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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (20 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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En todas las formas superiores de la vida animal ha existido una pronunciada tendencia en esta dirección: la del combate convertido en rito. La amenaza y la contraamenaza han sustituido en gran parte a la verdadera lucha física. Desde luego, hay luchas sangrientas de vez en cuando, pero sólo como último recurso, cuando la disputa no ha podido solventarse con señales y contraseñales. La intensidad de los signos exteriores de los cambios psicológicos que he descrito indica al enemigo el grado de violencia del animal agresivo que se apresta a la acción.

Esto funciona estupendamente bien por lo que se refiere al comportamiento, pero, fisiológicamente, crea un problema importante. La maquinaria del cuerpo ha sido reparada para un trabajo intenso. Sin embargo, el esfuerzo previsto no se materializa. ¿Cómo resuelve esta situación el sistema nervioso anatómico? Ha situado todas sus tropas en primera línea, prontas a entrar en acción, pero su sola presencia ha ganado la guerra. ¿Qué ocurre después?

Si el combate físico siguiese naturalmente a la activación masiva del sistema nervioso simpático, todos sus preparativos corporales serían plenamente utilizados. Se quemaría la energía y, en definitiva, el sistema parasimpático saldría por sus fueros y restablecería gradualmente el estado de calma psicológica. Pero en el tenso estado de conflicto entre la agresión y el miedo, todo queda en suspenso. Como resultado de ello, el sistema parasimpático replica salvajemente, y el péndulo autonómico oscila furiosamente de un lado a otro. Mientras transcurren los tensos momentos de amenaza y contraamenaza, vemos destellos de actividad parasimpática entremezclados con los síntomas simpáticos. La sequedad de la boca puede dar paso a una excesiva salivación. Puede cesar la contracción de los intestinos y producirse una súbita defecación. La orina, retenida fuertemente en la vejiga, puede verterse copiosamente. La remoción de sangre de la piel puede invertirse masivamente, sucediendo un intenso enrojecimiento a la extremada palidez. La respiración rápida y profunda puede interrumpirse de modo dramático y ser remplazada por jadeos y suspiros. Son éstos, desesperados intentos del sistema parasimpático para contrarrestar la aparente extravagancia del simpático. En circunstancias normales, sería imposible que se produjesen simultáneamente reacciones intensas en ambas direcciones, pero en las condiciones extremas de la amenaza agresiva, todo sale momentáneamente de su cauce. (Esto explica por qué, en casos extremos de
shock
, pueden observarse desvanecimientos o desmayos. En estos casos, la sangre acumulada en el cerebro es retirada de nuevo; tan violentamente, que conduce a la súbita inconsciencia.)

En lo que atañe al sistema de señales de la amenaza, esta turbulencia fisiológica constituye un verdadero don. Proporciona una fuente de señales todavía más rica. Durante el curso de la evolución, estas señales del estado de ánimo fueron inventadas y perfeccionadas de muchas maneras. Para muchas especies de mamíferos, la defecación y la micción llegaron a ser, por el olor, importantes sistemas de señales territoriales. Su ejemplo más común es la manera como los perros domésticos, en su territorio, levantan la pata junto a los postes, actividad que se incrementa en los encuentros amenazadores entre perros rivales. (Las calles de nuestras ciudades son excesivamente estimulantes para esta actividad, porque constituyen territorios comunes a muchos rivales, y cada perro se ve obligado a cargar de olores la zona para competir con los demás.) Algunas especies han perfeccionado técnicas a base de defecación. El hipopótamo posee una cola especialmente aplanada, que agita rápidamente durante el acto de defecar. El efecto es parecido a la proyección de excrementos a través de un ventilador, con el resultado de que las heces son desparramadas sobre una amplia zona. Muchas especies poseen glándulas anales especiales que añaden un fuerte olor personal a los excrementos.

Los trastornos circulatorios que acarrean una extrema palidez o un intenso rubor han sido convertidos en señales mediante el desarrollo de zonas lampiñas en la cara de muchas especies y en el trasero de otras. Los bostezos y silbidos propios de ciertos trastornos respiratorios se han transformado en gruñidos, rugidos y otras vocalizaciones agresivas. Alguien ha sugerido que esto explica el origen de todo el sistema de comunicaciones a base de señales vocales. Otra tendencia fundamental, producto de la turbulencia respiratoria, es la evolución de las manifestaciones de hinchazón. Muchas especies se ahuecan, amenazadoras, e inflan bolsas y sacos de aire especiales. (Esto es particularmente corriente en los pájaros, que todavía poseen muchas bolsas de aire como parte fundamental de sus aparatos respiratorios.)

El erizamiento agresivo del pelo ha llevado al desarrollo de regiones especializadas, tales como crestas, melenas y flecos. Estas y otras zonas velludas localizadas han llegado a ser muy ostensibles. Los pelos se han alargado o atiesado. Su pigmentación ha sufrido, a veces, drásticas modificaciones, produciendo zonas de vivo contraste con el vello circundante. Al experimentar una excitación agresiva, el animal, con los pelos erizados, parece más grande y más temible y aquellas zonas aumentan y brillan más.

El sudor agresivo se ha convertido también en fuente de señales olorosas. En muchos casos, se produjeron tendencias evolutivas que explotaron esta posibilidad. Algunas glándulas sudoríparas aumentaron enormemente de tamaño, convirtiéndose en complejas glándulas de olor. Estas pueden encontrarse en la cara, en las patas, en el rabo y en otras partes del cuerpo de muchas especies.

Todas estas mejoras enriquecieron los sistemas de comunicación de los animales e hicieron que el lenguaje expresivo de su estado de ánimo fuese más sutil e informativo. Gracias a ellas, el comportamiento amenazador del animal irritado puede «leerse» en términos precisos.

Pero esto no es más que la mitad de la historia. Hasta ahora, sólo hemos considerado las señales automáticas. Pero además de éstas existe toda una serie de señales útiles, derivadas de los tensos movimientos musculares y de las actitudes del animal amenazador. Todo lo que hizo el sistema automático fue preparar el cuerpo para la acción muscular. Peor, ¿qué hicieron los músculos? Se tensaron para la arremetida, pero el ataque no llegó a producirse. El resultado de esta situación es una serie de movimientos de intención agresiva, de acciones ambivalentes y de actitudes contradictorias. Los impulsos de ataque y de huida tiran del cuerpo en uno u otro sentido. El animal se lanza hacia adelante, retrocede, se esquiva, se agazapa, salta, se inclina, se aparta. En cuanto el afán de atacar apremia, surge inmediatamente, como contraste, el impulso de huir. Todo movimiento de retirada es compensado por un movimiento de ataque. Durante el curso de la evolución, esta agitación general se transformó en actitudes especializadas de amenaza e intimidación. Los movimientos intencionales se estilizaron, los saltos ambivalentes se convirtieron en sacudidas y torsiones rítmicas. Se desarrolló y perfeccionó un nuevo repertorio de señales agresivas.

Como resultado de esto observamos, en muchas especies animales, complicados rituales de amenaza y «danzas» de guerra. Los contendientes se mueven en círculo, en característica actitud de reto, tenso y rígido el cuerpo. A veces se agachan, mueven la cabeza, se estremecen, tiemblan, oscilan rítmicamente a un lado y otro, o inician breves, reiteradas y estilizadas carrerillas. Escarban el suelo, arquean el lomo o agachan la cabeza. Todos estos movimientos intencionales actúan como señales vitales de comunicación y se combinan eficazmente con las señales autonómicas para ofrecer una imagen exacta de la intensidad del impulso de agresión y una indicación precisa del equilibrio entre el afán de atacar y el afán de huir.

Pero todavía hay más. Existe otra importante fuente de señales especiales, derivada de otra faceta de comportamiento que ha sido llamada actividad del desplazamiento. Uno de los efectos secundarios del intenso conflicto interior es que el animal hace gala, en ocasiones, de unos modos de comportamiento extraños y, al parecer, desprovistos de significación. Es como si la tensa criatura, incapaz de realizar una de las dos cosas que desesperadamente quiere hacer, diese escape a su acumulada energía por medio de una actividad completamente independiente. Su impulso de huida le impide atacar, y viceversa; por consiguiente busca otra manera de airear sus sentimientos. Así vemos cómo los amenazadores rivales empiezan, de pronto, a hacer curiosos e incompletos movimientos propios del acto de comer, y vuelven a adoptar inmediatamente sus actitudes agresivas. O se rascan o limpian de algún modo, alternando estos movimientos con las típicas maniobras de amenazas. Algunas especies realizan actos de dispersión propios de la construcción de nidos, recogiendo piezas de material adecuado que se encuentran cerca de ellos y dejándolas caer en nidos imaginarios. Otros se permiten un «sueño instantáneo», poniendo momentáneamente la cabeza en posición de dormitar, bostezando o estirándose.

Se ha discutido mucho sobre estas actividades de dispersión. Se ha dicho que no hay motivos objetivos para considerarlas como fuera de razón. Si un animal come, es que tiene hambre; si se rasca, es que le pica. Se insiste en que es imposible demostrar que un animal irritado no tiene hambre cuando realiza las llamadas acciones alimenticias de dispersión, o que no tiene picor cuando se rasca. Pero ésta es una crítica muy cómoda, y quienes hayan observado y estudiado los encuentros agresivos en gran variedad de especies, dirán que es completamente absurda. La tensión y el dramatismo de dichos momentos son tales que resulta ridículo admitir que los contendientes pueden suspender, aunque sea momentáneamente, su pelea para comer por comer, o para rascarse por rascarse, o para echar un sueño porque les viene en gana.

A pesar de los argumentos académicos sobre los mecanismos casuales que intervienen en la producción de las actividades de dispersión, está claro que, en términos funcionales, éstas proporcionan una fuente más para la evolución de las valiosas señales de amenaza. Son muchos los animales que han exagerado estas acciones hasta el punto de hacerlas cada vez más ostensibles y significativas.

Así, pues, todas estas actividades, señales autonómicas, movimientos intencionales, posturas ambivalentes y actividades de dispersión, se convierten en un rito y, todas juntas, proporcionan a los animales un repertorio completo de señales de amenaza. En la mayoría de los encuentros, serán suficientes para resolver la disputa sin que los contendientes lleguen a las manos. Pero si falla este sistema, como ocurre a menudo —por ejemplo, en condiciones multitudinarias—, se inicia la verdadera lucha, y las señales dan paso a la mecánica brutal del ataque físico. Entonces, se emplean los dientes para morder, pinchar y desgarrar; la cabeza y los cuernos, para embestir y perforar; el cuerpo, para topar, golpear y empujar; las patas, para arañar, patear y aporrear; las manos, para agarrar y estrujar, y, en ocasiones, el rabo, para azotar y fustigar. Incluso en estos casos es sumamente raro que uno de los contendientes llegue a matar al otro. Las especies, que han desarrollado técnicas mortíferas para aplicarlas a sus presas, raras veces las emplean al luchar con los de su propia clase. (A veces se han cometido graves errores a este respecto, con falsas teorías sobre la supuesta relación entre el comportamiento de ataque a la presa y las actividades agresivas de rivalidad. Son dos cosas completamente distintas, tanto en su motivación como en su realización.) Cuando el enemigo ha sido suficientemente dominado, deja de ser una amenaza y es despreciado. No hay ninguna razón para seguir gastando energías en él, y puede largarse sin mayores daños y sin ser perseguido.

Antes de relacionar todas estas actividades beligerantes con nuestra propia especie, conviene examinar otro aspecto de la agresión animal. Me refiero al comportamiento del perdedor. Cuando su posición se ha hecho insostenible, es evidente que lo que tiene que hacer es procurar largarse lo más de prisa que pueda. Pero esto no es siempre factible. La ruta de escape puede hallarse físicamente obstruida, o bien, si el animal pertenece a un grupo social fuertemente unido, puede verse obligado a permanecer al alcance del vencedor. En ambos casos, tiene que indicar de alguna manera al animal más fuerte que ha dejado de constituir una amenaza y que no pretende continuar la lucha. Si la demora hasta quedar gravemente lesionado o físicamente exhausto, la cosa será evidente y el animal dominante se marchará y le dejará en paz. Pero si puede expresar su aceptación de la derrota antes de que su posición haya llegado a aquel desdichado extremo, logrará evitar más graves perjuicios. Esto se consigue mediante la realización de ciertos actos de sumisión característicos, que apaciguan al atacante y debilitan rápidamente su agresión, acelerando el final de la disputa.

El animal actúa de varias maneras. Esencialmente, pone fin a las señales que han provocado la agresión o bien las cambia por otras señales positivamente no agresivas. La primera actitud sirve, simplemente, para calmar al animal dominante; la segunda, contribuye activamente a modificar su estado de ánimo. La forma más clara de sumisión es la inactividad total. Como la agresión implica un movimiento violento, la acción estática será inmediata señal de no agresión. Con frecuencia, ésta se combina con una actitud de agachamiento o encogimiento. La agresión se caracteriza por la exhibición del tamaño máximo del cuerpo; por consiguiente, el hecho de encogerse contradice aquella señal y actúa como apaciguador. También sirve el ponerse de lado con respecto al atacante, adoptando una actitud contraria a la posición frontal de ataque. Igualmente se emplean otras señales contrarias a la amenaza. Si una especie particular amenaza agachando la cabeza, el hecho de levantarla se convertirá en una elocuente acción de apaciguamiento. Si el que quiere atacar eriza el pelo, el que lo deje caer dará una señal de sumisión. En ciertos casos, bastante raros, el perdedor confiesa su derrota ofreciendo una zona vulnerable al atacante. Por ejemplo, el chimpancé extenderá la mano como ademán de sumisión, exponiéndola a un grave mordisco. Como un chimpancé agresivo es incapaz de hacer tal cosa, este ademán suplicante sirve para apaciguar al individuo dominante.

La segunda actitud de señales de apaciguamiento opera como sistemas remotivadores. El animal sometido emite señales que estimulan una reacción no agresiva y que, al verterse en el interior de atacante, calman y eliminan su afán de lucha. Esto se consigue, principalmente, de tres maneras. Un remotivador particularmente extendido es la adopción de actitudes que imitan la petición de comida. El individuo más débil se agacha y suplica al dominador, en la posición infantil característica de la correspondiente especie; este truco es especialmente empleado por las hembras cuando son atacadas por los machos. Con frecuencia, resulta tan eficaz que el macho reacciona regurgitando un poco de comida para la hembra, la cual completa entonces el rito alimenticio y la deglute. Despertando su instinto paternal y protector, el macho cesa en su agresión y la pareja se tranquiliza. Este es el fundamento del galanteo alimenticio de muchas especies, principalmente entre las aves, cuyas primeras fases de formación de la pareja traen consigo una fuerte agresión por parte del macho. Otra actividad remotivadora es la adopción de una actitud sexual femenina por parte del animal más débil. Independientemente de su sexo, o de su condición sexual, presenta de pronto el trasero, en posición femenina. Esta exhibición estimula una reacción sexual en el atacante y calma su estado de ánimo agresivo. En estas situaciones, el macho o la hembra dominantes montarán y realizarán una seudocópula con el macho o la hembra sometidos.

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