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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano (3 page)

BOOK: El último mohicano
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—Ya ves, magua —le dijo—, has errado el camino, pero encontramos a un cazador, aquel que está hablando con el músico; él conoce estos lugares, y me promete llevarnos a un sitio seguro donde podremos descansar hasta que sea de día.

—¿Está solo ese cazador? —preguntó el guía.

—¡Solo! ¡Oh, no! No puede estar solo, puesto que estamos con él.

—Entonces se irá Zorro Sutil —replicó el indio.

—¡Vamos, magua! —exclamó Heyward—. ¿No somos amigos? Munro te ha prometido un premio cuando hayas terminado este servicio; yo te daré otro. Descansa, abre tu morral y come algo. Tenemos poco tiempo que perder; no lo desperdiciemos en palabras. Cuando las señoras hayan descansado, continuaremos el viaje. ¿Qué dice Zorro Sutil?

—Zorro Sutil dice que está bien.

El indio se sentó en el suelo, sacó del morral los restos de la comida anterior y se puso a comer, no sin antes haber mirado atentamente en torno suyo. Heyward sacó un pie del estribo mientras trataba de apoderarse de una de sus pistolas.

Pero en ese momento Zorro Sutil se levantó cautelosamente, con movimiento tan lento y felino que su cambio de postura no produjo ni el más leve ruido. Heyward comprendió que había llegado el momento de entrar en acción. Desmontó ágilmente, dispuesto a apoderarse del guía, pero continuó mostrándose tranquilo.

—Zorro Sutil no come —dijo, tratando de halagar al indio—. Su maíz no está bien tostado y parece seco.

Cuando el guía sintió que los dedos de Heyward rozaban su brazo desnudo, dio un golpe al brazo del oficial y, lanzando un grito penetrante, se inclinó y de un salto se perdió en la espesura. En ese instante aparecía entre la enramada Chingachgook, silencioso como un espectro con sus macabras pinturas, y se lanzó en persecución del fugitivo. Después se oyó el grito de Uncás, y se vio un relámpago seguido por la detonación del rifle del cazador.

Heyward quedó inmovilizado por la sorpresa durante algunos momentos. Después, pensando en la importancia de capturar al fugitivo, se precipitó a prestar su ayuda en la persecución. Pero antes de que hubiera recorrido unos cuantos pasos, se encontró con los dos indios y con el cazador, que regresaban convencidos de la imposibilidad de alcanzar al magua.

El cazador propuso entonces alejarse de aquel lugar, de tal manera que dejaran una pista falsa a Zorro Sutil; de lo contrario al día siguiente sus cabelleras estarían secándose al sol, frente a la carpa del francés Montcalm. El joven oficial pidió al cazador que lo ayudara a defender a las damas, a quienes debía proteger, ofreciéndole una recompensa. El hombre blanco levantó la mano, con el gesto de quien acepta la propuesta, y dijo:

—Es verdad. Sería indigno de un hombre abandonar a su suerte a esas inofensivas jóvenes. Estos dos mohicanos y yo haremos todo lo posible para salvar a esas criaturas que nunca debieron venir a este desierto; no esperamos otra recompensa que la que Dios da siempre al que ha acometido una buena acción. Primero, prométanme ser tan silenciosos como estos bosques, suceda lo que sucediere; y segundo, mantener en secreto el refugio adónde los llevaremos.

—Acepto —respondió el joven oficial.

—Entonces, síganme. Estamos perdiendo un tiempo precioso.

A pesar de la alarma que produjo la declaración del peligro, la energía del joven oficial y la gravedad de la situación, lograron que las dos hermanas dominaran su temor y se dispusieran ante cualquier prueba. Silenciosamente y sin perder tiempo, montaron ayudadas por Heyward y se dirigieron a la orilla del río, donde estaban el cazador y sus compañeros.

Los indios, sin vacilar ni por un momento, asieron las riendas de los caballos asustados y los obligaron a bajar al río. A corta distancia de la orilla se volvieron, ocultándose tras un montículo de tierra y árboles, y luego tomaron la dirección opuesta a la corriente del río. Entretanto, el cazador sacó una canoa de un lugar oculto por ramas, e indicó a las hermanas que se embarcaran.

Ellas se apresuraron a obedecer, no sin dirigir inquietas miradas a la oscura masa de árboles que rodeaba el río. El cazador señaló al oficial que fuera a sostener un costado de la frágil embarcación, y la hicieron subir contra la corriente. Por último llegaron a una parte del río donde Heyward descubrió un montón de bultos negros reunidos en un punto en que la ribera alta proyectaba una gran sombra sobre las aguas.

—Los indios, nuestros amigos, han aplicado su criterio al ocultar los caballos.

En el agua no quedan rastros y ni un búho vería algo en ese hueco tenebroso —observó el cazador.

En seguida hizo que el oficial y las hermanas se sentaran en la proa de la embarcación y él se colocó en el extremo opuesto, tan erguido como si navegara en un barco de sólidos materiales. Los indios volvieron al sitio que acababan de abandonar, y el cazador apoyando el palo contra un peñasco, dio un impulso a la canoa y la lanzó al centro de la turbulenta corriente.

—¿Dónde estamos? ¿Qué haremos ahora? —preguntó Heyward.

—Nos encontramos al pie de la montaña Glenn —respondió el cazador en voz alta—. Tenemos que bajar a tierra con cuidado para evitar que zozobre la canoa. ¡Vamos! ¡Suban a esa roca mientras yo voy a buscar a los mohicanos y el venado!

Los pasajeros obedecieron con gusto sus órdenes. La canoa giró, y por un instante vieron la recia figura del cazador, luchando con las aguas agitadas.

Abandonados por su guía, los viajeros, desvalidos e ignorantes del terreno, temían dar un mal paso entre las piedras que los precipitara hacia alguna de aquellas cavernas. Pero no tardó en volver el cazador, acompañado de los dos mohicanos.

—¿Han visto a alguno de nuestros enemigos?

—Al indio se le siente antes de verlo —contestó el cazador, echando al suelo al venado que traía acuestas—. Y tengo otros indicios para advertir su proximidad.

Cuando pasé cerca de los caballos noté que estaban asustados, como si hubieran olfateado a los lobos; y el lobo es el animal que ronda los sitios donde se emboscan los indios, ansiosos por obtener los restos del ciervo que matan para alimentarse.

Mientras hablaba, el cazador se afanaba en reunir ciertos objetos necesarios.

Cuando hubo terminado, se acercó silenciosamente al grupo de los viajeros, acompañado por los dos mohicanos. Luego los tres desaparecieron, como si se hubieran evaporado ante la pared de una roca que se alzaba a muy corta distancia del borde del agua.

Atrapados, y sin pólvora

Heyward y sus compañeras presenciaban con cierta inquietud tales movimientos, sólo el músico se mostraba indiferente a todo.

Poco después se oyeron voces contenidas, como si fueran llamados venidos desde el centro de la tierra y una repentina luz reveló a los que estaban afuera el tan preciado secreto de aquel lugar.

En el extremo de una profunda caverna abierta en la roca estaba sentado el cazador con una antorcha de pino en su mano, cuya llama le daba aspecto fantástico; un poco más adelante estaba Uncás, de pie.

Los viajeros miraban ansiosos la esbelta y flexible figura del joven mohicano que tenía la libertad y la gracia de movimientos de un cuerpo juvenil. Vestía una casaca de caza, sus ojos tenían la mirada firme y serena, sus facciones, pronunciadas y aguileñas, acusaban la pureza de su raza.

Era la primera oportunidad que Duncan Heyward tenía para observar claramente a sus protectores indios. Todos expresaron abiertamente su admiración por aquel noble ejemplar humano de tan correctas proporciones.

—Este fuego despide demasiada llama —dijo el cazador, cuando todos hubieron entrado a la caverna— y podría llamar la atención de los mingos y causar nuestra ruina. Uncás, cierra la entrada. Aquí tenemos sal en abundancia, y en este fuego asaremos el venado.

Uncás obedeció la orden. Cuando Ojo de Halcón dejó de hablar, se oyó como un trueno lejano el estruendo de la catarata. Del fondo sombrío de la caverna surgió una figura espectral que asustó a las mujeres; era Chingachgook, quien levantando una manta mostró que la caverna tenía dos salidas; y, saliendo con su antorcha, atravesó una especie de abertura en las rocas, en ángulo recto con la gruta donde se encontraban, pero que se diferenciaba de ésta en que no tenía techo, y de allí pasó a otra gruta exactamente igual a la primera.

—Los zorros viejos como Chingachgook y yo no nos dejamos cazar en una madriguera que tenga una sola salida —dijo Ojo de Halcón riendo—. Ahora pueden ustedes apreciar la conveniencia de este lugar. La roca, con los siglos, se ha mostrado más blanda por cada lado, y el agua pasó por encima, abriendo antes este refugio donde podemos escondernos.

Los viajeros estaban más dispuestos a apreciar la seguridad que las bellezas de la caverna descritas por Ojo de Halcón. Además, no habían tomado alimento en todo el día y tenían hambre. Uncás se puso al servicio de las hermanas, teniendo con ellas pequeñas atenciones que no tenía para los demás.

Entretanto, Chingachgook permanecía inmutable, sentado cerca de la luz. Pero su vista no descansaba un momento; veinte veces, al llevarse a la boca un pedazo de carne, se detuvo y volvió la cabeza como si escuchara algún ruido lejano y sospechoso.

—Ven amigo —dijo Ojo de Halcón, dirigiéndose al músico, que estaba sentado detrás de él —. ¿Cómo te llamas?

—David Gamut —contestó el músico.

—¿Cuál es tu oficio?

—Soy un indigno profesor de arte —repuso el maestro—. Enseño a cantar a los jóvenes reclutas del Canadá. No hago otra cosa que enseñar música sagrada.

—¡Extraño oficio! —exclamó Ojo de Halcón, riendo disimuladamente—. ¡Pasarse la vida como un pájaro cantor, imitando los sonidos altos o bajos que salen de las gargantas de otros hombres! Entonces haznos oír cómo cantas; será una manera amistosa de dar las buenas noches.

—Con mucho gusto —contestó Gamut. Y luego preguntó a Alicia— ¿Sería usted tan amable en acompañarme?

Alicia, un poco indecisa, abrió el libro en la página que contenía un himno adecuado a la situación. Cora también se mostró dispuesta a cantar junto a su hermana. David dio el tono con su flauta y empezó el canto.

La música era lenta y solemne. Los indios tenían los ojos fijos en las rocas y escuchaban con tal atención el canto que parecían estatuas de piedra. Los cantantes daban una nota sostenida y vibrante, intensamente grata al oído, que marcaba el final del trozo musical, cuando resonó un grito lejano que no parecía humano y que llegó al corazón de los refugiados. Siguió un silencio tal que hasta el torrente dejó de oírse ante aquel terrible alarido.

—¿Qué es eso? —murmuró Alicia, angustiada.

Ni Ojo de Halcón ni los indios contestaron. Escucharon, como esperando que el ruido se repitiera. Uncás, pasando por la salida oculta y casi invisible, salió sigilosamente de la gruta; entonces el cazador explicó:

—No sabemos qué puede ser. No es el grito de guerra con que los indios se proponen asustar a sus enemigos.

Y cuando Uncás regresó, el cazador le preguntó:

—¿Qué has visto?

—Nada —dijo el indio—. Nuestro escondite es invisible.

—Pasemos a la otra caverna —dijo el cazador—. Tenemos que estar en pie antes de la salida del sol, y ponernos en marcha hacia el fuerte Edward mientras los maguas, que vigilan de noche, duermen todavía.

De pronto, volvió a resonar el espantoso alarido que hizo enmudecer a todos. Y en el propio semblante del cazador comenzó a ceder la firmeza ante aquel misterio que quizá amenazaba con algún peligro, contra el cual nada podían su astucia y experiencia.

—Permanecer ocultos por más tiempo sería no escuchar una advertencia que se nos hace para nuestro bien —dijo el cazador—. Quien emite tan extraños sonidos es el único que conoce nuestro peligro. Ni los mohicanos ni yo podemos adivinar de qué procede el grito que todos hemos oído. Por eso creemos que es una advertencia.

—Sea señal de paz o de guerra, conviene averiguarlo. Muéstrenme el camino, amigos, que yo los seguiré —dijo Heyward.

Al salir de la gruta, los cuatro hombres experimentaron la grata sensación del aire puro. En ese momento se escuchó por tercera vez el mismo grito. Parecía salir del lecho del río, subir hasta las colinas y perderse en la selva.

—Ahora reconozco el sonido —exclamó el oficial—. Es el horrible grito del caballo en dolorosa agonía. Ese sonido pudo engañarme mientras estaba en la caverna, pero aquí lo reconozco sin posibilidad de equivocarme.

El cazador y sus dos compañeros escucharon esta explicación que de algún modo disipaba sus temores.

Los lobos deben andar rondando el lugar y los caballos imploran el auxilio del hombre. Uncás —ordenó el cazador—, baja el río en la canoa y arroja una antorcha encendida entre la manada de lobos. Si no, lo que los lobos no podrán hacer lo hará el indio, y nos encontraremos mañana sin los caballos.

Ya había bajado el joven indio hasta el borde del agua, cuando se oyó un largo aullido que se perdió en el interior de la selva, como si los lobos abandonaran su presa, acosados por algún terror. Uncás regresó en seguida, y con su padre y el cazador, parlamentaron en voz baja.

Heyward, por su parte, juntó gran cantidad de hojarasca para instalar allí a las hermanas a resguardo de las flechas y las balas; una alta pared de rocas las protegería. David Gamut, a la usanza india, se acomodó en una grieta de la roca.

Así transcurrieron algunas horas sin que nada ocurriera. Lentamente amanecía. El oficial fue despertado por el cazador:

—Ya es hora de partir, despierte a las jóvenes y aborden la canoa apenas la traiga hasta aquí.

Duncan despertó suavemente a las jóvenes, Alicia, ante su presencia se sintió muy segura y protegida. Pero súbitamente un grito de la joven y el brusco movimiento con que su hermana Cora se puso en pie al escuchar un aterrador tumulto de gritos y alaridos, los trajeron brutalmente a la realidad. Por un instante pareció que el infierno se había volcado allí.

Los gritos no partían de una dirección determinada, pero llenaban la selva, las cavernas y el río. En ese momento brillaron doce fogonazos en la orilla opuesta, seguidos de otras tantas explosiones, y el infeliz David Gamut cayó sin sentido en el mismo sitio donde dormía. Los mohicanos respondieron audazmente a los gritos con que los salvajes celebraran la caída de Gamut. Comenzó un rápido tiroteo, pero ambos grupos eran demasiado hábiles para causar bajas al otro.

Duncan aprovechó un momento favorable para transportar a David al refugio de las dos jóvenes. El pobre músico había salvado su cabellera. Pronto recobraría el conocimiento y el cazador encargó a Uncás que lo llevara a la caverna y lo recostara sobre las hojas.

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