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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

El Último Don (2 page)

BOOK: El Último Don
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Aquel día Don Clericuzio cambiaría todas sus vidas, esperaba que para mejor.

Giorgio salió a la terraza para convocarle a la primera reunión del día. Los diez jefes de la Mafia se estaban dirigiendo en ese momento al estudio de la casa. Giorgio ya les había informado de la propuesta del Don. El bautizo era una excelente tapadera para la reunion, pero ellos no tenían ningún auténtico vínculo social con los Clericuzio, y querían marcharse cuanto antes.

El estudio de los Clericuzio era una estancia sin ventanas, de corada con pesados muebles y un minibar. Los diez hombres se sentaron con semblante sombrío alrededor de la gran mesa de reuniones de mármol oscuro. Uno a uno fueron saludando a Don Clericuzio y aguardaron en actitud expectante lo que éste les iba decir.

Don Clericuzio mandó llamar a sus dos hijos menores, Vini, cent y Petie, a su segundo comandante, Ballazzo, y a Pippi de Lená para que también se incorporaran a la reunión. Giorgio, frío y sarcástico, hizo un breve comentario inicial.

Don Clericuzio estudió los rostros de los hombres que tenía delante, los hombres más poderosos de la ilegal sociedad destinada a aportar soluciones a las verdaderas necesidades de la gente.

—Mi hijo Giorgio ya os ha comunicado cómo funcionará todo, —dijo. Mi proposición es la siguiente. Me retiro de todos mis negocios, a excepción del juego. Cedo mis actividades de Nueva York a mi viejo amigo Virginio Ballázzo. Él formará su propia familia y no dependerá de los Cleripuzio. En el resto del país, cedo todos mis intereses en los sindicatos, el transporte, el alcohol, el tabaco y las drogas a vuestras familias. Todo mi acceso a la ley estará a vuestra disposición. A cambio pido que me permitais gestionar vuestras ganancias. Estarán bien guardadas y a vuestra disposición. No tendréis que preocuparos por la posibilidad de que el Gobierno localice el dinero. Sólo pido por ello un cinco por ciento de comisión.

Para los diez hombres era el trato soñado, y se alegraron de que los Clericuzio hubieran decidido retirarse en lugar de seguir controlando o destruyendo sus imperios.

Vincent rodeó la mesa para servir vino a todos los presentes, y los hombres levantaron sus copas y brindaron por el retiro del Don.

Después de la ceremoniosa despedida de los jefes de la Mafia, Petie escoltó a David Redfellow al estudio, donde se sentó en un sillón de cuero delante del Don, y Vincent le sirvió una copa de vino. El Don tenía contraída una gran deuda de gratitud con David Redfellow por haberle demostrado que las autoridades legales se podían sobornar con droga.

—David —dijo Don Clericuzio, te vas a retirar del negocio de la droga. Tengo cosas mejores para ti.

David Redfellow no protestó.

—¿Por qué ahora? le preguntó al Don.

—El Gobierno está dedicando demasiado tiempo y esfuerzo al negocio —dijo el Don. Tendrías que pasarte el resto de la vida con el corazón en un puño. Mi hijo Petie y sus soldados te han servido como guardaespaldas, pero eso ya no puedo permitirlo. Los colombianos son demasiado salvajes, demasiado temerarios y violentos. Que se queden ellos con el negocio de la droga. Tú te retirarás a Europa. Ya me encargaré yo de organizarte la protección allí. Podrías comprar un banco en Italia y vivir en Roma. Haremos muy buenos negocios allí.

—Estupendo —dijo David Redfellow. No hablo italiano y no sé nada de negocios bancarios.

—Aprenderás las dos cosas —dijo Don Clericuzio, y vivirás muy feliz en Roma. También puedes quedarte aquí si quieres, pero en tal caso no contarás con mi apoyo, y Petie ya no te protegerá la vida. Elige lo que prefieras.

—¿Quien se hará cargo de mi negocio? —preguntó Redfellow. ¿Recibiré una compensación?

—Los colombianos se harán cargo de tu negocio —contestó el Don. Es inevitable, así es el curso de la historia. Pero el Gobierno les hará la vida imposible. Bueno, ¿sí o no?

Redfellow lo penso un momento y soltó una carcajada.

—Dígame cómo tengo que empezar.

—Giorgio te acompañará a Roma y te presentará a mi gente de allí —contestó el Don—, y él será tu asesor a lo largo de los años.

Redfellow se distinguía de todo el mundo no sólo por el cabello largo sino también porque lucía una sortija de brillantes y una chaqueta de dril con unos pantalones vaqueros impecablemente planchados. Por sus venas corría sangre escandinava. Era rubio, de ojos azul claro, y siempre mostraba un semblante risueño y hacía gala de un fino sentido del humor.

El Don lo abrazó.

—Gracias por escuchar mi consejo. Seguiremos siendo socios en Europa, y puedes estar seguro de que la vida te será muy grata.

Cuando David Redfellow se hubo retirado, el Don envió a Giorgio en busca de Alfred Gronevelt. En su calidad de propietario del hotel Xanadú de Las Vegas, Groneveit había estado bajo la protección de la ya desaparecida familia Santadio.

—Señor Gronevelit —le dijo el Don—, seguirá usted regentando el hotel bajo mi protección. No debe abrigar ningún temor ni por usted ni por su propiedad. Conservará el cincuenta y uno Por ciento del hotel y yo seré propietario del cuarenta y nueve restante, antes en manos de los Santadio, y estaré representado por la misma identidad jurídica. ¿Está usted de acuerdo?

Gronevelt era un hombre de gran dignidad y prestancia física, a pesar de su edad.

—Si me quedo —dijo cautelosamente—, tengo que dirigir el hotel con la misma autoridad. En caso contrario prefiero venderle mi porcentaje.

—¿Vender una mina de oro? —preguntó el Don con incredulidad. No, no. No tema. Por encima de todo, yo soy un hombre de negocios. Si los Santadio hubieran sido más moderados, jamás hubieran ocurrido todas esas cosas tan terribles. Ahora ellos ya no existen. Pero usted y yo somos hombres razonables. Mis delegados ocuparán los puestos de los Santadio. Y Joseph de Lena, Pippi, recibirá la debida consideración. Será mi bruglione en el Oeste, con un sueldo de cien mil dólares al año, pagado por su hotel en la forma que usted estime conveniente. Si tuviera cualquier problema con alguien, acuda a él. En este negocio siempre surgen problemas.

Gronevelt, un hombre alto y delgado, parecía muy tranquilo.

—¿Por qué me dispensa este trato de favor? Usted tiene otras opciones más rentables.

—Porque es usted un genio en lo que hace —contestó Don Domenico—. Todo el mundo en Las Vegas lo dice. Y para demostrarle mi aprecio, le daré algo a cambio.

Gronevelt sonrió al oír sus palabras.

—Ya me ha dado suficiente. Mi hotel. ¿Qué otra cosa puede ser más importante?

El Don lo miró con benevolencia pues aunque siempre era un hombre muy serio, se complacía en sorprender a la gente con su poder.

—Puede usted sugerir el próximo nombramiento para la Comisión del juego de Nevada —dijo el Don—. Hay una vacante.

Por una vez en su vida, Gronevelt pareció sorprendido e incluso impresionado, pero sobre todo contento pues veía un futuro para su hotel con el que jamás había soñado.

—Si usted es capaz de hacer eso —dijo—, todos nos haremos muy ricos en los próximos años.

—Ya está hecho —dijo el Don. Ahora ya puede ir a divertirse.

—Regresaré a Las Vegas —dijo Gronevelt. No considero prudente que todo el mundo sepa que estoy aquí como invitado.

El Don asintió con la cabeza.

—Petie, manda que alguien acompañe en coche al señor Gronevelt a Nueva York.

Aparte del Don y sus hijos, ahora sólo quedaban en la estancia Pippi de Lena y Virginio Ballazzo. Todos estaban ligeramente aturdidos. No tenían ni idea de los planes del Don. Sólo Giorgio había sido informado.

Ballazzo era muy joven para ser un bruglione, ya que sólo le llevaba unos cuantos años a Pippi. Controlaba los sindicatos, el transporte de los grandes centros de la confección y algunas drogas. Don Domenico le dijo que a partir de aquel momento tendría que hacer sus negocios independientemente de los Clericuzio. Sólo tendría, que pagar un tributo del diez por ciento. Por lo demás, controlaría totalmente sus actividades.

Virginio Ballazzo se sintió abrumado por tanta generosidad. Generalmente era un hombre exuberante que solía manifestar su gratitud o sus quejas con vehemencia, pero ahora su gratitud era tan grande que lo único que pudo hacer fue abrazar al Don.

De este diez por ciento reservaré la mitad para tu vejez o una posible desgracia —le dijo el Don. Y ahora perdóname, pero la gente cambia y tiene mala memoria y el agradecimiento por los pasados gestos de generosidad se desvanece. Permíteme recordarte la necesidad de que seas cuidadoso con las cuentas. El Don hizo una breve pausa. Al fin y al cabo yo no soy un representante del fisco y no puedo cobrarte esos tremendos intereses y multas que ellos imponen.

Ballazzo lo comprendió. El castigo de Don Domenico era siempre rápido y seguro. Ni siquiera se enviaba un aviso. Y el castigo era siempre la muerte. A fin de cuentas, ¿de qué otra forma se podía tratar a un enemigo?

Don Clericuzio despidió a Ballazzo pero cuando acompañó a Pippi a la puerta se detuvo un instante, lo atrajo hacia sí y le susurró al oído:

—Recuerda, tú y yo tenemos un secreto. Debes guardarlo para siempre. Yo jamás te di la orden.

En el jardín de la mansión, Rose Marie Clericuzio estaba esperando para hablar con Pippi de Lena. Era una viuda muy joven y guapa, pero el negro no le sentaba muy bien. El luto por su esposo y su hermano había borrado la natural viveza tan necesaria en una persona con un aspecto apagado como el suyo. Sus grandes ojos castaños eran demasiado oscuros y su piel aceitunada demasiado cetrina. Sólo su hijo Dante, recién bautizado, con sus lacitos azules, aportaba una nota de color mientras descansaba en sus brazos. A lo largo de todo aquel día se había mantenido curiosamente apartada de su padre Don Cleripuzio y de sus tres hermanos Giorgio, Vincent y Petie. Pero ahora estaba esperando para enfrentarse con Pippi de Lena.

Ambos eran primos, Pippi le llevaba diez años, y en su adolescencia ella había estado locamente enamorada de él, pero Pippi siempre se había mostrado paternal y había procurado por todos los medios quitársela de encima. A pesar de ser famoso por la debilidad de su carne, el joven había sido lo suficientemente prudente como para no caer en semejante tentación, con la hija de su Don.

—Hola, Pippi —le dijo. Felicidades.

Pippi sonrió con un encanto que confirió un especial atractivo a los rudos rasgos de su rostro. Se inclinó para besar la frente del niño, observando con asombro que para ser tan pequeño tenía mucho pelo, y que aún conservaba el leve perfume del incienso de la iglesia.

—Dante Clericuzio, un nombre precioso —dijo.

No era un comentario tan inocente como parecía. Rose había recuperado su apellido de soltera para sí y para su hijo huérfano. El Don había utilizado una lógica aplastante para convencerla, pero aun así ella sentía un cierto remordimiento.

Ese remordimiento la indujo a preguntar:

—Cómo convenciste a tu mujer de que aceptara un nombre tan religioso?

Pippi la miró sonriendo.

—Mi mujer me quiere y desea complacerme.

Y era cierto, pensó Rose Marie. La mujer de Pippi le quería porque no lo conocía, al menos no como ella lo había conocido y amado en otros tiempos.

—Le has puesto a tu hijo el nombre de Croccifixio —dijo. Hubieras podido complacer a tu mujer poniéndole un nombre americano.

—Le he puesto el nombre de tu abuelo para complacer a tu padre —dijo Pippi.

—Tal como todos debemos hacer —dijo Rose Marie. Su sonrisa enmascaró la amargura que sentía, pues tal como eran sus rasgos la sonrisa se dibujaba con toda naturalidad en su rostro, confiriéndole una dulzura capaz de suavizar la dureza de cualquier cosa que dijera. Hizo una pausa y añadió con cierta reticencia.

—Gracias por salvarme la vida.

Pippi la miró momentáneamente desconcertado y sorprendido. Después le dijo en un leve susurro mientras le rodeaba los hombros con su brazo:

—Jamás corriste el menor peligro. Créeme, no pienses en estas cosas. Olvídalo todo. Tenemos unas vidas muy felices por delante. Procura olvidar el pasado.

Rose Marie se inclinó para besar al niño, pero en realidad lo hizo para ocultar su rostro a los ojos de Pippi.

—Lo comprendo todo —dijo, sabiendo que Pippi les repetiría aquella conversación a su padre y a sus hermanos—. Ya me he conciliado con él.

Deseaba que los miembros de su familia supieran que todavía los quería y se alegraba de que su hijo hubiera sido recibido en el seno de la familia, ya santificado por el agua bendita, y se hubiera salvado del fuego eterno del infierno.

En aquel momento Virginio Ballazzo se acercó a ellos y los acompañó al centro del césped. Don Doménico Clericuzio salió de la mansión seguido por sus tres hijos.

La familia Clericuzio, hombres de esmoquin, mujeres con modelos de fiesta y niños vestidos de raso, formó un semicírculo para el fotógrafo. Los invitados aplaudieron y les felicitaron a gritos, y el momento quedó inmortalizado: un momento de paz de victoria y de amor.

Más tarde ampliaron y enmarcaron la fotografía para colgarla en el estudio del Don, al lado de la última imagen de su hijo Silvio, muerto en la guerra contra los Santadio.

El Don contempló el resto de la fiesta desde la terraza de su dormitorio.

Rose Marie pasó por delante de los jugadores de bochas empujando el cochecito de su hijo, y Nalene, la mujer de Pippi, alta, esbelta y elegante, se acercó a ella llevando en brazos a su hijo Croccifixio. Nalene colocó al niño en el mismo cochecito de Dante, y ambas mujeres miraron amorosamente a sus retoños.

El Don experimentó una oleada de felicidad al pensar que, aquellos dos niños crecerían protegidos y seguros, y jamás conocerían el precio que se había tenido que pagar por su feliz destino.

Después el Don observó cómo Petie deslizaba un biberón de leche en el cochecito y todo el mundo se reía mientras los dos bebés se lo disputaban. Rose Marie levantó a su hijo Dante del cochecito, y el Don la recordó tal como era unos años atrás. El Don lanzó un suspiro. No hay nada más hermoso que una mujer enamorada, ni nada tan doloroso como contemplarla cuando se queda viuda, pensó con tristeza.

Rose Marie, la hija a la que tanto había amado, era un ser radiante y lleno de alegría. Pero Rose Marie había cambiado. La perdida de su hermano y de su marido había sido demasiado grande. Sin embargo, según la experiencia del Don, los verdaderos amantes, siempre volvían a amar, y las viudas se cansaban de llevar luto. Y ahora Rose Marie tenía un hijo al que querer.

BOOK: El Último Don
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