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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

El hombre de bronce (8 page)

BOOK: El hombre de bronce
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Doc Savage observó un detalle significativo de su enemigo: los dedos del individuo tenían la punta rojo escarlata.

El hombre era también achaparrado. Corrió hacia el automóvil y subió.

EL coche, a una velocidad suicida, avanzó por el prado en dirección al camino.

Las ametralladoras del avión de caza dispararon una descarga que levantó nubes de polvo tras el automóvil. El coche patinó y luego viró hacia el Norte.

Las ametralladoras volvieron a entonar su canto de muerte. Cada quinta bala estallaba, produciendo una llama roja tras el auto.

De una manera lenta e inexorable los disparos se acercaban al auto, que saltó de repente de la carretera.

Cayó en un foso, quedando por milagro en posición vertical y, tras un peligroso patinaje, se detuvo entre otros arbustos que lo ocultaban a la vista de su perseguidor.

Doc vio con claridad cómo el pasajero abandonaba el auto y corría a ocultarse en el bosque, cuya espesa sombra protegería con eficacia su rápida huida.

Comprendiendo su intención, Doc descendió casi hasta el nivel de las copas de los árboles, disparando mil doscientos tiros por minuto, aunque sabía que era muy difícil acertar al fugitivo; sin embargo, el pánico de éste debió de ser terrible.

Aterrizó en un lugar apropiado, emprendiendo la caza del hombre, pero era demasiado tarde.

El piloto que condujo el autogiro no pudo dar el menor detalle, pues la súbita sorpresa de encontrarse amenazado con un revólver, donde esperaba encontrar un pasajero, paralizó casi por completo su cerebro.

Doc telefoneó a la Policía como medida preventiva, pero el hombre era demasiado astuto y difícilmente caería en la trampa.

Se llevó al piloto en el avión de caza de regreso a Washington.

Ham y los otros amigos esperaban cuando Doc llegó, después de devolver el avión de caza al campo de aviación militar.

—¿Tuviste alguna dificultad en arreglar nuestra documentación? —preguntó a Ham.

Este respondió: En efecto, tuve alguna. Es muy extraño. El cónsul de Hidalgo parecía reacio a visar nuestros pasaportes. Al principio declaró de una manera rotunda que no podía hacerlo. Tuve que hacer que el ministro de Estado interviniera de una manera enérgica, antes que consintiera en visarlos.

—¿Qué opinas de eso, Ham? —preguntó Doc—. ¿Está dicho cónsul interesado personalmente en que no vayamos a Hidalgo o alguien lo sobornó para que nos pusiera obstáculos?

—Lo sobornaron —sonrió el abogado—. Se descubrió él mismo cuando le acusé de aceptar dinero para negarnos el visado de nuestros pasaportes. Pero no logré descubrir quién le pagó.

—Alguien —murmuró Renny, poniendo cara larga—. Existe quien se molesta demasiado para que no entremos en Hidalgo. ¿Por qué será?

—Tengo un presentimiento —declaró Ham—. La misteriosa herencia de tu padre debe ser de valor fabuloso. No se mata a los hombres ni se soborna a un cónsul sin motivos poderosos. Esa concesión de varios centenares de millas cuadradas de terreno montañoso en Hidalgo debe de ser la explicación.

¡Alguien trata de apartarte de esa herencia!

—¿Conoce alguien lo que sacan de aquellos bosques? —inquirió Monk.

Long Tom se aventuró a emitir su modesta opinión:

—Plátanos, cacao y goma para hacer chicle…

—No hay ninguna plantación en la región que, al parecer, posee Doc —observó Johnny, el geólogo, con brusquedad—. Averigüé cuanto pude de esa región. ¡Y te sorprenderías si supieses cuán poco ha sido!

—¿Quieres decir que no es muy conocida esa región? —inquirió Ham.

—Exacto. La región entera está inexplorada. ¡Inexplorada!

—El distrito está enclavado en las montañas en la mayoría de los mapas, pero eso es todo —explicó Johnny—. En los mapas verdaderamente exactos, la verdad sale a la superficie. Existe una extensión considerable de territorio donde el hombre blanco jamás ha penetrado. Y la extraña herencia de Doc está situada precisamente en el centro de esa región.

—¡Entonces emularemos la epopeya de Colón! —resopló Monk.

—Opinarás que el viaje del insigne navegante cruzando el Atlántico fue una cosa de niños, cuando veas el país de Hidalgo —le informó Johnny—. Esa región está inexplorada por una sola razón: porque los hombres blancos no han podido penetrar en ella.

Doc permaneció en silencio durante esta conversación. Pero ahora su voz lenta y poderosa reclamó atención a sus palabras.

—¿Hay algún motivo más que demore nuestra marcha? —preguntó con sequedad.

Se dirigieron sin pérdida de tiempo al veloz avión.

Antes de partir conferenció con Miami, Florida, encargando unos flotadores para el aparato, después de averiguar qué compañía tenía existencias.

Hicieron el recorrido de novecientas millas a Miami en unas cinco horas, gracias a la enorme velocidad del super-aeroplano de Doc.

Trabajando con rapidez, con grúas, herramientas y mecánicos facilitados por la compañía de aviación, instalaron los flotadores antes que la oscuridad envolviera con su paño el extremo inferior de Florida.

Doc Savage voló un rato sobre la bahía de Biscayne, para asegurarse de que los flotadores eran de confianza.

Tomó combustible en una estación instalada sobre una barcaza.

El vuelo de trescientas millas a Cuba lo efectuaron en corto tiempo. Volaban sobre La Habana horas después de anochecer.

Aterrizaron de nuevo para aprovisionarse de combustible y luego reanudaron su vuelo.

Doc conducía. Era infatigable.

Renny, enorme como un elefante, pero sin igual cuando se trataba de mapas y navegación, orientó el vuelo. Dormía a ratos.

Long Tom, Johnny, Monk y Ham dormían profundamente entre las cajas de provisiones, como si estuvieran en las camas suntuosas de un hotel. En los rostros de los durmientes se dibujaba una leve sonrisa. Aquello era vivir:

¡Acción! ¡Aventuras! ¡Emociones!

De Cuba a Belice, cruzando el mar Caribe, había una distancia de más de quinientas millas. Se dirigieron a la colonia inglesa, cruzando el océano de un solo salto.

Para evitar un viento contrario, durante casi una hora, voló cerca del mar, lo suficiente bajo para distinguir una manada de tiburones y otros peces monstruosos.

Distinguieron una isla o dos de playas blancas a la luz de una luna tropical que parecía un enorme disco de platino.

Tan bello era el mar del Sur, que despertó a los otros para que observasen el fuego fosforescente y cómo las olas, blanqueadas por la luz de la luna, semejaban joyas brillantes.

Cruzaron Ámbar Gris Cay a mil pies de altura y breves instantes después volaban sobre las calles planas y estrechas de Belice.

Capítulo VIII

Enemigos persistentes

Sobre la quieta inmensidad del mar, el sol arrancaba chispas doradas de las blancas espumas que dulcemente morían en la playa.

En el interior, la selva de colores frescos y abigarrados se perdía en un horizonte de un azul purísimo.

Doc descendió el aparato y los flotadores descansaron sobre las olas.

La espuma salpicaba rugiendo contra las hélices ociosas, y lentamente se deslizó hasta la playa arenosa.

Renny se desperezó en un largo y rugiente bostezo.

—Creo que en los tiempos benditos de la piratería —comentó—, edificaron parte de esta ciudad sobre unos cimientos de botellas de ron. ¿Es verdad?

—Creo que sí —corroboró su amigo Johnny.

¡Pink!

El sonido fue exactamente igual al de un muchacho disparando sobre una lata con un rifle de aire comprimido.

¡Pink!, —resonó de nuevo.

Luego ¡ber-r-r-rip! Un largo rugido.

—¡Caramba! —exclamó Monk, sentándose pesadamente, mientras Doc abría las válvulas del motor.

Con los motores en acción, las hélices rozando el agua, formando un gran telón de espuma tras la cola, el avión avanzó con ímpetu hacia la playa.

—¿Qué sucede? —preguntó Ham.

—Descargan una ametralladora sobre nuestros flotadores —replicó Doc, en voz baja—. Vigilad la playa. Mirad si distinguís al agresor.

—¡Por amor de Dios! —murmuró Monk—. ¿No nos vamos a quitar de encima a esa sanguijuela de los dedos rojos?

—Sin duda radió nuestra llegada a algún cómplice de por aquí —observó Doc.

Claramente audible sobre el estruendo de los motores, se percibieron dos pinks más, luego una serie.

El invisible tirador hacía lo posible por perforar los flotadores y hundir la embarcación aérea.

Los cinco hombres de Doc miraban por las ventanillas de la cabina, buscando el rastro del traidor.

De pronto las balas empezaron a silbar por la armadura misma del aeroplano.

Renny se llevó una mano a su brazo izquierdo. Pero la herida era un simple rasguño. Otro balazo produjo estragos en la caja donde Long Tom llevaba el equipo eléctrico.

Fue Doc Savage quien descubrió al tirador, gracias a sus ojos de incomparable agudeza.

—¡Allá, detrás de aquella palmera derribada! —señaló.

Entonces el resto lo percibió. El arma del tirador invisible se proyectaba sobre una palmera caída, semejante a una columna de plata opaca.

Los rifles aparecieron como por arte de magia en las manos de los cinco hombres. Una descarga disparada sobre el árbol impidió que el tirador continuase sus fechorías.

El aeroplano clavó los flotadores en la arena de la playa. A tiempo, pues algunos de los disparos de la ametralladora agujerearon el aparato en algunas partes y se llenaba de agua con rapidez.

¡Los flotadores quedaron inutilizados!

Tres de los compañeros, rápidos y resueltos, saltaron a tierra. Eran Doc, Renny y Monk.

Los restantes, Johnny, Long Tom y Ham, todos excelentes tiradores, continuaron extendiendo una barrera de plomo entre el tronco derribado.

La palmera yacía en un brazo de tierra que se extendía hacia un islote. Entre éste y la tierra firme había unos cincuenta metros de agua.

El tirador intentó salvar la distancia y esconderse en el bosque. Pero, lanzando un grito, se desplomó de un balazo disparado desde el aeroplano.

Entretanto, Doc, Renny y Monk, saltaron a tierra y penetraron en la vegetación tropical.

El olor de la playa era muy fuerte; el agua de mar, troncos podridos, cangrejos, peces y vegetación corrompida formaban un conglomerado de olores.

Belice estaba situado a la derecha de los amigos. Las calles eran estrechas; las casas pequeñas, bajas y con balcones, con los portales pintados de vivos colores y las ventanas enrejadas como si fueran prisiones.

El tirador comprendió que iban a cazarlo. Intentó de nuevo escapar. Pero no esperaba la clase de tiroteo con que lo obsequiaron desde el aeroplano.

Era imposible toda huida por aquel lado.

Presa de desesperación, el individuo corrió hacia el extremo del brazo de tierra. Unos mangles achaparrados le ofrecían un débil refugio.

El hombre tornó a gritar.

En su país quizá fuera costumbre fusilar a los prisioneros sin darles cuartel, porque no ofreció rendirse.

Era evidente que se le habían agotado las municiones.

Presa de terror, incorporose y se lanzó al agua, intentando nadar hasta el islote.

—¡Tiburones! —gruñó Renny—. Estas aguas están infestadas de estos escualos terribles.

Pero Doc Savage ya se adelantó una docena de metros, saltando al brazo de tierra. El tirador era un individuo bajo y moreno, mas sus facciones no se parecían en nada a las del maya que se suicidó en Nueva York.

Era un mestizo centroamericano.

Tampoco era muy buen nadador; se le veía chapotear con demasiada insistencia. De pronto profirió un penetrante grito de terror.

Vio un triángulo oscuro y siniestro acercándose a él. Intentó dar media vuelta y regresar a tierra.

Pero estaba tan espantado, que apenas avanzaba, a pesar del furioso y desordenado braceo.

El tiburón era un gigantesco devorador de hombres. Se lanzó en línea recta sobre su presa, sin dar siquiera un rodeo investigando.

Las fauces del monstruo estaban abiertas, mostrando una horrible hilera de dientes.

El tirador emitió un gemido débil y pavoroso.

Parecía ser demasiado tarde para ayudar al desgraciado. Renny, al discutir el asunto después, sostuvo que Doc aguardó deliberadamente hasta el último momento, para que el terror sirviera de lección al hombre, mostrándole el destino de un malhechor.

De ser verdad, la lección fue muy eficaz.

De un salto formidable, Savage se lanzó de cabeza al agua.

La zambullida fue ejecutada de una manera perfecta.

Y entonces, curvando su poderoso cuerpo de bronce al instante del contacto con el agua, Doc pareció hundirse apenas bajo la superficie.

Parecía una cosa imposible de realizar, pero llegó al lado del desgraciado en el preciso instante en que el tiburón se acercaba amenazador.

¡Doc se colocó entre los dientes del escualo y el tirador!

Pero el poderoso cuerpo de bronce no estaba allí cuando los dientes se cerraron para clavarse y destrozar. Estaba al lado del animal.

Su brazo derecho rodeó con velocidad relampagueante la cabeza del monstruo, haciendo una presa estranguladora.

Los pies del hombre actuaron como poderosa palanca. Levantando durante la fracción de un segundo la cabeza del tiburón fuera del agua, su puño derecho cayó sobre el punto que sus vastos conocimientos le indicaron como más débil del devorador de hombres.

El tiburón quedó aturdido.

Doc Savage llevó sin pérdida de tiempo al tirador a la playa.

El moreno rostro del mestizo ofrecía un aspecto inolvidable. Parecía como si le hubiesen enseñado la boca del infierno para mostrarle el castigo que esperaba a hombres de su calaña.

Aprovechando que el animal estaba en la superficie, donde los balazos podían alcanzarle, Renny y Monk remataron al horrible monstruo

—¿Por qué disparaste sobre nosotros? —interrogó Doc, en lengua española, que hablaba a la perfección, como muchos otros idiomas.

El mestizo, demostrando su agradecimiento, respondió con viveza:

—Me alquilaron, señor. Me contrató un hombre en Blanco Grande, la capital de Hidalgo. Ese hombre me trajo anoche en un aeroplano azul.

—¿Cómo se llama ese hombre?

—Lo ignoro, señor.

—¡No mientas!

—¡No le engaño, señor! No lo haría, después de haberme salvado la vida. He sido un infame, alquilándome para cometer un crimen. Abandonaré esta clase de vida. Puedo llevarle al lugar donde está escondido el aeroplano azul.

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