aullido terrible, que desconcertó por el momento a sus atacantes.

Las batallas del teniente coronel Andrew Blodgett Mayfair eran siempre ruidosas, a menos que hubiera motivo para permanecer silencioso.

Como un gladiador antiguo, Monk luchaba mejor cuando el tumulto era mayor.

Los cuchillos salieron a relucir en la oscuridad.

El químico cogió al guía por la nuca y los fondillos de los pantalones.

Levantándolo como si fuera una paja, lo arrojó como una catapulta. La víctima gritó en una lengua extraña.

Unos cuantos asaltantes cayeron derribados como monigotes al chocar con ellos el cuerpo lanzado.

EL grito y las puntas de los dedos rojos, fueron una revelación para los amigos.

¡El hombre era un maya! ¡De la misma raza que el individuo que se suicidó en Nueva York! ¡Por eso le encontró algo familiar!

Entonces entró en acción como el antropoide gigantesco a quien se parecía.

Su puño cayó sobre la mandíbula de un hombre moreno. El individuo se desplomó, arrojando convulsivamente su cuchillo al aire.

Ham, danzando como un esgrimista, asestó un golpe en un cráneo con su bastón de estoque.

El bastón parecía muy ligero, pero el forro tubular sobre la hoja larga y aguda de acero, era pesado. La hoja misma no era de escaso peso.

Al caer el primer asaltante, desenvainó la espada. Atravesó relampagueante a un hombre que intentaba acuchillarle.

Pero cuando un enemigo caía derribado, media docena ocupaba su sitio. La calle se llenaba de malignos demonios maldicientes.

Ninguno de ellos tenía rojas las puntas de los dedos, ni siquiera parecían mayas.

El maya, su guía, se incorporó aturdido.

Los hombres se agarraban como sanguijuelas a Monk. Uno salió despedido cuatro metros cuando éste lo arrojó.

Pero, de pronto, reducido por la fuerza del número, Monk se vio derribado.

Ham, con su espada, fue abatido un momento después.

Un golpe resonante asestado en la cabeza de los compañeros los dejó desvanecidos.

El despertar de Monk fue doloroso. Frotose los ojos. Se encontraba en una habitación de suelo y paredes de barro.

No había ni una sola ventana; la puerta era baja y estrecha. Intentó sentarse y halló que estaba atado de pies y manos, no con cuerda, sino con un grueso alambre.

Ham yacía tendido boca arriba. Le habían atado también con alambre.

El maya de los dedos rojos se inclinaba sobre cl. Acababa de arrebatarle los documentos acreditativos de la legitimidad de la cuantiosa herencia.

Evidentemente eso era lo que buscaba. Silbó una serie de palabras en lengua maya que ni Ham ni Monk entendieron; y sea lo que fueren, no sonaban cordiales.

Luego el individuo sacó un cuchillo de debajo de su camisa verde.

Pero cuando fue a levantar el arma, le asaltó un pensamiento más satisfactorio. Del interior de su verde camisa sacó una estatuilla de aspecto horrible.

Las talladas facciones semejaban ligeramente las de un ser humano; una nariz enormemente larga, de obsidiana y esculpida de una manera maravillosa, era lo más notable. El maya murmuró unas palabras con fervor religioso. Monk percibió la palabra «Kukulcan», una o dos veces, reconociéndola por el nombre de una antigua deidad maya.

¡El individuo iba a sacrificarlos al odioso idolillo!

Monk intentó romper el alambre, pero sólo consiguió lastimarse sus enormes músculos y sangrar por la piel desgarrada.

El alambre que lo aprisionaba estaba enrollado muchas veces.

El maya concluyó su invocación al ídolo. Sus negros ojos chispeaban enloquecidos, mientras recitaba unas palabras con la insistencia de un idiota.

El cuchillo relampagueó una vez más.

Monk cerró los ojos. Los abrió al instante y reprimió un grito de alegría.

Pues en aquella habitación penetró un sonido bajo y suave que trinaba como el canto de un pájaro raro. El sorprendente murmullo llenaba la habitación.

¡El aviso de Doc!

El maya miró, perplejo, a su alrededor, sin ver nada. Levantó el cuchillo de nuevo. La hoja descendió.

Pero no recorrió más que unos centímetros.

Por el estrecho y negro umbral, surgió una gigantesca figura de bronce.

Como un Némesis de fuerza y velocidad, Doc Savage se lanzó sobre el maya diabólico.

Su mano apenas tocó el brazo armado y el hueso se rompió con un fuerte crujido, cayendo el cuchillo al suelo.

El maya se retorció. Con rapidez sorprendente se llevó la otra mano al interior de la camisa y sacó una reluciente pistola.

Apuntó a Ham por tenerlo más cerca.

Doc sólo tenía un medio para salvar a su compañero Ham: asestó un golpe cortante con el filo de la mano, que al instante desnucó al individuo.

El maya murió antes que pudiera oprimir el gatillo,

Ham y Monk quedaron libres de los alambres en un abrir y cerrar de ojos.

Un individuo moreno, uno de los mercenarios de los mayas, asomó por la puerta con un cuchillo de hoja tan larga que parecía un machete.

Su llegada precipitada fue la causa de su muerte.

Un salto, un golpe tan rápido que probablemente el individuo no lo llegó a percibir y de pronto se vio lanzado de cabeza por donde entrara.

Doc condujo a sus dos compañeros afuera. Torcieron a la izquierda. Levantó en vilo al abogado y lo subió a un techo bajo.

Monk, sin grandes esfuerzos, logró seguirles. Luego fueron cruzando las azoteas contiguas y por fin llegaron a una donde sobre el suelo yacían los pliegues sedosos de un paracaídas.

—De este modo pude llegar a tiempo para salvaros —explicó—. La noticia de la pelea se extendió con gran rapidez y para localizar el sitio, subí al aeroplano. Desde una altura de dos mil metros, dejé caer un paracaídas iluminado, que me permitió ver toda la ciudad. Tuve la suerte de observar cómo la banda os conducía a la casa de adobe. Entonces me dejé caer para ayudaros.

—Magnífico —sonrió Monk—. Pero no fue nada extraordinario, ¿verdad Doc?

Capítulo X

Una escaramuza

Doc, Ham y Monk se dirigieron, a la luz de la luna, hacia el lugar junto al lago donde establecieron el campamento.

Había una multitud de nativos curiosos inspeccionando el aeroplano y hablando entre ellos. La aviación era todavía una novedad en aquel lugar apartado.

Doc, un gigante bronceado de doble estatura que algunos de los nativos, se introdujo entre ellos y les hizo varias preguntas en la mezcla de español e indio que hablaban.

Deseaba obtener informes del aeroplano azul que les atacó en Belice.

Los nativos habían visto varias veces dicho aeroplano. Pero ignoraban de dónde venía o adónde iba.

Doc observó que algunos de ellos eran muy supersticiosos respecto del aeroplano azul.

Obtuvo escasa información, pues se mostraban recelosos de hablar con los extranjeros.

Recordó que el azul era el color sagrado de los antiguos mayas, y ello aumentaba, si cabe, el misterio.

Renny y los otros montaron una tienda de campaña, pero al mismo tiempo cavaron en el interior un profundo agujero, en cuyo fondo extendieron las mantas para dormir.

La excavación no era visible del exterior y de esta manera podían evitar la trágica sorpresa de un súbito ataque con ametralladoras, durante la noche.

Monk y Ham, completamente restablecidos de los incidentes pasados, decidieron dormir en la cabina del aeroplano, alternándose la guardia.

Doc partió solo durante la noche. Gracias a las maravillosas facultades desarrolladas durante años de intenso entrenamiento, no temía ser atacado con éxito por sus enemigos.

Se dirigió al palacio presidencial. Dio su nombre entregando una tarjeta y solicitando una audiencia con el presidente de Hidalgo.

Breves instantes después, recibía aviso de que Carlos Avispa, Presidente de la República, lo recibiría al instante.

Fue introducido en una sala amueblada con suntuosidad.

EL presidente salió a su encuentro con la mano tendida. Era un hombre alto y fuerte, poco más bajo que Doc.

Sus cabellos blancos le daban un aspecto distinguido. Tenía el rostro surcado de arrugas, pero daba la sensación de ser un hombre inteligente y agradable.

Aparentaba tener unos cincuenta años.

—Es un gran honor para mí conocer al hijo del gran señor Clark Savage—dijo, con genuina sinceridad.

Doc quedó sorprendido. Ignoraba que su padre conociera al presidente.

Pero Clark Savage adquirió muchos amigos que él desconocía.

—¿Conocía a mi padre? —preguntó.

Don Carlos hizo una reverencia. Su voz delataba una estima sincera al contestar:

—Su padre me salvó la vida con su maravillosa pericia médica. Eso fue hace veinte años, cuando yo tan sólo era un revolucionario sin importancia, escondido en las montañas. ¿Usted también, según tengo entendido, es un gran médico y cirujano?

Doc asintió con la cabeza. En breves minutos relató su historia al presidente, mencionando que don Rubio Peláez, el ministro de Estado, rehusaba hacer honor a la concesión del territorio en el interior de Hidalgo.

—Yo lo remediaré en el acto, señor Savage —exclamó el presidente Avispa—.

Todo cuando yo posea, el poder que yo tenga, está a su disposición ahora y siempre.

Después de dar las gracias al presidente, Doc preguntó si conocía la causa que hacía tan valioso a ese terreno para muchos hombres, hasta el extremo de intentar asesinarlo para impedir llegara allí.

—No tengo la menor idea —fue la respuesta—. Ignoro lo que su padre descubrió allí. Se dirigía al interior del país cuando me encontró enfermo en un campamento, hace veinte años. Me salvó la vida. Y no volvía verle nunca más. En cuanto a esa región, es casi inexpugnable y sus habitantes son tan revoltosos, que he desistido de mandar tropas a explorarlo.

El presidente reflexionó un instante y luego prosiguió.

—Esta acción del ministro de Estado, don Rubio Peláez, me preocupa mucho.

Algún malhechor destruyó la documentación de esa herencia legada por su padre. Debiera estar en nuestros archivos. Pero no comprendo por qué obró don Rubio de esa manera. Sus documentos bastan aunque los nuestros se hubiesen perdido. Será castigado por su impertinencia.

Doc permaneció silencioso.

El presidente continuó: —Acabo de oír rumores de que intentan asesinarme.

Muchos de mi pueblo, de origen maya, están complicados en el complot.

Pero ignoro quiénes son los cabecillas. Tengo entendido que esperan una remesa de fondos para adquirir armas antes de empezar la revuelta.

En los ojos del presidente brilló un destello guerrero.

—Si pudiese averiguar el origen del dinero que esperan, los aplastaría bien pronto. Y procuraría hacerlo sin derramamiento de sangre.

Doc conversó un rato más, adquiriendo datos de su famoso padre.

Declinando cortésmente la invitación de pasar la noche en el palacio presidencial, salió del edificio a una hora muy avanzada.

Caminaba pensativo por las dormidas calles de Blanco Grande.

¿Sería posible que el dinero para financiar la revolución contra el presidente Avispa guardara relación con su herencia? El hecho de que los mayas estaban complicados señalaba en esa dirección.

Quizá sus enemigos intentaban despojarle de su legado y utilizarlo para financiar la revolución que derrocaría al presidente.

Sus enemigos quisieron impedirle desde un principio que encontrase la documentación. EL asunto era en verdad extraño.

De pronto, se detuvo en seco. Delante de él, sobre los guijarros alumbrados por la luna, yacía un cuchillo.

¡Tenía una hoja de obsidiana, un mango de cuero enrollado, exactamente igual al cuchillo del maya de Nueva York!

Unos quince minutos más tarde, se celebraba una reunión extraña en una habitación del piso superior de Blanco Grande, un hotel moderno dotado de agua corriente y una radio en cada habitación.

Dicho hotel era el orgullo de Hidalgo. Constaba de tres pisos.

Pero la gente congregada en aquella habitación constituía en realidad la escoria del país. Eran los cabecillas de los revolucionarios.

No les impulsaba ningún ideal de libertad. Pues el presidente Avispa era un hombre recto, honrado y justiciero y amante de su pueblo.

La codicia impulsaba a aquellos hombres. Pretendían derribar al gobierno honrado del presidente Avispa con el fin de saquear el tesoro de la nación y, luego, marcharse a París y a los lugares de lujo y placer de Europa.

Estaban reunidos once malhechores de las montañas; hombres de un largo historial de crímenes y robos.

Delante de ellos veíase una cortina. Detrás de ella había una puerta comunicando con una habitación contigua.

La puerta se abrió y los bandidos congregados oyeron entrar a un hombre.

Se pusieron tensos, pero, cuando el individuo habló, respiraron aliviados.

¡El recién llegado era el jefe; el cerebro de la revolución; el hombre que llenaría los bolsillos de oro!

—Llego tarde—dijo el cabecilla principal, a quien nadie podía ver y en realidad tampoco le conocían—. Perdí mi cuchillo sagrado y debí regresar a buscarlo.

—¿Lo encontraste? —interrumpió uno de los bandidos—. Esa cosa es muy importante. Lo necesitas para impresionar a los mayas. Creen que sólo los miembros de su secta guerrera pueden poseer uno y vivir. Si un hombre vulgar coge uno, creen que moriría. De manera que lo necesitas para acreditarte como el hijo de aquel dios suyo que llaman la Serpiente Emplumada.

—Lo encontré —declaró el hombre situado detrás de la cortina—. Ahora vamos al asunto. Ese Savage ha resultado ser mayor amenaza de lo que nos suponíamos.

El jefe hizo una pausa y al continuar se notó cierto temor en la voz.

—Savage visitó al presidente Avispa esta noche y éste refrendó todo. ¡El viejo idiota! ¡Pronto nos desharemos de él! ¡Debemos suprimir a Savage!

¡Debemos exterminarlo y a esos demonios que le acompañan!

—Conforme —murmuró un velloso bandolero—. ¡No deben llegar al valle de los Desaparecidos!

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